Iván Robledo Opinión Redactores Relatos Breves

Cuentos de Cuarentena (XI): ERA UNA MARISCADORA

Maruxa le da las buenas noches, se hace tarde pero también ella amanece cuando quiere.

Heredar es oficio de difuntos. También lo es esconderse detrás de la luna para fumar, sí, pero eso es distinto, cualquiera lo sabe. Se hereda para que no sobre nada, se hereda como se recogen los restos de la mesa después de un banquete.

-¿Es cierto que somos lo que heredamos?

-Nunca se sabe, pero no lo creo.

Maruxa se llamaba Marian en realidad, y era tan hermosa que tuvo tres hijas, para que luego digan que no. Maruxa heredó un lugar entre las mariscadoras de Cambados, o tal vez fuera de otro lugar, no es fácil recordarlo, pero en cualquier caso eso es heredar más de lo que puede heredar cualquier otro señor, eso es heredar un lugar en el mundo. Maruxa heredó ser mariscadora, que es como heredar ser princesa pero sin saberlo. Se hereda la orfebrería y la gema de la tierra, que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar donde no hay mariscadoras, que es el morir para casi siempre, para casi todos. Todas las mariscadoras se llaman Maruxa, al revés sabemos que no lo es, y en este mundo llueve, truena y relampaguea aunque haya mariscadoras en sus reinos, la lluvia no puede esperar, tampoco los truenos, ni los relámpagos, las mariscadoras siempre están.

Maruxa se llamaba Marian en realidad, y le preguntó a su madre si conocía a las demás mariscadoras que trabajaban con ellas, alrededor, ocupando el arenal cuando la marea inspira, cuando la tierra espira. Pero la madre de Maruxa no le responde, sonríe mientras calibra cada animal sobre la palma con el dedo pulgar.

-¿Las conoces a todas?

Maruxa vuelve a preguntar y su madre a callar, que esa forma de responder con amor. A veces, claro.

Maruxa tuvo tres hijas, pero su madre continúa arropándola por las noches cuando se va a dormir. Mira que esté seca, que sus dedos sean aún bonitos, que sus manos nunca se olviden de acariciar ni peinar a sus hijas, que su cabello siga siendo negro y sus ojos prestados, como todos nosotros. La madre de Maruxa la acuna cada noche, y una vez le contó que un día, nunca nadie sabe cuándo, ellas dejan de ir, las mariscadoras dejan de ir al arenal. Dicen que mueren, que es lo que dicen los que vivimos en tierra, que para nosotros eso es morirse, pero para las mariscadoras es otra cosa, tiene un nombre que solo ellas conocen. Dejan de ir al arenal un día porque la noche de antes se hacen arena, y marea, y amanecer. Dejan de ir porque una mañana una de ellas es la lluvia fina que recibe a las demás, y las demás lo saben, y lloran de alegría, claro, lloran mientras se inclinan sobre la arena. Aquí, en tierra, decimos que la gente muere, pero en algunos lugares las mariscadoras no lo llaman así, sino que se hacen arenal, y marea, y amanecer. Cuando el agua se retira aún permanecen las marcas de sus dedos entre los guijarros, y sus risas entre las formas que dieron sus pies, y sus cánticos contenidos entrechocan por entre las leves ondiñas. Aquí, la gente de tierra firme, decimos que la gente se muere. Las mariscadoras no lo dicen cuando hablan de ellas, de sus amigas y compañeras, de sus madres, abuelas, de sus amadas. Porque después, cuando todo pasa, también cuando pasa el duelo y el llanto de los suyos, las que se fueron regresan para ocupar de nuevo su lugar, su sitio entre las demás, las de antes, las que llegan. Como Maruxa.

-Sí, hija, las conozco a todas. Y todas me conocen a mí. Y a tí.

Maruxa le da las buenas noches, se hace tarde pero también ella amanece cuando quiere.

Iván Robledo R.

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