Este mismo enclave, varias capas de cemento, hierros y tuberías más abajo, fue un día regado con lágrimas o sudor de un celta, un cartaginés o un almorávide. La llamaron “mi ciudad” mucho antes que tú, cuando fue bautizada en honor a otros dioses, otros ríos, otros honores. Antes siquiera de que su nombre fuera escrito en piedra o papel.
El nomadismo finalizó, y el humano errante buscó parajes y abrigos que proporcionaran calor y agua, fruto y permanencia. El fuego paró de caminar y su artífice comenzó a elevar sus propios anhelos en piedras y madera, a observar el horizonte desde la almena, a guardar sus amores de la tormenta. Puso dique entre unos y otros, y entre todos y la naturaleza.
La ciudad nos abriga, nos reconoce, pero también nos exige un extenso catálogo de responsabilidades. En nuestro próximo programa analizaremos el verdadero significado de ser ciudadano entonces y hasta nuestros días.
El fuego nos devolverá la verdad de los orígenes, del primer hombre, de la primera piedra, del primer lugar en que quiso quedarse.
Alicia García-Miguel
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