Iván Robledo Literatura Opinión

No hay mar que cien años dure

Nuestro planeta, la Tierra, cae mal. De siempre. No sabemos si es su color, su forma, su olor, pero el empeño que tienen los asteroides en destruirnos cada seis meses comienza a ser sospechoso.

Nos tienen manía y no es por culpa de los hombres, que ya pasaba cuando solo había dinosaurios y eran bastantes simplones e inofensivos a lo que se ve, sino que la tirria viene de mucho antes de que inventaran el fútbol, lo que sí justificaría semejante fenómeno. Este año, para no ser menos, han vuelto a avisarnos del día y la hora en la que se acabará el mundo por la gracia de uno de esos meteoritos, y será para que lo grabemos con el móvil, se supone, que otra cosa no podremos hacer como acierten. No faltan, por supuesto, los cenizos que opinan que el mundo en realidad se acabó hace tiempo, cuando lo de los mayas, pero que estaba tan mal que ni se notó su destrucción, algo que parece excesivo admitir.

Sea como fuere, lo peor del fin del mundo llegará el día siguiente cuando los telediarios no hablen de otra cosa, nos inunden con programas especiales, con testimonios de vecinos que fueron testigos y con tertulias repletas de analistas especializados en fines del mundo, sin olvidar las manifestaciones y paros, manifiestos y concentraciones a favor o en contra del fin del mundo en cualquier ciudad. De ser cierto que el universo tiende a infinito, aunque sea difícil comprobarlo, la puntería de los asteroides homicidas no puede ser casualidad sino mala uva.

Viaje a la luna

Conociéndonos, cuando llegue el día de la hecatombe solo los más avisados tendrán preparado un lugar en el que refugiarse a salvo de las incontables molestias que previsiblemente traerá consigo el fin del mundo. Ese lugar, tan cercano y al mismo tiempo tan desconocido, es debajo de la cama, el reino que se nos concede al nacer, soberano, inviolable e inabarcable. Todo cuanto pueda pensarse cabe debajo de la cama. Allí viven nuestros monstruos y se guardan los zapatos que cada día han dejado nuestra huella al cruzarse con el resto de los nuestros. Debajo de la cama se esconde lo que no quiere ser visto pero sí encontrado, y allí nos guarecemos cuando las tormentas del día a día amenazan con hacernos zozobrar. Esconderse debajo de la cama es buscar esa luz única capaz de iluminar los amores que deben permanecer a oscuras y los llantos que nadie puede escuchar, los que regarán la semilla de ternura amarga allí plantada para que brote otro día tomando la forma que debe ser, que nunca es la que soñamos. Debajo de la cama llegamos a ser generales, o capitán de velero bergantín en ese mar que, allí abajo, se extiende del uno al otro confín.

Cuando el mundo está a punto de acabarse los niños se esconden debajo de la cama sabiéndose a salvo. Y no se equivocan, pues al salir descubren que aquel mundo que les hizo huir se ha acabado, ya no existe, ha sido restaurado y de nuevo hay un lugar para ellos donde todo es volver a empezar.

Por desgracia para la mayoría de nosotros, escondernos en ese lugar exige tener un alma tan grande y una sensibilidad tan extrema que debajo de la cama solo caben los que saben hacerse niños, y pocas veces damos la talla. Por suerte, sin embargo, aún quedan personas capaces de hacerlo, y bajo la lámpara de sus miedos nos escriben a vuelta de correo. Lo sabemos porque a veces, muy de vez en cuando, encontramos algunos de estos escritos en forma de libros y al abrir sus páginas y cerrar los ojos podemos decir sin terror a equivocarnos que ‘ese libro ha sido escrito debajo de la cama’. Es algo tan difícil de explicar que cualquiera puede entenderlo solo con verlo y, sobre todo, acariciarlo entre líneas. Son esas historias que todos hemos vivido al atrincherarnos debajo de la cama, las historias que viven ocultas detrás de las cortinas, las que cobran vida por las noches cuando todos duermen, las que nos asaltan al despertar cuando quedan solo unos minutos para que suene el despertador, historias en las que nadie quiere creer porque son verdad. Son libros que recogen las páginas desechadas de la vida de tantas personas que para comprenderlas hay que leerlas también debajo de la cama, como cuando éramos adolescentes que jugábamos a ser adultos.

Hay libros escritos debajo de la cama porque son libros que solo pueden ser amados si se leen allí abajo a salvo del mundo que se desmorona al otro lado, como supervivientes mientras llueven meteoritos o como náufragos mientras se ahoga la humanidad. Sus páginas son el recuerdo vivo del mundo que podremos, si queremos, encontrar a nuestra vuelta. Entre sus capítulos estarán las vidas que querremos vivir, las personas a las que querremos amar y los otros libros, cientos de ellos, que nos recordarán aquella tarde, aquella noche, en que leímos a hurtadillas lo que otra persona que nos conoce bien sin saber quién somos, escribió para que su legado permaneciera. Esos libros, escritos para ser leídos debajo de la cama, contienen la herencia de las cosas que siempre serán nuestras, las que guardamos junto a los monstruos que allí viven mientras dormimos.

Iván Robledo

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