Ha escrito Fernando Ónega en su obra “Puedo prometer y prometo” que la descripción tópica que suele hacerse de Adolfo Suárez consiste en que era de cultura limitada, ambicioso, encantador, pragmático y negociador, de ideología voluble, desclasado y con algún complejo de falta de trayectoria democrática frente a sus interlocutores, que tenían la vitola de haber sido perseguidos por el franquismo. A estos calificativos habría que añadir las que el propio Adolfo Suárez utilizó para definirse a sí mismo: chusquero de la política, experto en nada, buen político y persona sencilla y normal.
Evidentemente, esta descripción propia y ajena del primer Presidente del Gobierno de España tras la Dictadura responde a un análisis superficial; a una observación basada exclusivamente en el personaje que hay detrás de la persona; a la simple contemplación de la máscara griega que cubre el rostro del actor que interpreta el papel teatral; a la que ve lo exterior, lo aparente, no lo interior, lo esencial.

La primera vez que oí afirmar que el llamado “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN” es un clima, un ambiente, un estado de conciencia social, creado por una serie de valores profundos tales como el deseo de la reconciliación nacional, la generosidad, la valentía, la lealtad, la altura de miras, el trabajo por el interés general, el abrazo entre conciudadanos, plenamente arraigados en Adolfo Suárez, fue para mí una auténtica revelación. Hasta ese momento no era consciente de que el carisma de un hombre, su fuerza interior y sus valores profundos fueran capaces de crear ese clima, ese ambiente, ese estado de conciencia, ese espíritu, capaz de hacer posible la transformación de una España secularmente dividida por odios irracionales en otra de la reconciliación nacional.
Esta idea —novedosa para mí— fue expuesta por Ángel Luis Alonso Muñoz, Alcalde de Cebreros por aquella época, durante la grabación del programa radiofónico, “Adolfo Suárez, seis meses después”, dirigido y presentado por mí en Radio 5, Todo Noticias. En este programa especial, dedicado a abordar la figura de Adolfo Suárez tras su fallecimiento, seis meses después, sostuvo —plenamente convencido— que determinados valores profundos inherentes en Adolfo Suárez condicionaron todo el proceso del cambio político.


Esta afirmación de Ángel Luis Alonso me hizo comprender que existe un modo más profundo de adentrarnos en la comprensión del hombre que, a juicio de muchos analistas, mejor encarna el llamado “ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN”.
En efecto, existe un modo más allá de lo aparente de abordar la personalidad de quien emprendió con plena convicción, entusiasmo y audacia el reto de edificar la construcción de un nuevo estado democrático y constitucional para España. Utilizando una analogía oriental, podemos hacerlo de la misma manera en que el Zen se relaciona con la pintura. Recordemos que, de acuerdo con esta filosofía oriental, si un artista plástico se limita a observar y reproducir lo que está viendo simplemente consigue dibujar su cáscara, no su esencia; lo de fuera, no lo de dentro; la superficie, no la profundidad; lo fenomenológico y cambiante, no lo real e imperecedero.
Cuando mi compañero y amigo, José Pulido (Pepe Pulido), durante muchos años director de RNE en Ávila y excelso poeta, con importantes premios y reconocimientos, me soltó la “bomba informativa” de que, en su opinión, para el imaginario colectivo español, Adolfo Suárez se había convertido ya en una especie de “santo laico”, es decir, en un referente moral o ejemplo de virtud, de acuerdo con los clásicos, me percaté de que, en realidad, me estaba tratando de describir poéticamente la persona que está detrás del personaje; que me estaba mostrando el alma de un hombre cercano, cálido, amigable, simpático y empático y de elevados propósitos. En fin, comprendí perfectamente, de forma holística, que Pepe Pulido, como buen explorador del alma humana, con capacidad de visión para ir más allá de lo fenomenológico y cambiante hasta penetrar en las profundidades de las aguas marinas —alegoría de la esencia del alma humana— me estaba señalando sobre el terreno un manantial de agua clara en el turbio caudal de la existencia. Entonces comprendí, como San Pablo comprendió cuando se cayó de su caballo en el camino hacia Damasco al contemplar la figura de Jesús, la sublime forma de entender la vida de Adolfo Suárez, condensada por él mismo con estas bellas palabras:
“Al lado de Fernando Herrero aprendí muchas cosas. Algunas han sido fundamentales en mi vida: que las creencias y las convicciones hay que traducirlas en actos; que los hombres y mujeres valen por lo que hacen; que la vida y el quehacer público alcanzan su sentido más pleno cuando se desarrollan en beneficio de los demás. Aprendí también el valor de la conciencia recta y de la coherencia personal”.







Muchos otros autores y analistas que tuvieron el privilegio de conocer de cerca a Adolfo Suárez también han sabido vislumbrar, como Pepe Pulido, su alma desde una perspectiva más allá de lo aparente. Así, por ejemplo, María Ángeles López de Celis que, durante treinta y dos años perteneció a la Secretaría de los cinco primeros Presidentes del Gobierno, ha escrito en su obra “Las Damas de la Moncloa” que Adolfo Suárez fue un poco el padre de todos los españoles. El padre que supo anteponer los intereses de España a los suyos propios con el fin de lograr la convivencia pacífica entre todos los españoles.
En esta misma obra, López de Celis, comenta que muchos, o tal vez todos, desearíamos hoy oír su voz y conocer su opinión sobre lo que actualmente nos está aconteciendo. ¿Intentaría tal vez unos nuevos Pactos de la Moncloa? —se pregunta. ¡Quién lo sabe!. De lo que estoy segura —añade— es de que exigiría a la clase política una alta capacidad de abnegación y sacrificio, con conductas especialmente exigentes y ejemplarmente austeras, apelando siempre a los valores inscritos en la Constitución: la de todos.

—Yo fui su amigo y suscribo su grandeza y sencillez —me ha comentado en diversas ocasiones Antonio Regalado, un maestro del periodismo que siguió a Adolfo Suárez como corresponsal político de RNE durante todo el periplo del CDS y en cinco elecciones generales, locales y autonómicas. Cuando te apretaba la mano te desarmaba. Era un cautivador irresistible y, al mismo tiempo, austero y humilde, porque la ética presidía toda su vida. Creo sinceramente que fue un ser humano extraordinario. Siempre decía gracias; y te daba un abrazo y te apretaba la mano para que entendieras que era un amigo leal y libre.
¡Gracias! Preciosa y sublime palabra, una flor fragante en el desierto de la ingratitud humana, productora de alegría interna. Una sencilla palabra que, según el gran místico alemán del siglo XIII, Ekhart, es suficiente para componer la más excelsa de las oraciones. Y es que, Ekhart, sabía muy bien que la gratitud es una práctica sagrada que eleva nuestro espíritu, cambia nuestras perspectivas y suaviza nuestros corazones. Adolfo Suárez seguramente también lo sabía.
Y, a continuación, si les parece, emerjamos desde las profundidades oceánicas —alegoría del alma humana— para reaparecer a la superficie, tomar un respiro, volviendo a contactar con lo terrenal, con lo que estamos más familiarizados, para analizar la figura de Adolfo Suárez desde otra perspectiva. Veamos.
Adolfo Suárez no destacó por su formación académica. Él mismo llegó a reconocer expresamente que “Me falta formación intelectual, peso específico y ahora me arrepiento de no haber estudiado con más profundidad y amplitud mi propia carrera”. Luego, entonces: ¿qué es lo que hizo que dejara boquiabierto este hombre al pueblo español y llevar a buen término “La obra política que asombró al mundo”? La respuesta a esta pregunta debemos hallarla, a mi juicio, en su enorme inteligencia emocional.
Desde que el psicólogo, periodista y escritor estadounidense, Daniel Goleman, escribió “La Inteligencia Emocional”, se ha producido un profundo cambio de paradigma en el mundo en muchos ámbitos de la vida. Esto ha llevado a admitir mayoritariamente que el coeficiente intelectual y los expedientes académicos no son los únicos factores determinantes del éxito de las personas; que existen otros aspectos, como la autoconciencia, la autoestima, el autocontrol, la autoconfianza, la automotivación, la empatía y determinadas habilidades sociales que son aún más determinantes para el logro del éxito. Desde este punto de vista se puede afirmar que Adolfo Suárez era un hombre extraordinariamente inteligente.
Si observamos las cualidades personales más importantes de los grandes ejecutivos y líderes de todas las épocas y regiones comprobamos que muchas de ellas estaban, de un modo u otro, presentes en Adolfo Suárez. En su personalidad encontramos la habilidad de la empatía (también conocida como proceso de adaptación ante la diferencia), lo que le permitió ser capaz de entenderse con gente diametralmente opuesta a sus convicciones políticas y vitales; el liderazgo; el autocontrol; la capacidad para estar dispuesto a ayudar a los demás, generando un desarrollo personal y profesional de las personas; la disposición para asumir la responsabilidad personal en cualquier circunstancia; el don de la comunicación, con una expresividad abierta, directa y sincera; la audacia para resolver con prontitud los conflictos y desafíos; o la confianza en sí mismo y la valentía.

—¿Valiente? ¿por qué? Yo representaba al Estado —respondió en cierta ocasión— al ser preguntado por su actuación durante el golpe de Estado del 23F. ¿Cómo me iba a tirar al suelo?.
Desde una óptica historicista existen ya innumerables monográficos, obras, artículos de opinión y trabajos audiovisuales de ese momento. Las diecisiete horas y media que transcurrieron desde la ocupación del Congreso hasta su liberación y los acontecimientos que tuvieron lugar durante ese lapso de tiempo han sido analizados exhaustivamente desde esta perspectiva. Sin embargo, desde una óptica menos convencional, “más allá de lo aparente” se constata que los análisis son más bien escasos. Entre ellos destaca con luz propia la obra “Anatomía de un instante”, del escritor Javier Cercas.

La singularidad principal de “Anatomía de un instante” —una obra inclasificable— consiste en diseccionar con la precisión de un eminente cirujano este acontecimiento histórico a partir de la imagen congelada de un gesto que describe holísticamente el alma de un hombre de Estado, abnegado, íntegro, leal y constructor de acuerdos.
Recordemos que el “instante” al que hace referencia el título de esta obra, imprescindible para conocer los entresijos de un momento político excepcional en la Historia de España, es precisamente la imagen captada por las cámaras de TVE —que conforma la cubierta del libro en su primera edición— en la que vemos Adolfo Suárez sentado en su escaño, mostrándose ante el mundo con absoluta serenidad, mientras el resto de los diputados permanecían escondidos bajo sus butacas, salvo su vicepresidente primero del Gobierno, Manuel Gutiérrez Mellado, que en ese “instante” se muestra increpando al Teniente Coronel Antonio Tejero y su tropa de guardias civiles, así como el líder del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo.

He titulado este capítulo “Adolfo Suárez: Un alma grande”, inspirándome en el nombre honorífico de “Mahatma” que le otorgó a Gandhi el poeta bengalí y también filósofo, artista, músico, dramaturgo, novelista y primer Premio Nobel de Literatura no europeo, Rabindranath Tagore.
“Mahatma” significa “Alma Grande”. Tiene que ver con los desafíos que a todos nos presenta la vida, en nuestro efímero paso por este mundo. Tener un “Alma Grande” significa haber cultivado una vida espiritual con sinceridad, hondura y discernimiento; rica en valores, llena de bondad y abierta a la tolerancia y la sensibilidad. Ser un “Alma Grande” supone tener un alma compasiva, de acuerdo con el budismo; un espíritu obediente a la voluntad de Dios, según las exigencias del Islam; y centrar la vida en el amor y el servicio a los demás, de acuerdo con el mandamiento principal del judaísmo y el cristianismo.
La conocida expresión acuñada por filósofo español José Ortega y Gasset en su obra “Meditaciones de El Quijote”, del “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”, que viene a decirnos que no es posible separar el yo del medio, porque ambos factores forman un conjunto, es de aplicación a la cualquier vida humana. También, por supuesto, a la de Adolfo Suárez.
Adolfo Suárez nació y creció en un entorno de profundas convicciones religiosas que, con la madurez personal y espiritual le llevaron a afirmar —con absoluto convencimiento— que “la vida y el quehacer público alcanzan su sentido más pleno cuando se desarrollan en beneficio de los demás”.

Su fervor religioso se desarrolló durante su temprana edad dentro de la ciudad mejor amurallada del mundo y de devoción a Santa Teresa y la Virgen de Sonsoles. De su padre, Hipólito, heredó el carisma y la lucha por la vida; de su madre, Herminia, la religiosidad y el sentido trascendental de la vida. Luego, de su esposa Amparo, las profundas convicciones religiosas que presidieron todos los actos de su vida.
Según cuenta Luis Herrero en su obra “Los que le llamábamos Adolfo”, en cierto momento pasó por la imaginación del joven Adolfo la idea de ser sacerdote por influjo de don Baldomero Jiménez Duque, rector del seminario de Ávila, que fue la persona —según Herrero— que más influyó en su vida espiritual de la infancia. Aunque, finalmente, eligió la vida civil, nunca abandonó sus inquietudes religiosas, llegando a ser presidente del Consejo Diocesano de Acción Católica y fundador de la asociación “De Jóvenes a Jóvenes”. El resto de la trayectoria personal y política del hombre que condujo con éxito el proceso de la dictadura a la democracia forma parte ya de la Historia de España, ampliamente documentada.
Me he preguntado muchas veces qué música resultaría más adecuada para sonorizar la historia personal y pública —cuasi cinematográfica— de un hombre que también coqueteó —según ha escrito Luis Herrero en la obra citada— con la interpretación: participando como extra en la película Orgullo y pasión, rodada en Ávila por Stanley Kramer, así como formando parte de una compañía juvenil de teatro. Para este caso siempre resuenan dentro de mí los inconfundibles acordes de “Entre dos aguas”, del músico y compositor español Francisco Sánchez Gómez, más conocido como Paco de Lucía, considerado el mejor guitarrista de flamenco contemporáneo y uno de los más virtuosos del instrumento a nivel mundial.
Personalmente me he deleitado muchas veces escuchando esta sublime melodía, evocadora de un tiempo convulso y apasionante al mismo tiempo; una inolvidable obra musical que —paradojas de la vida— fue creada en las postrimerías de un periodo y popularizada en otro muy diferente.
Siempre he pensado que esta rumba flamenca instrumental creada por Paco de Lucía, incluida como primer sencillo en el álbum “Fuente y caudal” de 1973, refleja con alta fidelidad el espíritu de un hombre que vivió una vida intensa buscando el equilibrio “entre dos aguas”, es decir, entre dos opciones o cosas opuestas; entre dos tiempos o dos épocas; entre lo terrenal y lo espiritual; entre la experiencia terrenal donde el hombre concentra sus esfuerzos en la consecución del éxito exterior y la experiencia espiritual manifestada en todo acto de autodominio, todo sufrimiento valiente por el bien común, toda entrega de sí mismo a algo más elevado.
En fin, “entre dos aguas”, siempre “entre dos aguas”, algo de lo que el propio Adolfo Suárez fue consciente desde su más temprana edad:
“Mi padre era un hombre de acción —dejó dicho— y mi madre más espiritual”. Luego, en el atardecer de su vida contempló el camino vital recorrido bifurcado en dos opciones: “La vida —que él consideraba como la más difícil asignatura— siempre te da dos opciones —llegó a decir—: la cómoda y la difícil. Cuando dudes, elige siempre la difícil porque así siempre estarás seguro de que no ha sido la comodidad la que ha elegido por ti”.
Con esta conocida frase inmortal de Adolfo Suárez referida a los dos senderos de la vida debería concluir mis humildes reflexiones en torno a lo que he visto bajo la superficie oceánica, más allá de lo aparente. Sin embargo, permítanme, por favor, una última pincelada, la más difícil para mí. O mejor aún: la penúltima. Verán.
Ciertos artistas plásticos consideran que la última pincelada es la más difícil; que, realmente, un cuadro está terminado cuando el propio cuadro habla por sí mismo; que, puesto que el arte —cualquier arte— es la prolongación del pensamiento, queda finalizado cuando se aproxima al máximo a la emoción primera.
Pero, admitámoslo. Quizás, este cuadro de la figura del hombre que hizo posible la concordia entre todos los españoles nunca podrá ser concluido del todo, por lo que deberíamos estar dispuestos siempre a retocarlo, una y otra vez, como hacía el gran Velázquez con sus lienzos, con los que convivía en la Corte. De este modo, el cuadro irá ganando en frescura, mostrándonos nuevos detalles que antes no habíamos sido capaces de captar.
Así que, a modo de última pincelada (perdón: penúltima) les presento un extracto del capítulo “Una explicación”, extraído de la obra de Fernando Ónega “Puedo prometer y prometo”, sobre el hombre que, sin otros instrumentos que su audacia y su visión de las necesidades de un país, se levantaba cada mañana a enfrentarse con poderes invisibles que pretendían impedirle la siembra de las semillas de la libertad. Y lo hago, desde mi máxima admiración y respeto hacia este maestro del periodismo que conoció profundamente a Adolfo Suárez, el hombre de Estado que desmontó pieza a pieza el andamiaje del franquismo, conduciendo a España a la Constitución de la concordia y el consenso. Dice así:
“Sufrió mucho, incluso físicamente. Tuvo que escuchar la mayor ofensa, que es la de que alguien llame traidor a una persona decente. Moría gente asesinada por la espalda y le decían que era por su culpa. Padeció la injusticia de quienes confundían al gobernante con el mago. Le dejaron solo aquellos con quienes compartió responsabilidades y honores. Le negaron la paz en misa y hubo quien torció la cara y apartó la mirada a su lado en una calle de Madrid.
Todo eso ocurrió; pero, amparado por el rey Juan Carlos, cogió una España con presos políticos y exiliados y les otorgó amnistía. Cogió una España secularmente dividida por odios irracionales y supo construir la reconciliación. Cogió una España de verdades únicas de la que hizo un país donde cabían todas las verdades. Y cogió una España de fundamentalismos y en su lugar levantó monumentos al diálogo y a la comprensión.
Ese hombre no quiso contar cómo lo hizo. Y no es porque hubiese perdido la memoria. Se calló para no ofender. Se calló para no parecer presuntuoso. Prefirió el silencio para no darse importancia”.







Este hombre que prefirió el silencio —siempre profundo como la eternidad, añado yo— para no darse importancia, pudo hacer realidad la concordia entre todos los españoles. Y, como expuso el escritor ruso Nikolái Gógol en su novela “Almas muertas”, lo que el mundo necesita en su búsqueda de la concordia no son precisamente almas muertas, sino almas fuertes y puras. Almas que han recorrido el camino del desapego, la interiorización, el perdón y el servicio. Almas, en definitiva, habitadas por Dios.
Unas almas grandes que se empeñan en aprobar con nota “esa difícil asignatura que es la vida”. Que no se contentan con luchar un día, sino toda la vida y que terminan por convertirse en imprescindibles.
Hay hombres que luchan un día y son buenos —escribió el poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.
José Antonio Hernández de la Moya y José Francisco Adserias Vistué en EL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN.
Fotografías de RTVE.
Muchas gracias por acompañarnos. Acceso a las conversaciones.
Si te ha gustado el artículo, por favor ayúdanos a poder ser sostenibles comprando los libros de José Antonio Hernández de la Moya y José Francisco Adserias Vistué. Muchas gracias
La vida es una continua negociación con nosotros mismos. Llegado el momento exige que te comprometas y decidas qué quieres de ella (cómo quieres ser y con quién quieres estar). La respuesta no suele ser fácil porque en nuestra compleja construcción como seres humanos existen partes con percepciones distintas y hay que ponerlas de acuerdo. “Votar” por un tipo de yo y por un tipo de nosotros no es cualquier cosa. Si mandan la irreflexión -el arrebato o capricho-, el silencio -la abstención o evasiva- o el egoísmo –la mera comodidad de la mayoría de partes que no cuentan con el resto- quedarán secuelas y taras o nos convertiremos en otros yo y en otros nosotros ajenos al propio y alejaremos de nuestra mejor versión. Algo parecido sucedió con ese sujeto colectivo, dividido y congelado en el tiempo –“La Colmena” de Cela o “Tiempo de Silencio” de L.M. Santos-, llamado España. Llegado el momento (tras fallecer Franco) debía de decidir qué quería ser (identidad) y con quiénes quería estar (compañía).
Hace unos días se celebraron los exámenes de la EBAU -la antigua Selectividad-. El estudiante que había sacado mejor nota en Madrid al ser interpelado por la carrera que escogería respondió que la de Filología Clásica. Ante la perplejidad del periodista por la contestación (pero si ni siquera existe nota de corte para el acceso a la misma) y el ruidoso y tabernario tumulto que provocó en las redes sociales (¡qué desperdicio de expediente! decían), Gabriel aclaró, con una personalidad y carácter impropio de su edad, que “prefería la felicidad al éxito seguro”. Completando lo que dijo, me permito añadir, ¿a quién debería extrañar que se prefiera aquello que ha perdurado en el tiempo (el saber y conocimiento clásico), diferencia al hombre de los animales (las Humanidades) y determina toda la Cultura en que se basado la sociedad occidental europea? Si vemos y medimos la vida bajo estrictos parámetros de rentabilidad no es auténtica vida ¡humana!
Suarez, como Gabriel con su vida, también se decantó porque España tuviera alma (atinadísima idea, José Antonio) y porque ésta fuera tan grande que todos tuvieran cabida. Los españoles le creyeron y votaron por eso. Aunque algunos sigan sin entenderlo, la felicidad –solo posible a partir de la reconciliación, la integración y la concordia- es y era lo primero. No es lo más fácil, ni lo más seguro, ni –desde luego- lo más productivo. Pero siempre –digan lo que digan- debiera ser lo primero.
Cómo decía nuestro paisano y gran amigo Adolfo Suárez: gracias JA, y en cuanto pueda te daré ese abrazo y apretón de manos que solo los “abulenses” sabemos dar para reconocer, cómo has tocado nuestro alma. Si la vida es quien nos pone a cada uno en nuestro sitio y hay que elegir siempre esa parte difícil, la de entrega a los demás, donde está la satisfacción del deber cumplido. GRACIAS HERMANO