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El arte en la cultura. La columna de Francisco Micol

Debemos aceptar el hecho de que el arte constituye una de las creaciones realizadas por el ser humano para expresar una visión sensible acerca del mundo, ya sea real o imaginario. Merced a los recursos plásticos, lingüísticos o sonoros, el arte permite expresar ideas, emociones, percepciones y sensaciones. La clasificación utilizada en la antigua Grecia incluía seis disciplinas dentro del arte, a saber: arquitectura, danza, escultura, música, pintura y poesía (literatura). Más adelante, habrían de incluirse otras actividades que en general constituyen una variación plástica de las ya mencionadas. Y así tenemos la cinematografía (como expansión del arte escénico), la fotografía (siendo considerada expansión de la pintura) y la historieta, un puente, en realidad, entre la pintura y la cinematografía.

El contexto social de cada persona tiende a diluir, sobre todo en las últimas décadas, la armonía perceptiva del mundo (como universo donde habitamos) en pro de un ocio disperso que nos aleja cada vez más de la realidad.

Los valores sensitivos de cada persona deben cuidarse con un esmero primoroso, pues no es algo inherente a la propia vida o existencia. Debemos preguntarnos cuáles son nuestros cometidos en este mundo, una sociedad cada vez mayor globalmente y mucho menor a nivel individual.

Dentro de la vorágine colectiva estamos cada uno de nosotros intentando ser agregados a la sociedad como si ésta fuera un círculo selecto donde pudiéramos alzar nuestros valores y compartirlos. Nada más lejos de la verdad.

Nuestra época (todos los mortales tuvieron, tienen y tendrán la suya) no es peor ni mejor que otras predecesoras o las anheladas futuras; construimos una realidad divergente por pura y ociosa dejadez, intentando justificar nuestra existencia con hechos tan peregrinos como disparatados.

Gozar de un criterio propio es la meta de toda persona que se precie de serlo. Pero hablo de un juicio coherente, cabal, sensible y trascendente. Ignorar el ayer, como ya fue dicho, nos condena a repetir los mismos errores muchas veces. El cultivo de la sensibilidad perceptiva no está, claro, en los estadios deportivos, tampoco en esas tabernas tan de moda donde el ruido es tan atronador como tóxico. El ser humano ha de ser pulido desde su más tierna infancia.

Sin comprender el pasado para asumir que nuestro presente es una evolución natural que no alberga grandes logros en materia de arte, por desgracia, nos encontramos ante un colectivo sin rumbo, obstinado y ciertamente enfermizo.

Las ideas no pueden surgir de la calle, de los bares, tascas, boliches, discotecas, salas de fiesta, encuentros deportivos (verdaderamente caóticos) ni tampoco de la nada. Es obvio que las personas cada vez piensan menos y esto nos convierte en meras máquinas erradas en suerte y destino.

Hemos disgregado, patológicamente, nuestra capacidad emocional, llegando a padecer, en un número muy alarmante de personas, las solidarias estructuras (que siempre fueron flexibles) para intercambiar valores humanos, no histerias y ambiciones desmesuradas.

Todo esto nos ha llevado a sufrir averías en la percepción de nuestro derredor como desorden individual que se manifiesta en procesos demenciales, dañinos tanto para el individuo como para la sociedad que lo circunda.

Las sensaciones sufridas, entonces, no pueden ser más paradójicas y contradictorias, en lances que casi nos pasan desapercibidos y son como para rasgarse las vestiduras. Los noticiarios parecen un cúmulo de abominaciones donde se nos informa, acaso, de muchos hechos verdaderamente incomprensibles. Niños que son arrojados desde balcones o terrazas, la denominada violencia de género, suicidios y homicidios de toda gama posible.

Difícilmente, la misma sociedad enferma nos va a aportar remedios y/o soluciones para tales casos, pues el médico, por lo general, también está atrapado en esa atmósfera conflictiva y repleta de discordancias, llegando a convertirnos en adictos a la denominada farmacracia.

El gran filósofo germano Peter Sloterdijk nos habla de un colectivo que se viste como para una cena de suicidas. Desde luego no le falta razón. La moda en el vestuario denota un estado demencial en los individuos que la exhiben. Me pregunto, desde hace algún tiempo, por o para qué se tiñe una persona, al margen de su edad, el cabello de verde vejiga, azul prusiano o rosa carne.

Siempre buscando un porqué para todas estas «exóticas» manifestaciones (que inevitablemente repercuten en los comportamientos colectivos), observo una constante invariable que debe ser calificada de trágica: una completa y lamentable ausencia de los valores artísticos.

La arquitectura se ha limitado a la construcción de viviendas; pocas veces se concibe un puente o una carretera, y mucho menos se alza un monumento. ¿Dónde está la danza? De hecho ya ni se baila, o llaman «baile» a una serie aleatoria de movimientos histéricos, o más que eso, sin el menor fundamento ni coherencia. La escultura denota una estupidez fruto de esa histeria ya mencionada, aunque para alivio de penas siempre hay alguna honrosa excepción. Respecto a la música (Napoleón estaba muy en lo cierto) cabe hablar de ruidos, percusión estridente y acordes estereotipados para, incomprensiblemente, amenizar las farras o saraos de los jóvenes. ¿Pintura? Con patética deformación, hasta el posible mirar manchas absurdas en soportes como el lienzo o las paredes. Llegados a la literatura (poesía, narrativa y dramaturgia) no estamos ni mucho menos en los mejores momentos de tal arte, aunque hay un resurgir ciertamente tímido de la misma.

Y así, ignorando nuestro ayer para desconocer este presente mientras aguardamos una especie de divino futuro, los museos son visitados por un grupo de personas que más empujados por la curiosidad o el aburrimiento se llegan, y con prisas, para desfilar ante las obras de Goya, Velázquez, Zurbarán, El Greco y El Bosco.

Ignorando y hasta desdeñando el arte de nuestros predecesores, nos vemos embutidos en un contexto social histórico donde sólo impera la incoherencia y el más lamentable sendero a la vacuidad. Este vacío de ideas, emociones y sensaciones, nos está pasando factura a un ritmo frenético, empujándonos a la incurable demencia que simplemente nos asfixia en nuestro propio afán de superación.

El arte es una necesidad, no el lujo que muchos insensatos han promulgado al respecto hablando de que ya no está de moda o resulta superfluo. Los valores humanos se miden por la capacidad de aprender y valorar las grandes, inmensas sensaciones que el arte nos aporta. Sin conocer esos sensibles valores del ayer, nuestro presente sólo es un páramo sin rumbo ni concierto, un frenopático donde cada vez hay más gente abatida y sin esperanzas.

 Francisco F. Micol

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