Iván Robledo Opinión

Cuidad los vicios

Vicio 1Deberíamos cuidar más nuestros vicios porque serán los únicos que permanecerán fieles a nosotros hasta la muerte. Aunque no falta quien afirma que somos nuestros vicios, los que nos acompañan y aquellos contra los que luchamos, esto último nos parece mucho decir porque los vicios de unos son virtudes para otros, lo que nos lleva a un círculo vicioso del que no saldremos ilesos a fuerza de discutir. Lo cierto es que la mala prensa de los vicios viene de antiguo, de cuando solo se conocían algunos y ni siquiera demasiado bien, cuando se afirmaba en rotundo escolástico que el vicio es el hábito malo que hace malo al hombre. Esta sí que era una definición bien hecha, completa y perfecta, hasta que a alguien se le ocurrió añadir que el hábito no hace al monje, y volvió a enmarañarse la cuestión. Porque de los vicios existen tantas graduaciones como inquisidores y viciosos revueltos, e incluso existen ciertas definiciones de vicio que podrían calificarse de simpáticas o inocuas, casi llevaderas, como cuando para calificar algo bueno decimos que está ‘de vicio’, o irónicamente llamamos ‘vicio’ a la exagerada afición por algo que podríamos decir bueno en sí mismo, como es ver trabajar a otros.

Pero vicio, lo que se dice vicio, o es algo pernicioso o no es tal. A nadie se le afea una vida disoluta o unas costumbres malevas por su acrisolada virtud, sino que cada cual con su moralidad de bolsillo siempre llamará vicio a algo malo, que ya luego habrá tiempo de discutir malo para quién. Generalmente lo es para el vicioso, pero como toda mala práctica más pronto que prontísimo acabará redundando en los demás, a pesar de haber consenso en que inicialmente debe anotarse en el debe del autor. De ahí que nadie se tome en serio a los que presumen de sus vicios, que es costumbre aún más reprochable si cabe que la de andar presumiendo de virtudes. En los vicios la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda o no será vicio sino  provocación, ya que si algo caracteriza al vicio es la soledad del autor, que el vicio nace, como nos aclarara Quevedo hace un tiempo, para oculto. Si se presume de él, es falso, qué le vamos a hacer, aunque lo oculto en estos casos no sea equivalente a arcano porque no hay visillo que todo lo tape. Y además de oculto el vicio debe ser mancomunado, pues otra de sus características es que no se comparte. Si a un fumador se le pide un cigarro no es para compartir el vicio, sino porque el otro es un gorrón. Hasta el vicio de pedir tiene su virtud correctiva.

Vicio 2Cuestión relacionada es la importancia que pueden alcanzar los tan denostados vicios, y que estriba en cómo salpican a quienes no tienen nada que ver con el actor. Así ocurre con los llamados vicios del consentimiento, esa ciénaga jurídica que hace saltar un acuerdo echando por tierra cualquier contrato por culpa, que ya es decir, de una voluntad no siempre bien formada, o ausente o, como es el caso, viciada, para entendernos. Del mismo modo podemos ver esa trascendencia en los conocidos como vicios ocultos, preferiblemente de las construcciones, tan sospechosas de racaneo y malas artes que hasta la ley en su desidia concede al receptor un plazo por si estos acaban apareciendo. Y no al contrario, lo que resulta curioso.

Dejando de lado estas cuestiones y para no viciar más el ambiente, de entre todos los vicios tratados aquí nos quedamos con los domésticos por ser más conocidos y entrañables, y de entre ellos preferiblemente con los de la lectura. No son vicios en un sentido académico o moralista, es cierto, pero los llamamos así para darles empaque y ese cierto aire a pimienta que nunca sobra. Es sabido que existen tantas formas de leer un libro como de ponernos melancólicos, e incluso la misma persona no lee igual el mismo ejemplar según el día o el entorno. Pocas veces nos paramos a pensar en ello, pero tenemos que reconocer que resultan deliciosos esos vicios de la lectura que acompañan a los buenos lectores alimentando el cuchicheo ajeno y la admiración de los más. Son las costumbres de datar el libro con la fecha de su compra o regalo, a veces con canoras palabras, o anotando la fecha de su finalización, o acaso la promesa de hacerlo algún día. O el hábito, o vicio, de leer lápiz en mano como espada flamígera de guardián de algún paraíso para subrayar, acotar, tachar o anotar a pie de página o en el costado lo que nos viene a la cabeza, palabras jugosas que de cosecharse adecuadamente debieran tener su lugar en un volumen propio. O el vicio primigenio de marcar la página donde se deja la lectura con la dolorosa práctica de doblar su esquina, con lo mal que eso cicatriza, o emplear para ello una fotografía de la que se escapa algún sentimiento, o una flor de la que se escapa alguna hormiga. O quien solo puede leer sobre una mesa, o quien es capaz de hacerlo montado en un monociclo, o, en fin…existen diez mil maneras de leer un libro, y una sola de no hacerlo. No se puede pedir más originalidad.

Por cierto, tanto hablar de ellos y sigue sin quedarnos claro por qué el femenino del vicio es la algarroba, también llamada vicia.

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