Iván Robledo Opinión Redactores

El León de la Metro

No existe unanimidad entre nuestros sesudos contemporáneos acerca de cuál es el oficio más antiguo del mundo, más allá de cierta sospecha.

Pero donde sí hay acuerdo es a la hora de reconocer, como la segunda y la tercera más antigua, la de inventar un impuesto para que lo pague el primero y la de criticar lo que hizo aquel (respectivamente, por supuesto). Prioridades aparte, el asunto no tendría mayor importancia si no fuera por lo útil que nos resulta para mostrar hasta qué punto llega la habilidad de aquellos que, a la hora de cumplir la condena bíblica de ganar el pan con el sudor de la frente, se las ingenian para encontrar a alguien que sude por ellos, en esa eterna guerra entre lacayos y creadores. Y es que entre estos lacayos que viven del trabajo ajeno, solo hay una cosa que les provoque más satisfacción que decirle a otro que lo está haciendo mal, y es añadir después un “te lo dije” cuando lo ve estrellado. Ese decirle a alguien que se ha equivocado le causa al lacayo un cosquilleo libidinoso, casi demoníaco, desde que el mundo es inmundo, y eso es algo que viene ocurriendo desde que aquel primer tío cenizo, al ver el bisonte de Altamira, le dijo al autor que aquello era una birria sin futuro que no servía para nada porque, en efecto, en aquella época ya había tíos cenizos así y negar su existencia es no conocer la condición humana.

No podemos negar que si la humanidad ha avanzado algo desde nuestros primeros tíos, ha sido gracias a aquellos que no hicieron caso a los tíos cenizos y se liaron la piel de mamut a la cabeza para hacer lo que les apetecía, algo que permitió que en poco tiempo pudiera hablarse de arte. Cuando a alguien le da por hacer algo simplemente porque le apetece o porque le resulta bonito es cuando el pintar, el esculpir, el escribir e incluso el pensar por el mero hecho de querer hacerlo, una obra pude ser considerada auténticamente humana. Es la forma que tiene el artista de participar de la Creación transformando estéticamente la realidad, colmando hasta los bordes y derramando esa mancillada potencia humana llamada alma, la cosa que en ciertos ámbitos también se conoce como libertad para diferenciarla de lo correcto. Que los lacayos y los cenizos se hayan querido aprovechar de cada creación es inevitable pero no le quita valor a lo creado, y de este modo, en el atribulado discurrir de los siglos, hemos presenciado cómo se proscribían manifestaciones artísticas porque no representaban determinada aspiración religiosa o política, y cómo actualmente se rechaza una obra si no contiene el necesario mensaje social que dicte cada época, ya sea una moralina o una enseñanza acorde al sentir mayoritario.

Que el hombre necesite crear por la mera necesidad de crear es criticado hoy si la creación carece de ese ‘mensaje’, al igual que antes se criticaba si una creación no era trascendente. Se trata de los mismos perros con distintos collares para pulgas que nos ladran alertándonos de la presencia de lacayos y cenizos en las cercanías. Poco a poco va desapareciendo el entretenimiento, la creatividad o el simple disfrutar porque los lacayos y los cenizos exigen obras morales, lo cual nunca está de más, pero con una moralidad dirigida pues la libertad artística que exigen los cenizos hoy, como ayer y como mañana, es que sea acorde con lo que se conoce, en el colmo de la cursilería, adecuada a la ‘sensibilidad social mayoritaria’.

 

“El qué dirán” es, hoy, una nueva inquisición. La creación suena como un disco de vinilo en manos de los lacayos y los cenizos, los mismos que ayer pinchaban una cara y hoy, esos mismos, la cara ‘b’ de ese disco, siempre el mismo disco de hacer y escribir solo lo que se permite. Cuando se concibe el arte como parte de una misión social muere sin remedio, cuando se concibe el arte como medio para la transmisión de un mensaje queda el mensaje, es cierto pero muere el arte. Y muere el artista que, predestinado a morir casi siempre de hambre, solo puede escapar de su lástima a lomos de esa ‘sensibilidad social’ a cambio de un plato de lentejuelas que le regale unas horas más de vida. Si muere el arte morirá el último hombre libre dejando su lugar al subvencionado, al correcto, al comprometido y al acomodaticio de cada época. El último hombre sobre la tierra será un artista al que haya que cazar acusado de frivolidad, será aquel que denuncie cómo, gracias a quienes nunca se sometieron, Picasso pintó un ‘guernika’ y no reprodujo los bisontes de Altamira, o Balzac fue un monumento viviente dedicado a la cafeína.

Mañana, cuando nadie mire, ese último artista que quiso crear lo que le apeteció morirá, y esa mañana lo enterrarán mientras los amanuenses escriben sobre él algo que se venda, algo que no ofenda y, sobre todo, algo que se pueda compartir sin miedo al qué dirán. Sobre la tumba de aquel último artista colocarán una losa y una lápida en la que nadie, porque nadie se acordará más de él, podrá leerse: “Aquí yace el último que se creyó lo de ‘Ars Gratia Artis’. ¡Pobrecito!”.

Iván Robledo

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