Iván Robledo Narrativa

Primero son los Secundarios

Por Iván Robledo

Nos gustan las novelas que se miden por la grandeza que posee la pequeñez de sus personajes secundarios. Nos gustan porque son la piedra de toque de los protagonistas principales, ellos son los que los hacen grandes en sus ascensos a los infiernos convirtiéndolos en héroes o rufianes. Pero no es fácil ser un personaje secundario, se dicen entre ellos, aunque pagan bien. Nos gustan, en fin, las novelas en las que se puede distribuir a los protagonistas como en una alienación de fútbol femenino sabiendo que solo se recordará a la que meta el gol.

Los secundarios, esplendorosos, cuando llega el otoño de la novela y apenas nos acordamos de ella, caen como las hojas doradas al agitar el libro entre las estanterías, y al recordar qué le pasaba a la heroína, la evocación del secundario es solo una sombra que ni siquiera mancha. Cuando se saca a pasear el libro caen los secundarios de entre sus páginas igual que las piezas de un viejo trasto, esas que sobran cuando tratamos de volver a montar un motor que previamente habíamos desmontado no siempre con motivo. Esas piezas, los secundarios, ese manubrio de forma incomprensible que ahora no sabemos dónde iba pero que no impide que el motor vuelva a funcionar, es el secundario. Lo que poca gente sabe, y así debe seguir siendo, es que ellos se sienten muy orgullosos de lo que son porque saben que nunca faltará quienes los quieran por lo que fueron, a veces una sonrisa, a veces unas páginas de relleno henchidas de buenos momentos sintácticos. Porque el buen recuncho o recacha sintáctica es el caprichito de quien escribe con ellos cogidos del brazo, esa licencia no autorizada del autor con la que les da vida.

Los personajes secundarios se reconocen entre sí, esto es cosa sabida, pero callan por oficio y prurito. No les gusta presumir de que no les gusta presumir. Se saben fuertes en sus flaquezas pero lo llevan con la honradez de hortelano aciago. Saben que hoy morirán épicos por cualquier causa noble pero mañana, ¡ay, mañana!, tendrán que hablar como una nena con coletas, o un colegial o un bobalicón que hará sonreír, o no, a un lector que ignora cómo tras esos secundarios hay una vocación y un trabajo ímprobo. Solo ellos saben de la dureza de su responsabilidad. Los secundarios, entre líneas, se miran y sonríen sin que se note, asisten a la obra viendo cómo a los protagonistas les pasan cosas mientras que ellos son, aunque ufanos, simples cosas que pasan.

Los secundarios, que son personas duras, de carácter recio y orgulloso, aman su trabajo. Se saben herederos de sagas que nadie, salvo ellos, pueden sacar adelante. Llevan haciéndolo siglos, desde que el hombre comenzó a olvidar leer. Sin ellos, y esa es su fortaleza, las historias que se cuentan serían estúpidas. Nadie aplaudiría a un paladín que no matara al menos a quince secundarios, que para eso están, ni nadie lloraría con la estoica doncella de sabor a magdalena que ha de elegir entre su galán y otros esos cinco secundarios generalmente estúpidos. Pero que no lo son, reconozcámoslo, pues hay que reconocer el esfuerzo que supone intentar seducir a la prístina protagonista para, una vez frustrada sus esperanzas de secundario, regresar a su casa con su familia, sus hijos y la satisfacción de un trabajo tan bien hecho que nadie reconocerá.

– ¿Qué has hecho hoy, cariño?

– He intentado seducir a una mujer de armas tomar. Casi lo consigo, pero era pelirroja.

– Me gustas más cuando los detectives te matan en los callejones oscuros y malolientes.

– ¿Estás celosa?

– No, es que a la vuelta puedes traerme la compra.

Y ellos, los personajes secundarios, les sonríen a sus esposas principales que tanto los quieren.

Porque en las vidas de estos personajes de relleno, los protagonistas principales de las novelas son los secundarios. Así es la vida, se dicen mientras descansan entre capítulo y glosa esperando, los que no han muerto todavía, a volver a salir para hacer sus escenitas. Los secundarios disfrutan con su esfuerzo sabiendo que el autor los escoge con sinceridad de entre sus amigos reales, que comparte con ellos nombres y vicios auténticos y que los viste o desnuda como jamás se atrevería a hacer con un protagonista principal, que es gente de mucho mirar con eso del respeto literario. A ellos, a los secundarios, no les importan estas simplezas, son profesionales y no trabajan para un autor, al contrario que los protagonistas principales, sino para los lectores. Y reconocen que pocas cosas les gustan más que ver que cómo esos devoradores de libros disfrutan con la novela en la que ellos salen solo en una línea, de sus quinientas páginas.

– ¡Te mataré!

Pero no lo hace porque siempre lo matan a él antes. Luego, cuando se pasa la página,  se levanta, y si le pilla cerca hará la compra con andares de zar victorioso.

La sabiduría del oficio les otorga la dicha de saber que las grandes novelas, también las pequeñas y las enanas, pasan igual que pasan sus magnas estrellas de tinta, sus heroínas que hoy presumen de ser rebeldes obligadas por las circunstancias. Saben que vendrán nuevos titanes, nuevas guerreras de las de sangre y daga afilada, o de las de llanto y fino encaje, nuevos autores y nuevas modas. Lo saben, sí, pero sobre todo saben que, sin ellos, no habría novelas.

– Ayer tuvieron que matarme en el segundo capítulo. Estuve doce horas apuntando a la chica porque el detective no llegaba. Si tarda un poco más disparo y punto, tenía ya calambres en el brazo y me dolía la cara de tanto poner expresión de malo e insultarla ¡con lo maja que era!

 

Los escritores Iván Robledo y Carlos de Tomás en un encuentro en Galicia

Iván Robledo

Escritor. Colaborador en diversos medios de comunicación de Andalucía (Diario Sur, Diario Jaén) y Galicia; participa en la redacción de diversas publicaciones digitales en Santiago de Compostela, ciudad en la que reside.
Es autor entre otras obras de las novelas «Cinco días para matar al Papa«, «Se alquila piso para estudiantes» y «La guerra de Leda Aguiño«, y su última novela: «La señorita Arcade«.

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