Francisco F. Micol Opinión Redactores

Los vulgarismos en la narrativa

Hace ya tiempo, tuve la extraña ocasión de leer una novela de antemano polémica: “Menos que cero” (Less Than Zero), del escritor estadounidense Bret Easton Ellis. A tenor del contexto sociológico donde habita su autor, llegué a preguntarme cómo era posible encontrar tanto vulgarismo en las altas esferas de la sociedad angelina. Y más aún, si esta jerga repelente era real o insertada en la historia deliberadamente. Al margen de su calidad, que por cierto no tiene ninguna, la historia, narrada en primera persona, nos presenta a Clay, un joven de dieciocho años que regresa a su domicilio para disfrutar de las vacaciones navideñas. Allí se reúne con su ex novia Blair y se ve envuelto en un cúmulo de situaciones de abuso: consumo de drogas, fiestas y reencuentros con sus antiguos amigos.

El autor intenta en vano justificarse diciendo que el dirty realism (tendencia literaria de la narrativa estadounidense que se caracteriza por centrarse en ambientes urbanos y temáticas sórdidas) juega un importante papel en el contexto juvenil de EE.UU, denunciando con tal título una situación que supuestamente bien conoce.

Dado que Norteamérica sufre, más que goza, de una mezcolanza ciertamente caótica, era posible disculpar algunos aspectos de la muy mediocre narrativa empleada por el autor. Luego de tanto era su primera novela, curiosamente alzada al grado de best seller (superventas) a pocas semanas de su edición.

Pero lo imperdonable, desde todo punto de vista, es el exceso de términos obscenos, encadenados oración tras oración y que promueven una repulsa inmediata a pocas páginas desde su inicio.

La prosa permite usar registros léxicos que recorren todo el espectro de la sociedad, cosa que de otra parte no tiene mérito alguno. El equilibrio de una historia versa en emplear un lenguaje digno durante toda la narración, pudiendo llegar a los términos más exquisitos y, de igual modo (dependiendo de la semántica), a aquellos menos afortunados que por lo general se ponen en boca de los personajes.

En España, ya agotada su muy limitada inventiva, Camilo José Cela puso de moda los términos soeces, llegando a demostrar que los malos y pésimos autores podían usarlos para tratar de disipar la inexorable mediocridad que les adorna.

De origen carcelario, en su mayoría, como también del submundo marginal que circunda los narcóticos y la prostitución, nos llega un centenar de términos a cuál de ellos más repugnante y desdeñable.

La burda cinematografía los ha acogido con un especial cariño, sobre todo en nuestra España tan moderna y cosmopolita. Verdaderamente, la cosa denota una supina incultura y, así mismo, la completa carencia de dignidad para contar una historia al menos interesante.

Todos los grandes autores de la literatura nos enseñan (aunque para ello es requisito imprescindible leerlos, claro) que las más sórdidas historias se narran con talento y un fascinante buen gusto, cosa que muy lejos queda de hacerlo empleando registros suburbanos y malsonantes.

Lázaro Carreter nos demuestra la insondable diferencia que existe entre el lenguaje hablado y el escrito. Esa zafia manía de darle veracidad a una narración a costa de diálogos menos que arrabaleros, suscita de inmediato una absoluta repudia del texto, condenándolo al gesto aprensivo y de rechazo.

El léxico, sobre todo en español, dispone de casi infinitos medios para bucear en los ambientes más inmundos sin necesidad de emplear los tan malsonantes vulgarismos. Una historia (relato, cuento o novela) no es más real porque usemos términos muy comunes en el habla cotidiana, todo lo contrario; la prosa dispone de mecanismos que suplen con asombrosa facilidad el empleo de palabras groseras, ofreciendo una dimensión muy veraz y más contundente que escribiendo las mismas.

Las justificaciones para el uso de términos soeces son tan peregrinas como inútiles, pues la excelencia de una obra versa precisamente en narrar historias muy intensas sorteando los malsonantes y horribles vulgarismos que parecen fuera de contexto no más leerlos.

La gran diferencia entre una palabra hablada y la misma escrita, estriba en cómo el subconsciente se acomoda o no al registro donde surge ésta, aceptando lo coloquial pero rechazando las secuencias impresas. La memoria juega un papel fundamental en esto; mientras que el lenguaje hablado fluye divergente sobre un tema cualquiera, el texto nos impone una visión oclusiva, cercada por la estructura temática de la narración. En una conversación, pronto olvidamos las palabras superfluas, pero no sucede igual con el lenguaje escrito, donde el término se transforma en un punto referente sobre el cual convergen todos aquellos que lo bordean.

En Hombres de maíz, del magistral Miguel Ángel Asturias, se describe la violación de una mujer usando para ello la fálica mazorca gramínea. El texto es tan poderoso y lacerante que conmueve sobremanera, y lo mejor es que el gran autor guatemalteco no emplea ningún término soez para tan brutal retrato.

Nuestro inigualable Francisco de Quevedo fue, sin duda, el más ácido crítico de todos los tiempos, con un estilo tan elegante que sorprende por su fascinante talento para usar los circunloquios.

Esa prosa barata y miserable que nos asalta ya con demasiada frecuencia, sólo nos resume la tosca inspiración de su autor y la mala manera de expresar la dudosa historia que trata de contarnos.

El empleo de registros léxicos debe cuidarse en extremo, pues no debemos olvidar que una sola palabra rabalera puede destrozar todo un parágrafo y por ende el capítulo completo.

Evitar los vulgarismos es un buen ejercicio para expresar ideas sin que éstas se vean mancilladas por el léxico que las soporta. Los grandes maestros de la narrativa lo han demostrado durante muchos siglos. No queramos inventar nada nuevo con excrecencias del lenguaje que de otra parte delatan la mezquindad de su autor y para nada la originalidad de lo narrado. En el buen gusto reside la calidad del arte.

Francisco F. Micol

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