Moisés en el Monte Sinaí. Óleo de Jean-Léon Gérôme, c. 1895.
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El favorito. Relato sobrenatural. Octava entrega.

¿En qué clase de mundo sobrevivís, con esa pobreza de gestos?

Vicente Forcadell

Tengo que distinguir entre el miedo que siento de noche y el que siento de día. Mi miedo nocturno es ridículo visto desde la vigilia, y doblemente porque es el mismo de muchos personajes de la serie, aunque no siempre, en la ficción, sea infundado. Es el miedo que se tiene a los fantasmas cuando te despiertas y, sin darte muy bien cuenta de lo que estás haciendo, te llegas hasta la nevera para combatir el alcohol con algo grasiento o agua helada sin haber encendido las luces del pasillo ni de la cocina. A lo lejos, al otro extremo del pasillo, ves el tenue resplandor de la luz de la mesita de noche, que tiembla y amenaza con desaparecer. Si se enciende y apaga en morse, me encerraré en la despensa durante el resto de la noche. Pero no pasa nada, por supuesto, y abres la nevera y de pronto eres consciente de lo expuesto que estás, metido en un frágil nimbo de luz cercado por tanta oscuridad, y con todos los pelos de punta no sabes cómo vas a volver a la cama para poder pensar qué tonto porque no es tan sencillo, en el camino de vuelta pequeñas manos invisibles se van a divertir contigo.

De día, ahora, temo por otros y trato de entender. Es un miedo metafísico, nada que ver con los infantiles terrores nocturnos. Se ha hablado mucho a lo largo de la Historia, es un tópico, de la potencia, de las conquistas del espíritu humano… ¿Y si se referían precisamente a esto y yo y quizá muchos otros no lo entendíamos correctamente? O sea, ¿y si el espíritu humano no es humano? Aunque forme tanta parte de nuestra historia que lo hemos hecho nuestro y, ya digo, algunos o incluso muchos gilipollas no supiéramos de qué se estaba hablando… Lo sé, lo sé, suena a ‘Ah, ya, tú no te habías enterado de que los marcianos dominan la Tierra desde 1969…’ O, en un nivel más realista: ¿y si lo que yo veo verde otros lo ven policromado? Bien, es fácil, o posible al menos, que esto sea cierto, siquiera en un sentido figurado. Entonces, o soy un poco más tonto de lo normal y no llego a alguna forma de lo obvio, o soy un poco más listo de lo normal y cuestiono lo que otros dan por descontado. Tanto lo uno como lo otro me mantiene en la normalidad. Si vivir con el ente es normal, no tengo que verme como un trágico Ahab sometido al poder de una ballena universal. (El mundo entero sería el Pequod, en esta imagen megalómana, y la tripulación aún no sabría que los estoy conduciendo a la perdición.) El problema estaría en saber si el ente y lo que hace es normal –compartido con los demás– o no. Por lo menos, estoy orgulloso de haber sabido plantear el asunto y reducirlo a sus justos términos.

David Roberts - Israelites Leaving Egypt 1828

Avancemos (digo, adalid, a todos los que me pueblan). Si el ente no fuera normal, aún podría ser obra mía. Y, si así fuera, como ningún hombre es nunca el primero en hacer nada sino que, desde nuestros orígenes, actuamos en manada o en rebaño, entonces, este ser ha de pertenecer a alguna mitología. Dios, regreso a un punto del camino que creía haber dejado atrás: este ser es el dios de la Biblia, el dios de Job, el patriarca que pese a todo tiene fe en él y soporta con paciencia inacabable los desmanes del diablo. Cambia que, aparentemente, el ente no me pide nada y obra en mi beneficio. Una cierta originalidad que no disimularía su origen. Es dios quien me concede a cada paso su bendición y, si creo en él con fuerza, en algún momento Satanás puede ir a malear nuestra relación y dios darle permiso para que me atormente.

Mientras tanto (¡‘mientras tanto’!: si esto es invención mía, ficción, parece apropiado poner a prueba fórmulas populares de la narrativa consagradas, tengo libertad estilística total), Emma prácticamente ha desaparecido de mi vida. Una vez más. La diferencia es que en esta ocasión el fatalismo, la fe en que volverá por ley de nuestra vida, no me alivia: hemos estado muy cerca el uno del otro, se había cumplido lo que parecía un destino que había fracasado en varias tentativas previas pero que por fin nos había alcanzado. Además, esta vez yo sé perfectamente lo que está haciendo y con quien. Noto no sólo la compasión de la gente (con algunas excepciones: Arturo me hace llegar con la mirada su regocijo), sino incluso su comprensión, que excluye la burla: quién, qué mortal competiría con Walter, ese semidios borracho que arrastra a Emma, tan aficionada también al alcohol y las drogas prestigiosas, de fiesta escandalosa en fiesta escandalosa. Temo por ella, a pesar de todo. Ridículamente, imploro al ente que no la toque. No por ahora, al menos. En estos días me he cruzado dos veces con Walter en los pasillos del hotel y la segunda sirvió para confirmar la impresión que me había causado la primera.

Los dos íbamos solos. No sin motivo ha hecho Walter casi tantas veces de galán malo como de bueno. Basta un leve pliegue en la comisura de sus anchos labios para sugerir un mundo de significados. Era conmiseración, una conmiseración burlona, insuficiente para sentirla como una provocación, ni siquiera para darse por aludido; podía ser perfectamente un perezoso saludo de complicidad. No hay deportividad en su actitud, pero no cabía esperarla. Hasta se podría decir que así me enaltece, me eleva a su mismo nivel. No me quejo, yo también he practicado inevitablemente ese vergonzoso orgullo macho: en rachas de encadenar muchas mujeres, acaba siendo lo más interesante ver a quienes se las quitas. Eso habla mal de los hombres como nosotros, pero también de las mujeres como ellas. No lo detesto, ni mucho menos: yo también pienso que no soy rival para él. De hecho, que nadie lo es, y por eso mismo me permito despreciar un poco su sonrisa. La segunda vez yo ya llevaba preparada la mía, una mínima sonrisa de superioridad intelectual que no desdeña llegar a demostrar la física, si es el caso.

Grupo de parroquianos en una mesa de bar.

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Esta mañana he ido a rodar después de unos días de interrupción en que no he querido ver a nadie y sólo he dejado la habitación del hotel para ir al bar donde la primera vez que Emma se separó de mí di tiempo a su arrepentimiento. Apenas como: me castigo con pinchos en el bar (me repugnan un poco, pero me sobrepongo) y sándwiches de una gasolinera a mitad de camino de los exteriores, como hoy: me gusta desayunar en gasolineras, por lo provisional, por los colorines, por la variedad de gente, animada, sumida en la rutina o dueños de expresiones que no domino. A veces, en el hotel, escucho las risas extranjeras de la gente de la película de Walter y me parece distinguir la de Emma. A ese bar voy por una especie de enfermiza superstición (sí, creo que hay supersticiones saludables), no es que me gusten ni el ambiente ni la parroquia: es casi una tasca, no demasiado pulcra, y, si esto dura, el tabernero se tomará confianzas conmigo; ya apunta maneras y guiños a otros clientes cuando, por haber bebido algo de más, se me suelta un poco la lengua. ‘¿En qué clase de mundo sobrevivís, con esa pobreza de gestos?’ Daban ganas de increparles con alguna frase por el estilo, que apenas pudieran comprender, haciéndome el fino fanfarrón: entre el viril Marlon Brando de la taberna en Queimada y el empalagoso Richard Harris del tren en Sin perdón.

Y entonces, una noche, en ese bar, junté esa pobreza de signos y un articulillo de una revista que yo hacía como que leía, en la barra, para que no creyeran que estaba pensando, ofensivamente. Por lo visto, han inventado un aparato que, aplicado a un perro, traduce sus ladridos, que expresan deseos, miedo, afecto, amenaza (gañidos y lengüetazos sonarán como exclamaciones de dolor y placer)… En realidad, nada que no pueda entender perfectamente cualquier dueño de perro algo sensible sin necesidad del aparato. Pues bien, yo rezo al ente si rezar significa intentar comunicarse con un ser superior, invisible, poderoso… Pero el lenguaje es una invención humana. Si dios –el ente– me contestara, para él sería como ponerse a ladrar. No es que no pueda hacerlo, si lo puede todo (y eso también hay que pensarlo aquí, en este bar que se me revela como un templo del pensamiento); es que sería indigno; quién va a creer, no digamos adorar, a un dios que ladra (bueno, está Anubis…). ¿Acaso hablaba el dios de la Biblia? Por lo que recuerdo, prefería manifestarse por medio de zarzas ardientes y otros fenómenos semejantes o más grandiosos. O sueños. Su conversación más larga de la que tengamos noticia debió de sostenerla en el monte Sinaí con Moisés. Moisés bajó de la montaña con las tablas de la ley, dijo que dios se las había entregado y punto. Punto final. Lenguaje. Pero esa conversación, con Moisés de amanuense, ¿no es inconcebible? ¿No es ridícula? Diez mandamientos. Diez, no once ni dieciséis, para adaptarse al gusto infantil de los hombres por las cosas redondas, simétricas, que nos parecen más acabadas. Diez leyes para los hombres y él, dios, incumple a menudo las de la física y nos asombra y nos estremece, como hay que estar ante un verdadero dios, asombrados, estremecidos, cabizbajos. Milagros contra leyes físicas. ¿Y qué son las leyes físicas al cabo sino lenguaje humano? Ladridos, para un dios. ¿Omnipotente? Bueno, sí, para nuestro catálogo de cosas imposibles… Pero seguro que un dios sabe hacer más cosas imposibles, de las que no tenemos ni idea. Fue una noche muy provechosa para mi relación con el ente y, agradecido a aquel ambiente tan propicio, dejé en la barra una propina insultante.

Un ejemplo de efecto especial son los croma.

Antonio y Orlando, los jefes de la empresa de efectos, están junto a su furgo. Ya los he visto otras veces discutiendo de sus cosas técnicas.

–Eso te lo hace el MX 666 –dice Orlando. O algo así dice.

–Claro, capullo –dice Antonio–, pero lo hace en digital.

–Pues claro, qué te crees, eso era una pantalla.

–Hay que joderse –se impacienta el sabelotodo de Antonio–, ahora va a ser lo mismo filmarlo que en directo.

–Pero claro que no, ¿es que no has visto los nuevos drones? Se pueden conseguir campos invisibles.

Los interrumpo y les pregunto de qué hablan, me gusta llevarme bien con los técnicos, no sólo por razones de conveniencia (te arreglan cualquier cosa).

–Lo de anoche, la verdad es que estuvo muy bien –dice Antonio.

–¡Estuvo cojonudo! –dice Orlando–. ‘Y sé cómo hacerlo’ –añade–. Casi sé ya cómo’, rebaja la pretensión ante la mirada incrédula y superior de Antonio.

Pregunto a qué se refieren. De distintas maneras parecidas se asombran de que no lo sepa y hacen bromas con mis borracheras, Antonio con más moderación. Tienen cierto derecho a hacerlas porque nos hemos emborrachado en alegre troupe más de una vez. Les hacía gracia que, borracho, yo les explicara los primeros efectos especiales, una plancha de hierro agitada para el sonido del trueno, esas cosas. Son buena gente digital, yo no hubiera aguantado que ellos me explicaran a los presocráticos.

–O sea, que no estuviste en la fiesta.

Entiendo, hay delicadeza en ellos: es mucho mejor hablar de mis borracheras que de las andanzas de Emma. Me cuentan contradiciéndose, ya camino del plató, el efecto con el que se cerró la fiesta de despedida del equipo de la película de Walter. No fue un efecto. Fue un aullido espléndido, aterrador, desgarrador.

         –A ver –cierra Antonio–, ¿no son también invisibles las aspas de un ventilador?

Apenas hay tiempo para detalles, el plató está listo, me esperan. Tengo que caminar con mucho cuidado en lo que figura un pantano con arenas movedizas y recitando un ensalmo. Un ayudante de Orlando va echando la consabida neblina a mis pies. Repito el camino varias veces en silencio (porque hacer la voz se me da muy bien y la primera vez ya es buena).

Cuando, hacia media noche, los invitados de honor del alcalde, es decir, Walter con los actores principales, el director de la película, el mismo alcalde y otras personalidades, se asomaron a la terraza principal del mejor hotel del centro urbano para saludar a la multitud que, advertida con bastante antelación, se había congregado en la plaza adyacente, hubo fuegos de artificio, música y de repente, al llegar el turno de Walter de agitar sus manos y sus mejores sonrisas, en lo que el público en general, los anfitriones y los restantes invitados pudieron considerar un espectacular efecto que primero los dejó atónitos, horrorizados, y luego por fin les arrancó, instigados por unas tímidas palmadas a cargo del alcalde y adláteres, una atronadora ovación, se vio cómo Walter se alzaba en el aire unos tres o cuatro metros, manoteando grotescamente pero con los brazos hasta el codo pegados al cuerpo. Luego vi el vídeo y no podía ser, Walter nunca habría manoteado y pataleado así, tan antiestéticamente, ni para hacer gracia, ni para quedar mal a cambio de que lo consideraran buen actor, como hacen algunos actores guapos, todo tiene un límite precisamente estético. Antonio ha dicho algo que me parece muy interesante según vamos hacia el plató. Recito el ensalmo y, mientras, me lo repito: ‘Se puede hacer, claro que se puede hacer, todo se puede hacer’. Todo, pero en su sitio. El milagro lo es sólo cuando se hace en un tablero que no es el esperable, el de su juego.

Porciones de un fuego artificial de castillo puesto en la Feria Nacional de fuegos artificiales en Tultepec.

Entonces, en el vídeo, la cabeza de Walter giró como la de la niña de El exorcista y, de pronto, salió despedida como el tapón de una botella de cava y con un ruido parecido, y con mucha sangre en vez de rebosante espuma. La policía pidió a la gente muestras de esa sangre en sus ropas, unos días después, para comprobar que no era de atrezo. La cabeza desapareció ‘como una pelota de béisbol lanzada fuera del estadio’, escribió alguien en el periódico local, y lo mismo pasó con el cuerpo. Fue como si un ser gigantesco hubiera arrojado lejos un hueso para que su caniche cancerbero de tres cabezas corriera a buscarlo y se lo trajera. Pero no lo trajo de vuelta. El público estaba tan impresionado, que convivieron diferentes percepciones: según otros, el cuerpo (y la sangre, no nos olvidemos del chorro de sangre) desapareció de repente, pero no todo él a la vez sino en una veloz progresión, como si lo envolviera una capa de tiniebla. La gente se fue a casa convencida de haber asistido a un espectáculo de gran clase, tal como sabe que se hacen las cosas en Hollywood. El mundo es una miríada de pantallas grandes, enormes, pequeñas, mínimas, indistinguibles de la vieja realidad. Donde no hay ninguna pantalla, hay un espejo que se le asimila.

Cocina solar

El favorito. Relato sobrenatural. Octava entrega. Vicente Forcadell

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