Deje que le cuente, señora, que eso de saber hacer la ‘o’ con un canuto no sirve para nada. Es bonito sí, pero solo eso, que uno lo ve y le gusta pero no sabe después qué decir porque ya está. Y da una moneda al autor, que siempre está bien, y luego uno se va con cierto sigilo. Hay gente que eso lo aprende pronto, lo de la ‘o’ y el canuto le digo, sobre todo para que no se critique luego, y hay gente que lo aprende más tarde, cuando la acusan, y entonces lo aprenden y lo hacen, y al verlo no sabe uno qué pensar porque reconocerá que es cosa de gran tontería y que hay cosas más útiles y reconocidas, algunas incluso divertidas. Esto pasa porque antes había más tiempo libre y se hacían esas cosas, y también se enseñaban, pero hoy la urgencia va por otro lado, y a uno le parece que la urgencia del tiempo de hoy es la de vivir más tiempo para tener más tiempo que emplear en procurar vivir todavía más tiempo, y así hasta un final que no sabemos adónde se dirige, y que si se mira bien parece extraño porque lo de vivir mucho tiempo es cosa que va con el gusto de cada uno, y que como todo tiene sus cosas buenas y otras no tanto. Ahora que vivimos más tiempo sabemos que hay males que si duran más de cien años, y muchos males en realidad, antes no estábamos seguro porque no vivíamos tanto tiempo pero ahora lo sabemos y sí, hay males que duran más de cien años, y saberlo se hace descorazonador porque no solo los males duran más, sino también los malos, y resulta enojoso.

Antes las cosas eran más sencillas, pero ahora que la gente vive más tiene que haber de todo por extraño que resulte, y por eso hoy hay incluso gente a la que sí le amarga un dulce, parece inconcebible pero es verdad, antes no pasaba porque se vivía poco y había que aprovechar el tiempo, pero hoy la gente vive más y tiene que haber gente para todo, e incluso hay gente que le quita el caramelo a un niño, que también son ganas, pero eso es gente que no sabe lo que es un caramelo porque a los niños no le gustan los caramelos, a los viejitos sí, pero a los niños no, y por eso a los adultos no les importa dar caramelos. Creen que se los quitan porque son más fuertes pero en realidad no comprenden casi nada. Porque sabrá que a los adultos les dan miedo los caramelos, les asustan porque les recuerda la vida que se consume, los días que se acaban en nada, las noches de las que solo queda el sabor, el envoltorio, dulce y admirable, pero efímero; los adultos se asustan ante un caramelo, el caramelo es una unidad de tiempo, los caramelos nunca se compran, por alguna razón aparecen en un bolsillo y ese bolsillo es final de una historia que no siempre recordamos; o en un platito en algún rincón. Nadie ha comprado nunca un caramelo que se sepa, para regalar sí, pero no para uno, y sin embargo uno siempre está rodeado de caramelos, y con ellos rodeado del miedo a desnudarlos, a quitar su papel, a comerlo porque al igual que la vida se consume, se agota, se extingue en la boca que habla y dice, que besa, que guarda silencio. El caramelo es todo cuanto la vida representa, la dulzura y el amargor de su caducidad. El caramelo es flor en la boca, es beso de amante, es mechón que se coloca detrás de la oreja. El caramelo asusta porque es verdad, es un cumpleaños de todos los días, su regalo, no saber nunca qué hay detrás de su envoltorio, el color de mentira, su sabor, el caramelo es la fiesta de todos los pueblos, las lágrimas que alguien se acordó de enjugar, las risas de menta, saber que cada caramelo es siempre el primero.

Pues esto era lo que quería contarle, señora, que a veces uno cree recordar cómo las primeras palabras que aprendió a leer fueron los sabores de los caramelos, y mire que no se lo digo por nada, que bien sé que usted es de aldea y más de encantar abejas y otras cosas de más hechicería. A veces encuentra uno un caramelo y comprende lo que es la sencillez, y descubre que su vida ha estada regada de caramelos que nunca ha probado, y hoy se hacen como tulipanes y lirios y jacintos y tanto otro. A veces uno encuentra sin esperarlo un caramelo en el lugar más insospechado y recuerda cuando todos los lugares eran lugares insospechados. Y uno sonríe, claro. O no.

Iván Robledo Ray

Cartas a esta señora

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