«Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo». Esta frase que podemos leer en The Life of Reason (“La vida de la razón”), del filósofo español-estadounidense, George Santayana, viene a decirnos que ignorar el pasado impide aprender de los errores cometidos, haciendo que las sociedades y las personas vuelvan a repetir sus errores. En este sentido, creo que cincuenta años después del final de la dictadura y del inicio de la Transición, esa advertencia resuena como un eco inteligente sobre nuestro presente. También que hoy, España no celebra una fecha: se mira en un espejo. Y lo que aparece reflejado no es solo el pasado, sino la forma en que lo entendemos, lo discutimos y lo utilizamos.
En su discurso con motivo del 50 aniversario del tránsito de la dictadura a la democracia, el Rey Felipe VI no habló del ayer como un museo de recuerdos, sino como una responsabilidad viva. Reivindicó la Transición no como un mito perfecto, sino como un acto de madurez colectiva: el acuerdo frente a la imposición, la palabra frente al grito, el respeto frente al desprecio. Recordó que la democracia no es un simple procedimiento legal, sino un compromiso ético con el bien común. Y subrayó que la Corona, en ese pacto que hizo posible la libertad, sólo tiene sentido si sirve, con lealtad, al Parlamento y a todos los ciudadanos.

Hoy, cuando la crispación vuelve a convertirse en costumbre y la tentación de dividir sustituye al esfuerzo de dialogar, la memoria de la Transición no es una nostalgia: es una advertencia. Recordar no es mirar atrás, sino cuidar lo que heredamos. Olvidarlo, como diría Santayana, sería releer la historia en forma de tragedia.
Como ha escrito recientemente el periodista Manuel Ventero, autor del libro Felipe VI, ¿qué significa reinar sin gobernar?, fueron necesarios dos siglos de regímenes fallidos; dos reyes destronados a favor de sendas repúblicas (1873 y 1931), a su vez fracasadas; varios golpes de Estado; una cruenta guerra civil y cuarenta años de dictadura para que, a su fin, se iniciara sin pausa una transición ejemplar hacia un Estado social y democrático de derecho que, bajo la forma política de una monarquía parlamentaria, nos ha procurado cinco décadas de estabilidad democrática.
Este razonamiento de Ventero, publicado en el artículo titulado Juan Carlos Rey. Porque no siempre lo peor es cierto, en el digital Vozpópuli, nos recuerda, asimismo, el papel nuclear que tuvo don Juan Carlos en la consecución de estas cinco décadas de estabilidad democrática. De ahí que, como acertadamente señala Ventero, el rey emérito, don Juan Carlos de Borbón y Borbón, próximo a los 88 años, es merecedor —ahora y no “post mortem”— del reconocimiento de sus aciertos. Recordemos que, según la psiquiatra y escritora suiza-estadounidense, Elisabeth Kübler-Ross, «La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo».

Resulta difícil no sentir tristeza —e incluso un cierto sentido de injusticia histórica— al ver que el rey emérito don Juan Carlos ha sido apartado de la celebración del 50 aniversario de nuestra democracia. La semana pasada, Juan del Val (Premio Planeta 2025) manifestaba en el programa “La Roca”, de La Sexta, ese malestar compartido por muchos: parece que hemos decidido olvidar, de golpe, la trascendencia de quien fue clave en la transición de España hacia la libertad.
Es innegable que existen sombras en su vida privada, y es legítimo cuestionarlas y exigir explicaciones. Pero la existencia de fallos personales no puede borrar el mérito político ni desfigurar la obra institucional que lo sitúa como actor decisivo en el nacimiento y consolidación de la democracia. Especialmente durante la primera década de su reinado, su liderazgo supuso un freno al autoritarismo, un impulso a la pluralidad y una guía prudente en tiempos de incertidumbre.
Recordar los aciertos no implica absolver los errores. Significa reconocer con serenidad histórica lo que es justo: que, sin el papel del Rey Juan Carlos, España no habría recorrido del mismo modo el camino hacia la democracia. Y que la memoria pública de un país no puede construirse a base de silencios selectivos, sino de equilibrio, madurez y gratitud hacia quienes, con luces y sombras, fueron imprescindibles en los momentos decisivos.
Yo mismo me he referido a don Juan Carlos en una reciente entrevista sobre quién fue Adolfo Suárez y en qué consistió el espíritu de la Transición realizada para “Juventud Despierta”, una asociación juvenil surgida en la Universidad Carlos III impulsada, entre otros, por un joven abulense —Eloy Sánchez— contra la manipulación, el dogmatismo, la polarización y la tergiversación, destacando su enorme generosidad, pues habiendo heredado todos los poderes de Franco, supo sacrificarse al renunciar a gran parte de ellos para hacer posible el abrazo entre las dos Españas.
En fin, con motivo de este 50 aniversario de nuestra democracia, deberíamos meditar sobre las profundas palabras del rey Felipe VI con las que nos recuerda que el legado de la Transición no es un simple episodio del pasado, sino una actitud histórica: la voluntad de escucharse, de pactar y de anteponer el bien común a cualquier interés partidista o personal. Este espíritu, que permitió a los españoles superar fracturas y avanzar unidos, fue —como él mismo subrayó— un acto de madurez colectiva.
Desde esta madurez colectiva es desde donde debemos mirar nuestra historia, reconociendo errores sin borrar los aciertos, y valorando a quienes hicieron posible aquel cambio decisivo. Porque la democracia no se sostiene sobre la desmemoria, sino sobre la gratitud crítica y el respeto a los fundamentos que la hicieron posible.
Celebrar el 50 aniversario de nuestra libertad implica, entonces, un compromiso: proteger la verdad de lo que fuimos para fortalecer lo que queremos seguir siendo.

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