Uno no es famoso hasta que no aparece en un calendario para apadrinar mascotas. Es duro reconocerlo, sí, pero la vida es dura y las leyes que la rigen están forjadas en fraguas de mil vulcanos. Es esa ley de vida que hay que beber a grandes sorbos en pequeños vasos de los de dura lex, sed lex, que se decía antaño. Sin embargo, el que uno no sea célebre o siquiera reconocible tiene también sus cosas buenas como, por ejemplo, que se puede ser cualquier otra cosa mientras tanto. Ser o parecerlo, que el mundo de las etiquetas es algo inabarcable y al igual que el universo se encuentra en continua expansión como si de una cadena de supermercados se tratase. Somos la etiqueta que nos cuelga, como el champú o la ternera, pero sobre todo somos algo con fecha de caducidad, ingredientes, alergógenos y, si la ocasión se tercia, dos por uno.
Resulta fácil observar cómo el afán por etiquetar cualquier realidad se ha extendido como una mancha de aceite de ricino alcanzando casi todos los ámbitos de la vida, tanto que hasta en el mundo de las letras han hecho números y se ha decidido entre arrobos que lo mejor es no sustraerse al encanto de etiquetar. Basta con entrar en una librería y pasear la vista por sus estantes para comprobar el entramado de categorías que cuartean sus estancias lo cual, tratándose de un único producto como es el libro, debería llevarnos a la irreflexión de preguntarnos si de verdad existen tantos géneros literarios como trayectos en metro. Uno siempre ha pensado que los libros debieran dividirse en dos, los que forman mera información encuadernada, y los libros propiamente dichos. Dentro de los primeros estarían los de bricolaje, cocina, textos legales o científicos y, si nos apuran, los destinados a mamoncetes que empiezan a deletrear. Solo el resto son libros con sus más y sus memos. Dividir las obras en géneros puede resultar higiénico si se quiere pero tiene su puntito de denigrante, básicamente porque los libros únicamente pueden ser buenos o malos, a criterio y matiz de cada cual, y poco importa lo demás.
A pesar de todo no podemos negar la utilidad de esta práctica para un comercio, pero hay que cuidarse de los engaños y muy especialmente los que tienen que ver con los denominados ‘libros juveniles’. Y es que resulta extraño que mientras conviven entre nosotros jóvenes que alcanzan casi la cuarentena por convención social, los libros que supuestamente les están destinados continúan dormitando en las mismas estanterías de siempre. Puede que la categoría de libro juvenil sea una de las mayores aberraciones que la pobre industria editorial ha creado al no aclararnos por qué su denominación, si hace referencia al autor o al futuro lector y, en tal caso, nos quedamos sin saber qué es un lector juvenil. Cabe pensar que el calificar un libro de esta guisa suponga degradarlo porque de manera más o menos consciente se expulsa de su ámbito al público que, aunque sea en la intimidad, no casa bien con la categoría de juvenil. Negar que las vivencias o las aventuras, las chorradas o los muermos de los jóvenes no interesen a quienes se tachan de adultos es una sandez solo al alcance de un adulto que nunca leyó libros infantiles. Admitir su segregación nos llevaría a reconocer lo inaceptable, que hay personas que no están formadas o maduras para leer según qué cosas hasta cierta edad, y especificar qué cosas son esas nos conduce irremediablemente al absurdo de abordar la cirujía de manejar la mente de cualquier lector y, con ello, a adulterar el libro.
Leer un libro juvenil no es cosa que haya que tomarse a la ligera, y tras no pocas averiguaciones podríamos decir que existen tres mundos dentro de la literatura juvenil. El de autores tontos que creen que sus lectores también lo son; las buenas obras desarrolladas con el tierno encanto que se le supone a personas de determinada edad; y los grandes libros que encierran tras una exquisita factura y la dulzura de la infancia, las grandes cuestiones que aquejan a la humanidad. Todo lo demás se nos antoja moda efímera porque realmente poco importa que el joven lea mucho o poco y qué es lo que lea. Lo realmente incomprensible es que se expulse de ese paraíso con pluma flamígera al resto de lectores como si las obras juveniles adolecieran de inmadurez, fuesen incompletas o resultasen mentalmente defectuosas. Y este es el tema, porque tan libros son como los que jactanciosamente se autocalifican como volúmenes hechos y derechos para gente de criterio firme y sólida intelectualidad.
Por alguna razón que se nos escapa se pretende minusvalorar en estos libros la alta categoría que se espera de ellos o, lo que es lo mismo, confesar contritos que ya no hay quien escriba como Andersen, Salgari, Verne o la propia Elena Fortún. Y reconocerlo duele, y mucho. Quien no es capaz de encontrar en un libro juvenil una joya es incapaz de saber dónde tiene la cara ni la contraportada, y merece que lo agarren de las solapas para regañarle. Luego gustarán o no, faltaría más, pero somos de la opinión de que en literatura no hay género pequeño si el alma del lector es tan grande que cabe en la cabeza del autor. No debemos dejarnos engañar por una lectura sencilla, ágil y risueña cuando detrás de esas letras que bullen hormonadas se esconden los grandes problemas que, en su pequeñez, afligen a esos jóvenes que somos nosotros mismos cuando no fingimos. Leer libros juveniles debiera ser acto de sinceridad implacable, pero no. Tal vez un gesto de rebeldía, pero tampoco. Nadie que lea suplementos culturales reconocería que se muere por leer un libro juvenil de los de pasiones con acné o aventuras en vespino. A fin de cuentas nadie reconoce que el autor más leído en España sea Corín Tellado. O un tal Marcial Lafuente Estefanía, que ahí ahí andan…
Pienso que escribir literatura juvenil debería ser (y no es siempre) un acto de responsabilidad. Los jóvenes, pese a creerse muy sabios, están forjando su personalidad y son vulnerables, suelen empatizar con personajes que les gustan. Y ahí está ese acto de responsabilidad: No es lo mismo que un adolescente simpatice con un líder (personaje) sano, ecologista, con moral y principios… a que lo haga con un protagonista delincuente, zombi o un monstruo imaginario.
Por experiencia propia, ya sé lo degradada y mal considerada que está la literatura juvenil y lo poco que se aprecia. Nadie tiene en cuenta, sin embargo, que a un chaval hay que pillarlo en la primera página, que lo que lea (si le gusta) incidirá en él de alguna forma y, quizá, lo convertirá en un lector, lo aficionará a los libros y, de mayor, seguirá con ellos. La L.I.J. tiene la posibilidad de crear cimientos sobre los que se sustenta una vida futura. Esa es una realidad que debería servirnos a todos para no etiquetar y despreciar (en ocasiones sin haber leído) cualquier obra destinada a nuestros menores, muy especialmente aquellas que logren captarlos, distraerles, aficionarlos a leer y, por descontado, aunque sea de forma soterrada y sin adoctrinamiento, les infundan valores y les ayuden a forjarse una personalidad positiva.
Pilar López Bernués