Alguien, no cualquiera, dijo de él que era el príncipe, el príncipe de los filósofos. Durante un tiempo arrancar la mala hierba ha sido un estímulo. En el jardín hay un merodeo de vidas distintas e interconectadas que me han preparado para otro rango de comprensión. Tras retirar esa presencia espontánea y distraída de la tierra, el patio huele a limonero y hierbaluisa. Solo se escuchan golondrinas. Es una escena de paraíso.
Cuando me puse más intensamente con Spinoza estaba próxima a la edad a la que él murió. Había leído el Tratado teológico-político siendo muy joven. La Ética ha sido durante mucho tiempo un libro pendiente, uno de esos libros que se insinúa y te persigue hasta que coincide contigo. En ella hay tanto de camino oscuro como de puntos luminosos. La oscuridad ha llegado a generarme picos de desasosiego, incluso una pesadilla con la substancia que alguna cariñosa carcajada ha provocado. Aun así, no he sentido desamparo y, de vez en cuando, las luciérnagas me han acogido como a un buen huésped.
Más a menudo es necesario un golpe de esa fuerza, que no te lo pone fácil, que te exige una entrega y un esfuerzo que acaban siendo el encauzamiento de tu energía. Un día valorábamos precisamente eso. Tiene interés iniciarse con lo que nos ayuda a comprender una obra maestra -algo que alguien ha escrito para hacerla más próxima- pero es preciso comunicarse directamente con la obra maestra porque algo nos pasa.
Hay algún pasaje de la Ética que imagino lo escribió riéndose y otros muchos con la sonrisa de contentamiento característica del Buda: una sonrisa discreta, serena y llena gratitud con la vida. La Ética, en su estilo, no es precisamente un libro emocional y, sin embargo, es altamente emocionante. Ese es uno de los misterios que la envuelve.
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