Iván Robledo Opinión Redactores

Pecados muy originales

Del mismo modo que existe el pecado original, los hay también que son mediocres, tirando a vulgares, pecados poco o nada llamativos en realidad pero que existir, para qué negarlo, existen. Hay algo sin embargo que caracteriza a unos y a otros, algo que comparten todos esos pecados al tener en común que todos nacemos con ellos pero no tenemos conciencia de su existencia hasta que alcanzamos un uso de razón más o menos tangible. Dejando de lado el enojoso asunto del pecado de Eva y Adán, esa otra falta original de la que pretendemos hablar ahora la descubrimos con no poca sorpresa cuando aún somos demasiado tiernos para liarnos a colmillazos, cuando ni apenas nos tenemos de pie en equilibrio. Nos llega, como todo en esta vida, un día cualquiera sin importar siquiera la hora, sin avisar, cuando un señor que no conocemos y que está de visita en casa nos pregunta sonriendo sin motivo aparente:

– Niño, ¿y tú de qué equipo eres?

Ni siquiera sabemos lo que es un equipo, pero por suerte alguien de la familia nos sale al quite por chicuelinas:

– Primero es del Meloncillos (fútbol club, aunque esto último lo descubrimos años más tarde), y después del Barcelona (o del Madrid, que tanto da para lo que nos ocupa ahora).

futbol-1Aclarando por si hiciera falta que el Meloncillos es un equipo de ficción, se trata de esa hora aciaga en la que descubrimos cómo durante toda nuestra corta vida hemos sido, sin saberlo, furibundo seguidor de ese Meloncillos (fútbol club), que resulta ser el pueblo donde nació tu padre, o tu abuelo, y que además tenemos carné de socio que lo acredita, carné de socio número ocho de un total de diecinueve, carné de hincha con todas las de la ley incluida la ley de la botella (ya sabe, el que la tira va a por ella con toda su jurisprudencia), la norma implacable que impera en ese fútbol de barro y pelota descosida.

Saliendo como de alguna nebulosa sideral comenzamos a comprender ciertas cosas a partir de ese día. Por ejemplo, el afán tribal por regalarnos pelotas y balones (que no son lo mismo, como pronto descubrimos), con motivo de cualquier celebración o día señalado porque por desgracia sólo al cabo de muchos años, demasiados como para poder remediarlo, entendemos de una vez por casi todas que esas pelotas y esos balones son solo el remedo celtíbero de las vainas de aquella película de invasores cósmicos que robaban cuerpos. Recuerden, esos que te colocaban cuando dormías una vaina debajo de la cama, en este caso una pelota de fútbol, y te despertabas perteneciendo a un equipo, a una hinchada, a una afición y, si el tiempo es propicio, acabas siendo socio de los de medio día del club y descuento en la verbena de las de recaudar fondos para arreglar los urinarios del ‘estadio’.

Objetiva y culturalmente, ser del Meloncillos (fútbol club) no está mal. Es algo que no tiene mayor importancia si lo pensamos con frialdad glacial, pero tampoco es cosa que convenga airear en demasía por atávicas razones. Tal vez por eso nuestros padres nos asignan otro equipo de mayor enjundia y logros bizarros, esos de los de levantar copas como el Barcelona, o el Madrid, incluso el Bilbao en casas de gran romanticismo. Ser de este otro gran equipo era el que nos permitía ir cada día al colegio y que no nos apedrearan cuando el tema del balón saltaba detrás de cada mata porque siempre había alguien que amaba esos colores como los ama nuestro padre, con devoción filial. Ellos saben que cuando somos todavía niños no lo podemos saber, como tampoco comprendemos eso de la Santísima Trinidad o la factura de la luz, pero sí que con el tiempo nos daremos cuenta de la importancia de ser de un equipo puntero. A nadie en su sano juicio se le ocurriría llegar un lunes a clase y hablar del Meloncillos (fútbol club), sería algo suicida entre infantes que saben rematar de cabeza y de tacón, y el jugarte una colleja por el equipo de un pueblo que ni siquiera sabemos dónde está en un mapa resulta desproporcionado a primera y ulteriores vistas. En cambio, siempre podremos comentar algo del Barcelona, o del Madrid, y hacer gala de la épica de ese gran gol que marcó Fulanito en esforzado escorzo (como dijo un señor en la radio), o la tremenda parada con la puntita de los dedos de Menganito al disparo envenenado (esto otro lo escuchamos en un área de servicio) del rival. Y, si tenemos suerte, incluso nos permitirán jugar el partido de ese día en el recreo aunque no seamos el dueño del balón, ese niño tan torpe que siempre juega a pesar de sus patentes limitaciones atléticas, pues para eso la pelota es suya y lo eligen o no hay partido.

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Descubrir a partir de cierto momento que has nacido siendo forofo de un equipo de fútbol por decisión de tu padre (Progenitor A, por lo general) debiera estar, cuanto menos, regulado por la autoridad. Es más fácil abandonar la casa paterna que el equipo que te endilgan cuando naces, y el horror de descubrir cuando ya estás en edad de merecer un puñado de fotografías tuyas vestido con el uniforme de ese equipo, con piernas de butifarras y pantalón remetido haciendo taleguilla agarrando un balón (¡siempre un balón!) en un costado como la violetera, debiera ser causa de prodigalidad afectiva.

Pero, ¡ay!, bien sabemos que contra la furia de la naturaleza no se puede luchar. Que tu madre te abrigue cuando ella tiene frío o que tu padre te enrole de por vida en su equipo son pecados originales porque ellos, Progenitores A y B siempre serán para nosotros nuestros primeros padres. Lo cual no quita que incluir una casilla, por pequeña que sea, en cada certificado de nacimiento para que el retoño pueda quitar o cambiar el equipo ‘con el que se ve nacido’, a veces se agradecería. O no.

Iván Robledo

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