Francisco F. Micol Opinión

Docentes y alumnos

Siempre se ha dicho que una persona va a la escuela para aprender a leer y escribir. Era antaño una convicción por parte de los progenitores, entendiendo que el lenguaje resulta imprescindible y vital para poder expresar ideas y comprender otras ajenas a nosotros mismos. Se decía esto con agrado, afablemente, animando al chiquitín con entusiasmo, orgullo y satisfacción. En aquel entonces, y no hablo de la Edad Media sino del siglo XX, el alumno portaba una cartera con el libro de texto y el respetado cuaderno donde hacía los deberes: dictados, ejercicios de redacción, copiados, operaciones aritméticas y muy poco más. Leer en voz alta, uno a uno, de pie, con claridad para que todos sus compañeros le entendieran, enseñándole a declamar con una sencillez encomiable. Leer un texto, de Pérez Galdós, por ejemplo, respetando las comas, los puntos y comas, las frases entre paréntesis, el punto y seguido, el punto y aparte, el punto final.

Concluido el parágrafo, aquel buen docente nombraba a otro alumno que proseguía con el texto, en voz alta, despacio, articulando bien las palabras, dándole sentido a la frases, a los símbolos de exclamación e interrogación, siempre enseñándole la cadencia de los puntos suspensivos, poniendo ejemplos muy cotidianos que todos usamos desde la infancia. Y los niños se divertían, ni qué decir tiene; disfrutaban con aquello quizá sin saber la importancia de lo que estaban aprendiendo. Luego llegaba el rato destinado al dictado, otro texto, de Azorín al caso, declamado con buena eufonía, haciendo énfasis en las comas, en los símbolos de admiración, modulando la voz para los diálogos, recitando en voz alta los bellos escritos de Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró, Ignacio Aldecoa, Ramiro de Maeztu, Manuel Machado y tantos como iban siendo presentados a un colectivo expectante que iba absorbiendo nuevas palabras para ser consultadas en el honorable diccionario.

Alumnos 3Los viernes, aquel entrañable maestro encargaba un ejercicio de redacción basado en un tema de ámbito doméstico: mi madre, mi padre, mi hermanito, la tía, los abuelos, el párroco de visita en la casa de alguna anciana moribunda, la llegada de los primos para el almuerzo dominical, las horas destinadas a cuidar los animales domésticos, todo aquello que constituía la vida del alumno. Y siempre, el lunes eran entregados en los pulcros cuadernos, primero la media página, luego la página entera y enseguida las dos o tres, los retratos sociales que habían creado todos los pupilos, aquellos que iban a la escuela para aprender a leer y escribir.

Lápiz, sacapuntas y goma de borrar, copiados y caligrafía, aprender a trazar, casi dibujar, la eñe, la be, la efe, la jota, la i griega, la uve doble, la o con su moñita, recitando el alfabeto con un fondo de tonada, aprendiendo a buscar la palabra o el término en el solemne diccionario, porque la jota está después de la i y antes de la ka. Y el cuaderno, de doble línea al principio, luego de línea simple que pronto ya era liso sobre la falsilla rosa o azul, iba atesorando todas las prácticas del lenguaje que el alumno realizaba desde los tres años y hasta que concluía su bachiller.

Casi jugando, porque de eso se trata, los alumnos llegaban a dominar el lenguaje admirablemente, sin faltas de ortografía, sabiendo respetar la gramática y la sintaxis, abordando al mismo tiempo las grandes obras de la literatura universal. Entonces había maestros, hombres y mujeres de vocación docente, risueños, con franciscana paciencia para explicarle al alumno la diferencia que hay entre el por qué, el porque, el por que y el porqué. Se hacían comentarios de texto, análisis de oraciones, pequeños preludios filológicos sobre poemas, obras teatrales, prosa poética, aforismos, frases extraídas de El Quijote, de El Criticón, de la Biblia, subrayando la evolución de nuestra Lengua con lecturas de El conde Lucanor y La Celestina.

Alumnos 2 (2)Días antes que terminara el curso, los alumnos representaban una obra de teatro en el auditorio de la escuela, con la concurrida asistencia de los progenitores, hermanos, tíos, abuelos y primos más mayores. Un sainete, piezas humorísticas a veces escritas por el propio maestro, usando la utilería y el vestuario más convincente que no requería de grandes lujos ni excesivos gastos. Y esta enseñanza, esta manera de enseñar, logró convertir en personas a los iniciales muchachitos que se llegaban tan ignotos como los de nuestro presente, pero que luego del bachiller dominaban la prosa, el verso y la dramaturgia, sabiendo declamación y cómo leer ante el público.

Curiosa y dramáticamente, los alumnos de hoy ultiman el bachiller con más ignorancia que cuando emprendieron los estudios, sin exagerar lo digo, pues no saben leer, ni mucho menos escribir, y menos aún hablar en público. Me pregunto, pues, qué han aprendido luego de catorce años yendo diariamente, de lunes a viernes, a la escuela. El rotundo fracaso del sistema educativo estriba en agobiar sobremanera a los alumnos con un interminable número de asignaturas ciertamente irracionales, elegidas por la clase política que pretende convertir en eruditos a los mismos discípulos de siempre, con el agravante de incrementar las materias a cada cambio de Gobierno. Y todo esto mientras que se sustraen las horas destinadas al conocimiento del lenguaje.

¿Cómo va a aprender un alumno filosofía si no sabe leer una simple carta? ¿Cómo se va a expresar dicho estudiante si no ha realizado en todo el bachiller ni un solo ejercicio de redacción? ¿Han pensado en esto los políticos? Y más todavía: ¿hay algún político que piense y le preocupe el sistema educativo?

profesoresPara enfatizar más este drama que amenaza con llegar a convertirse en tragedia, el cuerpo docente no sabe ni por dónde pasa el río Júcar. Esto tiene su explicación, desde luego. El nefasto profesor ha estudiado bajo las pautas de un sistema educativo tan inútil como absurdo, sin base alguna para no logrando una media en la Selectividad que le habría de permitir cursar estudios universitarios en el campo de la medicina, por ejemplo, refugiarse en el terreno de la docencia, y allí apenas aprende a cómo pasar el tiempo sin hacer nada de nada.

Por razones elípticas y hasta sórdidas, algún día logra la consabida diplomatura que le avala, en nombre de su Majestad el Rey, como profesor de música para los alumnos del primer ciclo de bachiller. Y entonces, ya con la plaza en propiedad, uno le pregunta: ¿pero sabe usted solfeo o, como ahora lo llaman, lenguaje musical? La respuesta es digna de Groucho Marx o nuestro genial Luis Sánchez Polack (Tip): «No, pero me alcanza con el libro de texto». Para más inri presume que va a enseñar flauta de pico, nada menos, y entonces la pregunta, aun sabiendo de antemano la respuesta, se hace obligatoria: ¿y sabe usted tocar la flauta? Con esa sonrisa de vergüenza y oprobio, casi en susurro, llega la contestación: «No, pero estoy practicando con el libro algunas posiciones de los dedos». ¿Y éste va a enseñar música a qué desdichados alumnos?

El tan temido mes de junio llega, como la muerte, por mucho que no queramos ni verlo. Fin de curso. En la mochila que pesa más de doce kilos, repleta de libros que apenas si fueron abiertos en el aula, junto a rotuladores, bolígrafos y papeles arrugados, está la condena, un papelito adentro del sobre dirigido al progenitor del muchacho. Al abrirlo estalla el escándalo. De catorce asignaturas, el pobre pubescente sólo ha aprobado, y mediando la divina providencia, no más que gimnasia (o educación física) y religión. ¿Cómo es posible semejante descarrío? Pero esa no es la pregunta, claro. Mejor indagar qué le enseñan en el colegio y quién está al frente de su aprendizaje. La media española habla del 80% de alumnos que suspenden, al menos, cuatro asignaturas por curso.

Es aceptable que en un aula donde cursan estudios treinta alumnos, suspendan algunas asignaturas (innecesarias y hasta ridículas) tres o cuatro de ellos. Pero resulta inadmisible que veintiocho estudiantes tengan un negro, amén de caluroso verano, donde se ven obligados a cumplir la condena de estudiar las muchas materias que no aprobaron de septiembre a mayo.

No hay malos alumnos, sino infaustos docentes y un sistema educativo que parece confeccionado, si lo miramos con humor, por el inolvidable Mario Moreno, Cantinflas, en alguna de sus inolvidables interpretaciones como maestro de escuela.

Aprender a leer y escribir. Vieja canción que nunca pasa de moda y hoy se añora con lágrimas de duelo y pésames de funeral.

Francisco F. Micol

3 comments on “Docentes y alumnos

  1. No puedo resistirme a felicitarle D. Francisco, por el presente artículo el cual comparto íntegramente (y creo que como la mayoría de los que disfrutamos del magnífico Plan del 57), y por su colección de artículos en este necesario magazine cultural y literario. Estaré esperando sus nuevos escritos en Septiembre. Un abrazo.

  2. Gracias, don Carlos. Lo cierto es que la verdad docente da mucha pena a tenor de los resultados obtenidos. Y culpar a los alumnos de un caos en el sistema educativo es algo más que infame. Le deseo feliz descanso estival y el ánimo que sobradamente merece. Reciba un cordial abrazo.

  3. josé carlos

    El artículo es tan generalista como injusto. Si la generalización de un comportamiento, así como de unos resultados ya es de por sí, un ejercicio fácil, aún resulta más estridente esta simplicidad cuando la generalización se basa únicamente en la búsqueda de un culpable. La sóla separación entre buenos y malos denota un falta de profunidad en el asunto tratado y además merma ostensiblemente la credibilidad de quien escribe. No se puede hablar de buenos y malos, y menos en educación, debería saberlo antes de ponerse a plasmar en un artículo aspectos que, desde mi punto de vista, evidencia una falta de asesoramiento cuanto no, una absoluta pasividad en la búsqueda de información. Los alumnos, los hay más o menos capacitados para una u otras materias, igual que hay maestros más o menos capacitados, más o menos motivados, más o menos ilusionados; igual sucede con periodístas o articulistas más o menos capacitados, cuya prosa deja, en muchas de las ocasiones, mucho que desear. Estoy seguro que sabrá ponerme muchos ejemplos, no hay más que ver la televisión.
    Sólo cuando raya el patetismo, sólo entonces, y a título personal, me permito hablar de buenos y malos, más que malos patéticos, pero de esto, muy lamentablemente, los hay en todas las profesiones. Algunos hasta llegar a gobernar países.

    Los culpables en nuestro sistema educativo son muchos, y creo que todos lo sabemos aunque no queramos reconocerlo. Están los maestros, algunos poco preparados víctimas de un sistema implantado por unos gobiernos a los que hemos votado y seguimos votando, que se basa en las especialidades ignorando una base cultural con más peso. No hay que olvidar, la responsabilidad, que ya lo he dicho, de los gobiernos y quienes les votan, así como también de las familias, no todas por supuesto, menos implicadas en la educación de sus hijos. Muchas de ellas víctimas también de nuestro sistema laboral, pero otras, más instauradas en la comodidad, han dejado que la educación recaiga sobre las escuelas olvidando que los maestros enseñan, no educan. Habrá que estudiar también qué clase de cultura es la que se propaga, la que se enseña, qué valores son los que predominan en una sociedad donde el excelente es marginado, donde las ayudas no van a quien más las necesista, etc… Por tanto, no puedo más que incidir en el error en que incurre su artículo.
    Soy maestro y aunque no puedo negar parte de sus razonamientos, lo lamento, pero la generalización en la que usted incurre, deja caer todo el edificio argumental que tan bien había construido.

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