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José Zorrilla, entre la culpabilidad y la rebeldía

Tres elementos marcan su obra drásticamente: la relación con su padre, su vida amorosa y su salud.

 Entré en una casa en ruinas

¡Malo será que haya minas!
Hierba entre las baldosas.
Polvo en todas las cosas.
Desconchados y ladrillos.
Y hasta un concierto de grillos.
La humedad cubría las paredes.
El misterio me atrapó en sus redes.
Los ruiditos de los muebles
y mis nervios algo endebles
fueron trayéndome miedos.
¡Ya me mordía los dedos!
Subí las escaleras.
Pocas estaban enteras.
Arriba no había luces,
así que caí de bruces.
De centro de telaraña
tuve que salir con maña.
Me levanté y, finalmente,
¡adiós a la casa demente!

José Zorrilla y Moral nació en Valladolid el 21 de febrero de 1817.

Heredó el nombre de su padre, José Zorrilla, un hombre conservador y absolutista, seguidor del pretendiente al trono Carlos María Isidro de Borbón y relator de la Real Chancillería. Su madre Nicomedes Moral era una mujer muy piadosa. Tras varios años en Valladolid la familia pasó por Burgos y Sevilla para al fin establecerse, cuando el niño tenía nueve años, en Madrid. Su padre trabajó como superintendente de policía y él ingresó en el Seminario de Nobles, regentado por los jesuitas, donde participó en representaciones teatrales escolares.

José Zorrila (1817/ 1893)

Tras la muerte del rey Fernando VII, su padre, quien era un furibundo absolutista, fue desterrado a Burgos consecuencia de la primera guerra carlista entre el infante don Carlos, hermano de Fernando VII y la hija de éste Isabel II, sucesora al trono. Zorrilla también sufrió los efectos por la tendencia absolutista de su padre y fue enviado a estudiar derecho a la Real Universidad de Toledo, bajo la vigilancia de un pariente canónigo en cuya casa se hospedó. Sin embargo ante el poco interés que mostraba por la carrera de derecho, el canónigo decidió enviarlo de nuevo a Valladolid para que siguiera estudiando allí. De vuelta a la casa paterna, tuvo que enfrentarse al sermón de su padre y también del futuro obispo de Córdoba y rector de la Universidad, Manuel Joaquín Tarancón. Ante el escaso interés por convertirse en picapleitos, como su padre le impuso, cualquier cosa le distraía, entre ellas sus aventuras amorosas, el dibujo y la literatura de autores como Alejandro Dumas o Walter Scott. Desistió su padre de que siguiera estudiando y decidió enviarlo a Burgos a cavar viñas, pero de camino al destino que su padre le marcó, Zorrilla robó una mula y con 19 años huyó a Madrid donde se desarrolló como escritor y donde pasó mucha hambre.

Cultivó todos los géneros poéticos: la lírica, la épica y la dramática.

Tres elementos marcan su obra drásticamente: la relación con su padre, su vida amorosa y su salud.

Sentirse rechazado por su padre debió ser muy duro para él, lo cual refleja en su obra cargada de culpabilidad, para superarla defendió un ideal tradicionalista muy parecido al seguido por su padre, pero en contradicción con sus ideas progresistas.

Dice en Recuerdos del tiempo viejo:

Mi padre no había estimado en nada mis versos: ni mi conducta, cuya clave él solo tenía.

Recuerdos del tiempo viejo

En el tema amoroso se puede decir que Zorrilla crea el personaje de don Juan basándose en su propia experiencia, quizás con menos conquistas en sus memorias, pero sí con la misma vehemencia en sus relaciones. El amor constituye uno de los ejes fundamentales de toda la producción de Zorrilla.

Don Juan Tenorio: es un drama religioso-fantástico dividido en dos partes, un drama romántico publicado en 1844 que constituye, junto con El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1630), atribuida a Tirso de Molina y de la que Don Juan Tenorio es deudora, una de las dos principales materializaciones literarias en lengua española del mito de Don Juan.

Como tercer factor importante para entender la obra de Zorrilla está su mal estado de salud. Sus alucinaciones y sonambulismo, de lo que habla en su autobiografía Recuerdos del tiempo viejo, aclaran parte de su obra. En Cuentos de un loco, encarna el papel protagonista, sin poder saber a ciencia cierta cómo le afectó el tumor cerebral que padeció a su comportamiento. Quizás la fantasía en su obra pueda responder a las consecuencias de su enfermedad.

La relación con su padre es tan frustrante para él que no deja de asomar en su obra, como en el caso de este fragmento de don Juan Tenorio.

Don Juan vuelve a su casa, un palacio en la ciudad sevillana convertida en panteón por deseo de su fallecido padre, quien ordenó antes de morir enterrar allí a todo aquel que hubiera muerto a manos de su perverso hijo. Don Juan Tenorio, encuentra panteón en lugar de palacio y al escultor de las estatuas con quien mantiene una charla bastante intensa:

D. JUAN. (Dirigiéndose a las estatuas.) Ya estoy aquí, amigos míos.

ESCULTOR. ¿No lo dije? Loco está.

D. JUAN. Mas, ¡cielos, qué es lo que veo! O es ilusión de mi vista, o a doña Inés el artista aquí representa, creo.

ESCULTOR. Sin duda.

D. JUAN. ¿También murió?

ESCULTOR. Dicen que de sentimiento cuando de nuevo al convento abandonada volvió por don Juan.

D. JUAN. ¿Y yace aquí?

ESCULTOR. Sí.

D. JUAN. ¿La visteis muerta vos?

ESCULTOR. Sí.

D. JUAN. ¿Cómo estaba?

ESCULTOR. ¡Por Dios, que dormida la creí! La muerte fue tan piadosa con su cándida hermosura, que la envió con la frescura y las tintas de la rosa.

D. JUAN. ¡Ah! Mal la muerte podría deshacer con torpe mano el semblante soberano que un ángel envidiaría. ¡Cuán bella y cuán parecida su efigie en el mármol es! ¡Quién pudiera, doña Inés, volver a darte la vida! ¿Es obra del cincel vuestro?

ESCULTOR. Como todas las demás.

 D. JUAN. Pues bien merece algo más un retrato tan maestro. Tomad.

ESCULTOR. ¿Qué me dais aquí?

D. JUAN. ¿No lo veis?

ESCULTOR. Mas…, caballero…, ¿por qué razón…?

D. JUAN. Porque quiero yo que os acordéis de mí.

ESCULTOR. Mirad que están bien pagadas.

 D. JUAN. Así lo estarán mejor.

 ESCULTOR. Mas vamos de aquí, señor, que aún las llaves entregadas no están, y al salir la aurora tengo que partir de aquí.

D. JUAN. Entregádmelas a mí, y marchaos desde ahora.

ESCULTOR. ¿A vos?

D. JUAN. A mí ¿Qué dudáis?

ESCULTOR. Como no tengo el honor…

D. JUAN. Ea, acabad, escultor.

ESCULTOR. Si el nombre al menos que usáis supiera…

D. JUAN. ¡Viven los cielos! Dejad a don Juan Tenorio velar el lecho mortuorio en que duermen sus abuelos.

 ESCULTOR. ¡Don Juan Tenorio!

D. JUAN. Yo soy. Y si no me satisfaces, compañía juro que haces a tus estatuas desde hoy.

ESCULTOR. (Alargándole las llaves.) Tomad. (No quiero la piel dejar aquí entre sus manos. Ahora, que los sevillanos se las compongan con él.)

De Sevilla con Amor

Isamar Cabeza

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