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Eternos y Frágiles

El momento actual y pandémico que nos ha tocado vivir, donde el cuerpo es el gran ausente, pero también el gran deseado. Presencia de la ausencia.

(Sobre “Cuerpo, ingravidez y enfermedad”, de Pedro Alberto Cruz)

Se podría decir que el cuerpo, la carne, es la historia que el tiempo lee en nosotros, la que nos describe frágiles y pasajeros, pero también eternos. Para el cuerpo, la eternidad es una aspiración imposible y por tanto una limitación y un fracaso: viene del canon, de esa idea del cuerpo construida con el decoro de una pose académica en la que se presume un reflejo (pálido) de la divinidad, un rastro que bien podría seguirse hasta el desaparecido canon de Policleto. En ese precedente encontramos no sólo una representación del cuerpo basada en un ideal matemático, sino también un régimen visual que tardará siglos en romperse y cuyas primeras grietas aparecen cuando Courbet dirige sin decoro nuestra mirada hacia el origen del mundo, llevándonos a través de ese infinito venéreo hacia la pose simétrica y contraria de Étant donnés, la trampa hiperrealista de Marcel Duchamp, donde lo visible cuestiona lo evidente y lo convierte en una broma conceptual.

En la ruptura del régimen visual que culmina en Duchamp se aprecia el efecto paradójico de la carnalidad absoluta, materializada en la ausencia del cuerpo. Es un poco como el momento actual y pandémico que nos ha tocado vivir, donde el cuerpo es el gran ausente, pero también el gran deseado. Presencia de la ausencia. Es la fragilidad de ese cuerpo la que nos lleva precisamente a evocarlo, a necesitarlo y, por supuesto, a reivindicarlo. Cuando Adorno se preguntaba cómo escribir después de Auschwitz se asomaba a esa Modernidad que ha hecho añicos nuestra humanidad, y que como bien apunta Pedro Alberto Cruz, se revela en la imagen de aquellos cuerpos frágiles, consumidos y casi desencarnados que quedaron grabados en nuestra memoria. Esos cuerpos de la historia también tienen su régimen visual, su arte retiniano, donde adquieren un inusitado potencial performativo. El arte se encarga así de recordarnos que nuestro cuerpo es el soporte de nuestra mortalidad, el emblema de nuestra fragilidad; allí donde se manifiesta lo que nos hace demasiado humanos.

Pero un cuerpo frágil y enfermo es, también, un cuerpo disidente, enfrentado a las estrategias de la biopolítica que mencionaba Foucault, destinadas a convertir la vida en algo administrable por el poder. Un cuerpo enfermo es un cuerpo disidente porque se impone como un elemento disruptor en el engranaje del sistema productivo, que sólo es capaz de gestionar cuerpos sanos que garanticen su perfecto funcionamiento. Así es como la salud se convierte en una tiranía de la que tomamos conciencia a partir de nuestra debilidad, es decir, de nuestra humanidad. Esa conciencia que es la propia historia del cuerpo, cuyo camino a través del arte nos lleva de la representación ideal a la batalla social, posterizada en el icónico battleground de Barbara Kruger. En la actualidad es esa batalla la que idealiza el cuerpo, no la imagen de su representación canónica, y a través de ella se busca conquistar un lugar en el espacio público.

En Cuerpo, ingravidez y enfermedad (Ed. Bellaterra, 2013), Pedro A. Cruz nos muestra un amplio catálogo de acciones artísticas que el cuerpo desarrolla en el ámbito de su fragilidad, conectado a una idea de pureza, de ingravidez, de elevación mística, que subvierte (y profana) con la caída, como el ángel o el mito. Los cuerpos ingrávidos son «cuerpos gloriosos», pero lo son en la medida en que vuelven a la tierra, en que su materialidad los empuja hacia abajo y les hace sentir su condición mortal. Así se singularizan y se subjetivan frente a las políticas de salud que promueve el racionalismo económico, así convierten también su sacrificio en una transferencia de sentido que, como la sangre vertida, vuelve renovada a la colectividad, creando un vínculo social ajeno a la lógica de las relaciones económicas.

Para ilustrar todos estos procesos de subjetivación, Pedro A. Cruz repasa las múltiples manifestaciones del arte corporal; body artperformanceart charnel…, y sus nombres propios; Orlan, Yves Klein, Eva Hesse, Francesca Woodman o la infaltable Marina Abramovic, entre otros. Importante el peso de lo femenino en esa representación del cuerpo disidente, dado que hasta la propia Institución del Arte ha sido un espacio tradicionalmente reservado para la subjetividad masculina. No es extraño que la enfermedad se pueda interpretar entonces como una metáfora de lo femenino, en el sentido de crear a través de ella una experiencia que haga visible el cuerpo de la mujer en el espacio social. La enfermedad, como bien apunta Pedro A. Cruz, convierte el cuerpo en hipercuerpo bajo el signo de cierta desmesura de la que se vale la mujer para destruir la imagen histórica de su cuerpo, esa construcción cultural que la ha despojado de subjetividad y a la que cuestionan relatos de la enfermedad como el de Susan Sontag o imágenes como la de Katarzyna Kozyra convertida en una versión cancerosa de la Olympia de Manet.

En el proceso de reconstruirse –en el proceso también de olvidarse–, el cuerpo enfermo desborda su marco de representación y abraza una dimensión temporal en lo inmediato, en el «ahora mismo», donde desaparece la memoria del cuerpo útil y productivo y regresa la imagen del cuerpo glorioso y «ostensivo» (Agamben), cuyo referente de plenitud es su propia vida material. Vista así, la enfermedad se parece un poco al amor ¿Será por eso que Thomas Mann consideraba la enfermedad como una desvirtuada actividad amorosa? Si es así nos encontramos finalmente con una vivencia erótica de la enfermedad que Pedro A. Cruz sugiere que interpretemos como una especie de afectio societatis, como una celebración de carácter social en la que, a través del dolor (a través del amor), se reconcilia lo público con lo privado.

Jorge L. Penabade

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