Iván Robledo Opinión Redactores

El arte de naufragar

Herrar es humano, exclusivamente humano.

Al contrario de lo que ocurre con el errar, que es torpe habilidad compartida con otros seres vivos, solo al humano, ya sea como ser o como estar, se le ocurren cosas tales como herrar o marcar a fuego a esclavos o delincuentes para eterno oprobio. Tal vez porque la hache sea muda y no puede hablar ni protestar. Más allá del alma, el gen de la mala leche que tenemos y que nos diferencia de los animales solo es comparable al que nos lleva a hacer geniales locuras y, con el tiempo, sacarles algún provecho. Así es como conocemos que a ningún animal, que se sepa, le ha dado por construir barcos. Y naufragar después, claro. Lo cierto es que cuando se prueba el agua del grifo resulta complicado entender cómo la vida nació en semejante líquido elemento, y pretender volver a esa agua en barco, o barca, parece un despropósito solo equiparable al de reescribir novelas clásicas solo porque no nos gusta cómo acaban. Echando la vista atrás vemos que la relación entre el hombre y el mar no siempre ha sido pacífica. El fondo del mar es todo un mundo al revés, el negativo de una fotografía (de cuando había negativos en fotografía, se entiende), un huecograbado en el que el hombre no pinta demasiado, una pieza que encaja en la otra, la máscara funeraria de nuestra vida en la tierra.

Aunque las razones para cualquier naufragio pueden ser diversas, el mecanismo es siempre el mismo: ahora se está arriba, ahora se está en el fondo, y esos peces siniestros que antes veían pasar la oscura panza de los barcos ahora los ven hundirse relamiéndose con sus lenguas de peces (¿las tienen?) ante semejante manjar. En nuestra indigencia no tenemos constancia de cuándo se produjo el primer naufragio, pero algo nos dice que fue en tiempos de algún atolondrado cromañón sin experiencia previa (fue el primero y hay que disculpárselo) que subido a un tronco sirvió de alimento a las sardinas por vez primera, y desde ese día de sílex sus descendientes poco hemos avanzado en la cosa de los naufragios de no ser por la carga emotiva que poseen algunos por encima de otros, que no es lo mismo hacerlo en un Titanic, pongamos por caso, que en un arrastrero del jurel, que hasta para naufragar se exige un estilo y una distinción muy al gusto del capitán Ahab, y su Pequod en esa mítica novela que se escribió para entretener al personal mientras nacía y tomaba forma Gregory Peck.

Son tantas y tan variadas las novelas escritas sobre naufragios que comenzamos a sospechar que hay escritores que son gafes. Gafes del oficio, sí, de los que tienen mal ángel como en la historia del bíblico Jonás. Embarcar entre la tripulación a algún escritor es jugártela con el destino provocando al azar, una garantía de naufragio para que el tipo de la pluma pueda escribir después una novela sobre naufragios porque, y he ahí la tragedia, es el único que acaba salvándose, o no habría libro. Nada tiene que ver la triste podredumbre del narrado por García Márquez con lo heroico de la época de los descubrimientos, o con el paradigma del náufrago, el señor Crusoe, pero todos tienen en común que nunca les ha faltado un novelista que pusiera blanco sobre negro sus dramáticos chapoteos hasta alcanzar una orilla que suele ser idílica, pues por alguna razón ninguno acaba alcanzando a nado la pestilente ría de Bilbao, no, que todos arriban a playas pobladas bellas nativas y tesoros ocultos.

Pocas cosas se asemejan más a la escena de un naufragio que una librería, donde sobre un mar de tinta flotan al albur de las olas los volúmenes como restos hundidos de algún galeón, yendo de acá para allá sin tierra prometida a la vista ni Rodrigo de Triana que les cante. Al entrar en una librería nos sacude el vaivén del oleaje y nos envuelve el silencio del fondo del mar, y es entonces cuando sentimos la necesidad de agarrarnos para sobrevivir a alguno de los ejemplares que flotan en la superficie. En las librerías, las de cemento y las de tenderete, el pie vacila porque no toca el fondo, si es que lo hay, incapaces de ver las alimañas abisales que nos rondan. Pensamos que tal vez deberíamos huir, escapar de la tragedia, pero decidimos quedarnos porque de algún modo somos parte de todos los naufragios. Flotamos sobre pecios que albergaron las historias que ahora afloran a nuestro alrededor, un fondo sagrado como cementerio de pasiones; caminamos entre las estanterías buscando donde agarrarnos para no perecer ahogados cuando el agua se retire sobre los cuerpos, ya muertos, de tantos que escribieron aquellas obras que ahora emergen sin haber conocido su suerte, ni de tantos otros que viven ahogándose viendo cómo se escapa sin provecho el fruto de sus desvelos y de tantos, tantos, que salen a esta hora, que siempre es la misma, para surcar ese mismo mar en el que su legado escrito será, tal vez, lo único que se salve de su naufragio, ese libro y ese lector que se agarre a él para intentar sobrevivir siquiera unas horas más de vida, las que dure su lectura.

Entonces es cuando se comprende que un escritor es, a fin de cuentas, solo alguien que pretende contarnos una historia sin que nadie se lo haya pedido.

Iván Robledo

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