Posiblemente detrás de sus ojos acontezca toda la riqueza de Tokyo. El área metropolitana más poblada del mundo, con casi 44 millones de habitantes.
Posiblemente, tras sus ojos, se guarde la rica tradición de sus ancestros. La técnica de la confección de los kimonos, los sabores de yakitori, el aroma de motsu-yaki… que preparaban sus abuelos.
Seguramente, las flores rojas de su pelo, el delicado recogido, la línea de su flequillo hayan sido cuidadosamente elaborados por una madre vestida con ropa occidental. Presenta a su hija al templo durante la ceremonia sintoísta del Shichigo-san (siete-cinco-tres).
Su cuerpo esbelto, pequeño, de gesto alegre, tal vez desearía correr. En otro lugar. La mirada inteligente de la niña nos dice que conoce bien el momento actual de la ciudad de Tokyo.
Por las fotografías de Tokyo. Diario urbano, la niña con sandalias frente al templo me ha agarrado de la mano. La sigo.
Podríamos quedarnos horas observando la técnica caligráfica a pocos metros del santuario de Fushimi Inari, en Kioto. O detenernos a estudiar los primeros brotes de Sakura, la flor del cerezo. Horas de contemplación o meditación ancestral en los Jardines del Palacio Imperial.
Nos asomamos al Río Meguro. Con sus pies de niña sobresaliendo bajo la valla, se inclina ante el agua repleta de flores blancas. Apenas dejan traspasar el color del cielo.
Ahora me lleva a la Tokyo skytree, la torre más alta de Tokyo y el brillo de sus ojos se torna de un gris metalizado. El ruido abajo es distinto también. Amortiguado detrás de los ventanales es un ruido metálico y veloz. Bajamos.
Ella sostiene con sus manos pequeñas ese kimono confeccionado para la ocasión. No debe rozarlo por las calles saturadas del sur de Tokyo, en la pequeña isla de Enoshima, ni por las calles de Shinjuku, abarrotadas de gente demasiado ocupada. Nos acercamos al barrio de Monzen Nakacho. Me pide con el gesto que me arrodille. Su sonrisa ya celebra la festividad de Fukagawa. Los niños nos rodean con risas. Juegan con un cordón de farolillos para decorar la calle.
Siento que Tokyo ya atraviesa mi corazón y que esta niña se guardará en mi alma para siempre. Su luz es la de un farolillo de papel. Cálida. Evocadora.




Me ha llevado a Nara y un cervatillo ha comido de su mano. Ha dibujado con su dedo sobre el jardín de arena Karesansui, del templo Zen Ryoan-ji. Entre el júbilo de las gentes nos han purificado con agua en una procesión de mikoshi.
La niña no me ha soltado de la mano. Me agacho para mirar sus ojos negros y vivos. En un gesto que guarda toda la tradición y el futuro de Japón, acaricia mi pelo empapado y revuelto. Me sonríe.
Cierro las páginas. Inspiro para conservar todos los aromas que traigo. Mi pelo sigue humedecido.
Reseña de “Tokyo – Diario Urbano” de Ignacio de Tomás.
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