Francisco F. Micol Opinión

El mito de los escritores afamados

El porteño Jorge Luis Borges dice, con razón, que la fama sólo es aceptable para los cigarrillos, vehículos y electrodomésticos, pero nunca para una persona. Famoso es el papel higiénico, los zapatos, las sábanas y mantas, incluso los lápices y las hamburguesas. Quizá la pura mediocridad tenga ambiciones de fama, cuando, por el contrario, la excelencia transcurre en silencio y es reconocida siglos después de que se produzca. En pleno siglo XXI vemos cómo merced a la disparatada divulgación de un autor, su obra nos aparece hasta en la sopa, otra famosa para la nomenclatura.

Abogando por los autores honestos y otros muchos cuya dignidad les hace transcurrir entre las sombras, estimo oportuno hacer esta severa reflexión para ensalzar a los grandes y evitar la trampa mercadotécnica que hace aventar a los más triviales.

Por experiencia, que no es poca, suelo encontrar basura a las puertas de cualquier mala librería y jamás hallé en la misma lo que andaba buscando. Les invito a que hagan este experimento y verán que no me falta razón. Pidan un ejemplar de El Criticón en la más selecta librería. Hagan lo mismo con Las Soledades o la Fábula de Polifemo y Galatea, incluso pregunten si disponen de algún ejemplar con las Coplas a la muerte de mi padre. No, desde luego.

Solícito, claro, el dependiente les ofrecerá, entre nervios disimulados y sonrisas afables, algún tosco remedo de lo que se desea. Finalmente, con esfuerzos que van más allá de la lógica y hasta dudando de poderlo conseguir porque no sabe cómo ni dónde, acaso le tomen nota y aplacen su interés para quince o veinte días, cuando no trimestres o incluso años.

Busquen en las grandes y soberbias librerías: La muerte y la niña, Cuando ya no importe, Los niños en el bosque, Tierra de nadie, Para esta noche, Dejemos hablar al viento, Rosaura a las diez, El tragaluz, Las cítaras colgadas de los árboles, Hijos de la ira, Manual de espumas, La galera, El señor presidente, La muerte de Artemio Cruz. Porque las casualidades existen, ciertas, es posible que entre polvo y cajas de cartón puedan hallar alguno de los títulos citados anteriormente.

No debemos culpar a los libreros de esta desdicha; ellos mantienen una casa de negocio destinada a la venta de textos como otros lo hacen con zapatos, pantalones, mesas, lámparas y comida. Es decir, disponen de lo que se vende, de lo que el público les demanda. Para colmo de males, existe una creencia ciertamente absurda que intenta convencernos del fenómeno «superventas» (best sellers), es decir, un título respaldado por los controvertidos engranajes de la mercadotecnia. ¿Y qué relación hay, pregunto, entre los libros más vendidos y aquellos otros que atesoran las más inmortales obras literarias? Evidentemente ninguna.

Literatura (1)Resulta curioso y paradójico que los grandes autores de la literatura no gocen de fama alguna, tal y como bien decía Jorge Luis Borges. En cambio, los más mediocres pero en conexión con las influencias políticas y/o televisivas, sean quienes están omnipresentes hasta en los estancos.

En EE.UU hay expertos (porque la cosa nació allá) en vender porquerías a costa de unas técnicas que beben de la psicología y, cómo no, de la estupidez humana. Un frasco de lo que llamarán perfume y no pasa de ser ni agua de colonia, estará envuelto en una feroz campaña publicitaria merced a la cual será imposible cerrar los ojos y no ver o escuchar el nombre de la cosa. Hay muchas críticas sobre esto, todas certeras. A la memoria me viene una escena de la película Live Free or Die Hard (La jungla de cristal 4) donde Justin Long, muy explícito, le replica a Bruce Willis que todo lo que radian es mentira, pues la estrategia versa en hacerle comprar a la gente cosas que ya tienen (cuánta razón lleva) para otorgarles una falsa sensación de seguridad.

La literatura no es amiga de la mercadotecnia, y esto muy a pesar de quienes opinen lo contrario. La Historia, que siempre alberga la verdad y la razón, nos demuestra que los grandes éxitos de hoy serán el olvido del mañana, y contrariamente, las magistrales obras de nuestro ignoto presente, ascenderán al podio de los grandes. Como en el reino de los cielos, donde los últimos en la tierra serán los primeros en el anhelado paraíso.

Vender masivamente a costa de invertir en una campaña publicitaria cuyo costo es muy superior a los beneficios obtenidos, es sencillamente repugnante. Y esto es un día a día, algo tan cotidiano como hacernos creer en hombrecillos verdes que llegan de noche en imposibles platillos volantes.

Los grandes autores de la literatura (narrativa, poesía y teatro), quizá porque sea el único camino, o el más noble de todos, depende, no cursan en lo cotidiano con fama y fuegos artificiales. Nunca fue así, de otra parte, sin olvidar que Ulises, de James Joyce, tuvo una primera edición de mil ejemplares que tardaron en venderse tres largos años.

Esa fama rebuscada y más falsa que un billete del Monopoly, ha tumbado a muchas grandes editoriales fascinadas por el encanto de invertir en mercadotecnia buscando unas ventas desmesuradas, a la par que alzaban al mediocre autor de turno a la lista de los más vendidos del mundo.

Seamos coherentes y aceptemos el hecho de que el texto número uno en ventas es La Biblia, seguido de El Quijote y los grandes de la literatura. El resto son castillos de naipes, pan para hoy y nada para mañana.

La fama y la excelencia jamás caminan juntas, ni siquiera se pasean por la misma vereda. Los autores buscan, hasta con cierta lógica, un reconocimiento por lo menos local, pero deben ser conscientes de que los esfuerzos para lograr su difusión tienen un costo, y que por mucho que se invierta en éste, lo único que impera es la calidad, no otra cosa.

Vender mucho hoy y nada mañana es triste y lamentable. Como siempre ha sucedido, y esto tiene una aplastante lógica, las grandes obras siempre estarán ahí, pero aquellas que son fruto de artificios, tanto en los contenidos como en la divulgación, perecen en un tiempo nimio. Paso a paso, mes a mes, año tras año, los buenos autores, sin precisar de estruendos y persistencias en los medios, van asentando sus obras con la fluidez que la literatura requiere.

Los grandes autores aún continúan siendo, al menos para la mayoría, auténticos desconocidos. Y esto no es culpa de una mala campaña publicitaria, sino, evidentemente, de la soberana estupidez colectiva donde todos nos vemos envueltos.

Francisco F. Micol

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