Opinión Redactores Relatos Breves Sergio Alonso Mínguez

La apnea del cazador

El mundo se estrecha... Y nos ahoga.

“Silencio. Abunda el silencio senescente. Pero aún recuerdo el ruido.

Gris. Domina el frío gris desde hace meses. Pero yo aún tengo presente el cielo, el color.

Niebla. Impregna el aire, anegándolo, humedad y ceniza, como antes lo viciaba el gasoil. Pero ya no. Hace tiempo que ya no.

Polvo. A cada paso, con cada puerta, polvo. En la ropa, en las manos ásperas y agrietadas, en cada ventana, en cada mesa, en cada casa vacía.

Y hambre. El sabor del hambre.

Silencio gris, niebla, polvo y hambre.”

            Tenía un cuervo centrado en la retícula del visor. La distancia justa para intuir su cuerpo como una pincelada negra a través de la niebla; acuarela demasiado diluida sobre un papel blanco. Agarraba con fuerza la carabina por el pistolet y acomodaba mi cara contra la culata. Tacto suave el de la madera. Sujetaba con la izquierda el guardamanos, aunque lo dejaba libre para saltar con el retroceso; era sólo un buen apoyo. En otro momento podría buscar un tiro más limpio, pero esta vez no.

            Quito el seguro. Tengo los dedos fríos. Aprieto despacio el primer tiempo, el recorrido blando del gatillo. Justo hasta el límite. El pájaro está quieto. Escucho mi respiración, siento las pulsaciones. Entonces cojo aire. Apnea.

“… Apnea… Sólo con la falta de aire nos damos cuenta de lo importante que es respirar…”

            Si hubiéramos elegido un final, a buen seguro no se hubiera parecido a este. Para nosotros mismos desearíamos algo repentino, regio, sin dolor y con gloria, acompañados por los nuestros… Y nos vimos condenados a la peor de las muertes: la agonía lenta. Una pandemia que frenase a borbotones el crecimiento exponencial de la población; así la enfermedad decidió nuestra existencia en una lotería bioquímica para el nuevo mundo. Hubiéramos preferido quizás una guerra nuclear frenética que diese paso a la era de las cucarachas. O un cambio climático repentino y devastador. O terremotos que lo partieran todo a la mitad… Olas gigantescas que nos engullesen a todos. No hubo consenso mundial tras la crisis. No se destaparon conspiraciones místicas ni magníficos inventos que alargasen un siglo más el auge. Simplemente agonía lenta y, al final, asfixia, estertores y la muerte. Algunos lo sabían: estábamos abocados a un desgaste parsimonioso, al cansancio decrépito, a la metástasis del mal, poniendo en cada parte su plaga. Dejamos que todo cayese poco a poco en la miseria de un hogar viejo y sucio, colmado de basura. Así, los siguientes fueron naciendo entre despojos y cada vez serían menos. Cada vez menos.

            Hubo algunas guerras, pero no las suficientes; nadie apretó el botón rojo. Algunos cataclismos, también: eran la mano de un Dios que arrancó a muchos, pero no a todos; tal vez tenía que haber utilizado las dos y directas al cuello. También hubo hambruna y calamidades, pero de lo más mundano; nada limpio, nada nuevo y redentor. Al final nosotros mismos nos ahogamos por culpa de mil desmanes para los que ya habíamos descubierto curas. Fue algo inevitable, en el fondo. Éramos un mal que intentaba curarse a sí mismo al tiempo que desangraba a su portador. Nuestra habilidad dañina pudo con la creatividad y el arte. Yo lo había leído. Estaba en aquel ensayo que escribió ella, hace una década…

“La ecuación del lobo.”

            Esa carabina del veintidós me había proporcionado alimento los últimos meses. No eran piezas importantes, claro, pero cobrarse un pájaro, cualquier alimaña, era algo a lo que pocos aspiraban. Escaso el remanente de vida entre árboles huesudos o matorrales retorcidos. Era difícil imaginar que hacía unos años no sabíamos ni de dónde venían las cosas que nos llevábamos a la boca. Vivíamos una infancia adormecida y caprichosa. No importaba: tampoco teníamos un camino claro que seguir, no había metas visibles para la gente. Nada. Vacío más allá de continuar esa espiral creciente, sin tregua, para un mundo lleno de límites… Hasta que tocamos las paredes y nos volvimos locos. Pocos trascendieron.

            Empecé mi viaje al sur hace unos días, con algunos bártulos a la espalda, también con una brújula, un par de cuchillos, la munición, y el arma. Lo había dejado casi todo. Ahora pesaba poquísimo. Iban cayendo paso a paso los pesares; mis ojos ya estaban resecos, puros cristales de sal. La mente, aletargada. Descubrí un rostro rudo y envejecido en el reflejo del agua mansa, opaca, amarga. No me reconocía. Pero bebí.

            Caminaba con el ritmo que lleva quien escucha: siempre dispuesto a quedarme quieto. Un paso sobre unas ramas muertas; con el siguiente paso la bota hace crujir la hojarasca. La mirada bien abajo; sólo a veces alrededor. No prestaba ya tanta atención a lo visible y el oído tomaba una importancia que nunca antes había tenido. También el olfato. Esperaba salir de la niebla en unas cuantas jornadas. Quería despedirme lo antes posible del ente onírico y fantasmal que reposaba envolviéndolo todo.

            En cierta época uno podía intuir la cercanía de alguien si escuchaba atentamente. Poco a poco el sigilo fue dominando; o quizás la quietud. O la cautela. Entonces el olfato era advertencia: ese ácido hedor de la muerte.

            Los transportes y el combustible estaban muy disputados. Había visto morir a mucha gente por ellos. Había visto matar por ellos. Evité las carreteras y cualquier voz. Evité sobre todo las ciudades. Aquí era difícil: todo estuvo colmado de vida. A veces era imposible diferenciar un edificio muerto de uno aguardando víctimas. Iba discurriendo como una serpiente, en silencio, a través de propiedades en cerrazón obsesiva, esquivando gritos, saqueos y cuantas perversiones fuese capaz de elucubrar el ser humano.

            Arquetipos olvidados. Los hombres no debieran dejar de lado la moral ni las mujeres abandonar cierta pureza, ni al revés. Los niños debieran ser inocencia, siempre. En equilibrio. Pero ya no. Éste era el hábitat de los individuos que antes apartábamos de nosotros. Su lugar. Como agua y branquias. Como un pájaro negro fundiéndose con el mundo oscuro a través de la niebla… Ahora ellos viven en su medio y los demás, ahogados en el miedo.

“No hubo eugenesia. No hubo eutanasia. Tuvimos lo que habíamos dejado llegar; no era nada digno.”

            A veces pienso en aquella frontera, aquellos días para despertar en la cuarentena. Salí de casa en la mañana de un martes. Recuerdo que era un día claro, todavía. Aquí habíamos esquivado los saqueos y el primer pico de contagios, pero la crisis nos contagió al final, aunque fuera de soslayo y por otras vías. Recogí… lo que pude llevar. No elegí bien. Las ovejas fuimos al mar. Perdimos. Yo perdí tanto como el que más. Y es que recuerdo una semana en concreto, unos días que funcionaron como una apnea: nos dimos cuenta del valor que tenía el aire. Se terminó de caer todo. Éramos mucho más vulnerables de lo que pensábamos. Nos quedamos desnudos en víspera del solsticio de invierno.

            Ahora intento olvidar esa vida. La de antes. El recuerdo no me traía más que frustraciones y dolor. Ya en su día era ciertamente adicto a la nostalgia y esta niebla tan presente, siempre alrededor, era turbadora. Intenté olvidar las decisiones importantes. Las malas decisiones. Aprendí que mis voces sólo están calladas al proponerles una meta. Necesitaba un objetivo redentor.

            Años atrás yo pensé que no tendríamos un destino distinto al de otras sociedades que ya habían tocado fondo o no habían salido nunca de él. Que habría un vestigio civilizado en el fondo, un último germen constructivo. Que todo sería un ciclo más. Pero me equivoqué: no tuve en cuenta el hambre ni la desesperación. No fui tan pesimista. No consideré, como ella hizo, la nueva demografía.

            Es el hambre una chispa perfecta para el subconsciente oleoso, el reptil que llevamos dentro. Es el miedo su aire. La multitud, su base para el contagio. Si en un animal es peligrosa la conjura, en nosotros puede ser realmente perversa.

“Piensa que ahora viven más seres humanos de los que han vivido y muerto antes, desde que el hombre es hombre. Piensa en cada científico del pasado, en cada actriz de blanco y negro, en un líder de cualquier época, en asesinos que pasasen a la historia… y tendrá que haber hoy una persona viva con su talento; tanta gente hay. Piensa, también, que todo lo que han sido capaces de consumir, producir, destruir o crear, lo haremos ahora, en un mínimo espacio de tiempo. Piensa… Porque eso, eso precisamente, es el crecimiento exponencial de la población. El mundo se estrecha… Y nos ahoga.”

            Habíamos coincidido muchas veces. Bueno, en realidad habíamos coincidido una vez y el resto habíamos buscado la coincidencia. Una vez, en la estación de tren: ella volvía de la facultad, con su cabeza llena de pensamientos trascendentales y yo tan trivial. Intercambiamos trivialidad y trascendencia y nos volvimos tranquilos. La recuerdo caminando con sus bolígrafos de colores en un manojo y sus prisas. Curioso azar. Recuerdo una mirada furtiva. Pasó muy rápido todo, como suele pasar el momento palpitante cuando lo queremos recordar. En realidad hubo años de por medio. Y una despedida, al final.

“No sé por qué lo intento, al final siempre vuelve… La nostalgia. Quizá porque es el motivo del viaje.”

            Al atardecer del vigésimo día salí de la niebla. Emergí como quien lleva tiempo bajo el agua. Respiré hondo. Cristales helados recorriendo los pulmones. En la altura todo cambiaba: la nieve perpetua reflejaba una luz distinta, un blanco cegador. El aire no estaba cargado, aunque era mucho más frío. Limpieza blanca. Incluso en el cielo, con una extraña lámina de nubes altas. Sentía dolor en los dedos, en la cara. Intentaba enfocar la vista lejos. Di la vuelta, me detuve un segundo. Tenía delante un mar caliginoso, de tiempo lento y cuerpo etéreo. Observé hacia el norte, hacia el horizonte. Había columnas de humo saliendo por doquier. Ardían bajo la niebla los últimos recuerdos.

            En el camino de ocho mil millones de vidas, nos quedamos. Entonces empezamos a restar, tal como lobos que hubieran terminado con todas sus presas para extinguirse ellos mismos por culpa del hambre. Entre nosotros hubiera proliferado incluso el canibalismo, si no fuese por la enfermedad. De hecho pudo estar en la base de algunos focos.

            Hace por lo menos siete años que habíamos subido los dos a esa montaña para hacer su tesis. A su casa del Páramo. Me involucré aunque no era mi especialidad; decidimos estudiar las extinciones asociándolas a eventos puntuales, entre ellos la aparición, fortuita o no, de enfermedades. Busqué datos de una población de lobos, en concreto. Tuve un enfoque positivo y planteé una naturaleza que tendía a regularse ella misma en el tiempo. Ella añadió a mi visión ciertos cataclismos no naturales. Algo que llamó “la ingeniería poblacional perversa”. Se tropezó con una fórmula matemática que predecía nuestro auge perfectamente… y también nuestra caída, simple e inevitablemente por haber alcanzado la posibilidad de crear un virus capaz de tirar abajo todo esto. Lo predijo con un margen de error muy pequeño, de semanas. Fue cuestión de magia. Algunos pensaron que dispusimos de otros datos, pero no. Serendipia, puede ser.

            Sea como fuere, lo cierto es que un ensayo publicado después acerca de esa maquinaria de cálculo se hizo muy popular. Tuvo muchas aplicaciones. Ella recibió un día llamadas importantes; la llevó a unos círculos bien altos. Se conoció como “La ecuación del lobo”, porque ella nunca había sido buena con la parte comercial y su título en origen era un trabalenguas.

“Ecuación lineal de último desorden.”

            Sé que nunca le gustó ese cambio. Quizás al asociarlo con mi estudio se le restaba un poco de protagonismo. Yo nunca lo vi así, me aparté del todo.

“Nuestras vidas habían sonado a la vez durante setenta millones de segundos, pero sólo eso. Dos relojes rodeados de silencio que golpearon al unísono durante unos latidos. Sincronía. Pero pasaron rápido. Nos fuimos alejando. Desacompasados poco a poco. No nos dimos cuenta, no nos dimos cuerda…”

            Un día se marchó. Quizás la dejé ir. Quizás me fuese yo antes. Son todo remordimientos. Qué banales eran nuestras preocupaciones, entonces. Recuerdo perfectamente nuestra última conversación.

—Yo no tendré fe en nada —le había murmurado—, pero tú tienes una fe desmedida en la ausencia de fe. Crees que todo se detendrá con el mecanismo exacto de tu ecuación… Pero ¿y si no lo hace?

—Si alguna vez se para el tiempo —había medio sonreído ella, tan triste—, búscame en nuestro Páramo. Estaré allí.

            Así que una frase fugaz de muchos meses atrás era promesa suficiente. Me había mantenido con vida.

            Estuve obligado a seguir la carretera en esas jornadas de viaje. Discurría apretada entre los muros de un desfiladero. Tuve suerte: no hubo nadie. Sólo hielo, musgo y rocas desprendidas. Penumbra y relente. A veces calentaba un poco de agua en pequeñas hogueras, cuando encontraba algún hueco entre la piedra para esconderme. Recurrí a las últimas latas de conserva. Ahora la niebla no escondía el humo, ni la luz. Luego seguí un camino tomado por la maleza. Rodeé Páramo y ajusté el paso; quería llegar justo al atardecer. No escuchaba ningún ruido, ninguna voz, ningún perro, ningún fuego ni rastro en la nieve.

            Estaba plantado allí delante. Recordé los muros de piedra y el resguardo que prometían. Un refugio. Un hogar. Tomé un respiro. Golpeé la puerta de madera tosca. Retumbó sobre el quicio. Hacía semanas que no articulaba una sola palabra, por eso aclaré la voz.

—Tenías razón.

Sergio Alonso Mínguez

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3 comments on “La apnea del cazador

  1. Anónimo

    Relato absolutamente recomendable junto con “Los días grises”, libro del mismo autor, que gustará a seguidores de la ciencia ficción.

  2. He leído “Los días grises” y recomiendo totalmente su lectura, siendo este relato una pequeña joya a disfrutar .

  3. Zhanna

    Para reflexionar, bravo!!!!!!

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