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El dilema de las editoriales. La columna de Francisco Micol.

La vieja y lamentable historia de los grupos editoriales no empezó ayer ni tampoco hace veinte, treinta o cien años. La idea inicial, vamos a ella, parece lógica y hasta coherente. El cometido de una editorial que se precie de serlo, versa en sacar a la luz aquellos manuscritos que desde una óptica más bien subjetiva merezcan ser editados. Es decir, se convierten tales empresas en juez, jurado y verdugo. Supuestamente amantes del arte escrito, los editores, que hay muchos y muy pocos respetables, deciden, al mejor estilo de un cónclave cardenalicio, qué obras serán editadas bajo su solemne, dudoso sello, y qué otras no merecen ni ser leídas.

Es lógico preguntar, y de justicia hacerlo, qué criterio manejan tales empresarios para tomar decisiones al respecto. Esta es la clave de todo un largo y tedioso proceso hasta la edición de un título (ya sea narrativa, poética o dramaturgia) cuya suerte, por extraño que parezca, dependerá de muchos intermediarios hasta que el mismo llegue al alcance de los lectores.

Fue dicho que el camino al infierno está repleto de buenas intenciones. Pero al caso que nos ocupa, las intenciones no son, ni por asomo, decentes. El editor, no nos engañemos, busca cómo lograr que un título, al margen de su calidad, llegue a convertirse en sustanciosos beneficios. Lo demás no importa en absoluto.

A costa de influencias (la mayoría de los casos) y absurdas corazonadas (que jamás han funcionado), el editor, barajando manuscritos como naipes un jugador de póker, resuelve editar uno o dos títulos sin saber cómo ni por qué lo hace. Esto parece un relato de Frank Kafka, desde luego, pero desgraciadamente es así de cierto.

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Francisco Micol

La narrativa no es el único arte que requiere de colaboradores para llegar del papel manuscrito a las ediciones disponibles en muchos puntos de venta. Un compositor se ve envuelto en la misma cruzada: papel pautado, búsqueda de editorial, encontrar al director de orquesta o los intérpretes adecuados que acepten estrenar la obra (sinfonía, cuarteto, concierto) y, finalmente, la asistencia del público a la sala de música donde podrán escuchar la obra.

Hemos de considerar, al margen de que las empresas están para ganar dinero y no hacer obras de caridad, que los autores merecen el respeto y la consideración que nunca, esto es deplorable, han tenido. El escritor de nuestro siglo, que está vivo, trabaja para mantener a su honrosa familia, e impulsado por un amor incondicional a las letras busca tiempo hasta de debajo de las piedras, sacrificando horas de sueño y restándole muchos ratos a los suyos como a sí mismo, no puede ser manipulado como de costumbre.

AmanuenseEl problema, visto queda, tiene dos vertientes. Una, el autor. Otra, la editorial. Hay mucha gente que empujada por el mismo afán que los espontáneos en las plazas de toros, entre aburridos y anhelosos de un reconocimiento más que universal, sin otro principio que el de poder encadenar palabras, osan escribir (y esto a título de eufemismo) una novela. Su lucha, como la de don Quijote, es encontrar a la editorial más acertada para que traten su «obra maestra» con ese esmero tan irritante que ellos exigen.
Aquello, ya lo llamen novela, poemario, ensayo o colección de relatos (a veces no es nada al tiempo que lo es todo) resulta ser un zafio bosquejo ínfimo sin pies ni cabeza. Quizá, aunque resulta improbable, hayan leído algo más que un tebeo o el diario deportivo semanal. Evidentemente se estrellan en su ilógico empeño, claro, so pena que como antes he dicho tengan las suficientes influencias, por lo general de laya política, para conmover estúpidamente al editor, amigo por intereses de este, aquel u otro, esperanzado en algún turbio favor como compensación a meter en imprenta lo que no debería ver la luz jamás.

Curiosamente, y esto colma cualquier razonamiento por muy aquiescente que sea, la divulgación del libracho inmundo va precedida de una sarta de mentiras como apología a la insuperable grandeza de su autor, convertido desde ese momento en rival de Tirso de Molina, Lope de Vega o el mismísimo don Luis de Góngora y Argote.

Pero quede constancia que dicha «joya» va a ser adquirida por un inenarrable número de lectores tan circunspectos como seudointelectuales.

No es preciso persistir en lo anterior; las librerías más prestigiosas están repletas de porquerías medianamente bien maquetadas que se conjugan con las grandes obras de la literatura universal.

Portada_Manuscrito_ChacónEn el otro costado, sombras, resignación y abandono, el primer manuscrito del joven autor con un talento encomiable, ignorado por todos los editores (como si la cosa fuera una conspiración) ya que «Nosotros sólo editamos obras acreditadas y de gran excelencia».

Dado que los verdaderos talentos literarios, evidentemente, no viven de su obra, éstos, tras meses e incluso años de negativas, silencios desdeñosos y exiguos rechazos, arrinconan, guardan o desechan su manuscrito, y las editoriales, por muy increíble que parezca, inician su camino hacia la ruina económica.

Los lectores, hablo en general, tienen un criterio propio y han aprendido a diferenciar la patraña anunciada con fanfarria de orquesta del libro, novela, colección de relatos, poemario o ensayo, que con la también histórica discreción y humildad, se va divulgando para un asentamiento tan digno como merecido.

Mi admirado Pío Baroja decía que prefería releer a leer. No le faltaba razón, desde luego, pues ya por aquel entonces, y la historia continúa, era preferible redescubrir a Cervantes o Calderón de la Barca antes que abordar la cosa necia con tapa y hojas que algún «talento» novedoso había editado a golpe de predominios menesterosos.

Son muchos los autores que gozan de talento suficiente como para merecer la edición de sus obras, pero muy pocas las editoriales que sensibles a esta realidad y sin renunciar a sus objetivos económicos, abogan por ellos. El dilema parece llegar a su fin, a Dios gracias, porque como ya fue dicho, me refiero a la crisis, no hay mal que por bien no venga.

Francisco F. Micol

1 comments on “El dilema de las editoriales. La columna de Francisco Micol.

  1. M. Delbal

    Cómo no agradecer este audaz comentario de Francisco Micol, que a muchos nos habrá hecho rememorar experiencias poco gratas, como lectores y como escritores.

Gracias por comentar

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