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Los días señalados

De Castilla nunca se vuelve solo. Y para entonces uno ya sabe que esa persona murió, lo sabe porque lo ha visto, pero también sabe dónde están los suyos y puede ir a verlos...

Déjeme que le cuente, señora, que hay pañuelos que a veces son un mundo. No cualquier pañuelo, claro, pero casi, sobre todo ahora que los pañuelos han quedado para indultar miuras. Pero tampoco cualquier mundo, que todo hay que decirlo, que hay mundos que se creen que lo son todo, y eso no es así. Lo que sí es cierto es que antes eso de los pañuelos era cosa de mucha enjundia, dicen que hasta de alcurnia pero eso no se sabe seguro, son solo cosas que se dicen y luego no sabe uno qué pensar, que en realidad sí lo sabe, como bien calla usted, que lo que no sabe uno es cómo decir que no lo sabe sin que sepa que sí lo sabe.

Esto se lo decía porque a veces uno cree que sabe lo que hace y en realidad no, y entonces se trae de Castilla libros de otro, eso que son libros usados, que es una manera de decir a veces las mismas cosas. Se traen y ya está, pero a veces no vienen solos porque uno no termina de aprender que de Castilla nunca se vuelve solo, que se traen leyendas, siempre, y abre después el libro y se encuentra en la primera página el nombre de una persona que dice sin decir que ese libro antes fue suyo, y uno lo deja y se pone a pensar cómo se debe sentir al ver ese nombre. Porque ese libro que vino tan de lejos como es de Castilla (Castilla es ese material del que están hechas las otras tierras), ese libro, le digo, tiene un nombre a veces; otras un sello que llaman exlibris, que es cosa de ser muy afectado, de gente rara; y a veces acompaña una fecha que sumerge a uno en un sopor; o unas letras añadidas como de niña pequeña que encoge los corazones; o de una ciudad extranjera, que es cuando uno se sienta porque ya es demasiado. Uno sin pretenderlo se hace con alguno de esos libros y consigue descifrar el nombre, a veces incluso una dirección, y luego viene todo lo demás, cuando pasa que ese nombre se convierte en el libro completo, en todo el ensayo, en toda la novela, en la poesía (hay gente que dice que es poeta pero en realidad es murciano, para que vea la desfachatez que hay), y ese nombre, y esa fecha, y esa ciudad se convierten en el propio libro, que poco importa lo demás, el planteamiento, el nudo más o menos corredizo y el desenlace, que siempre es el mismo. El nombre de esa persona que un día lo escribió en la primera página de ese libro se convierte en el protagonista de su propio libro para otro, y la fecha es la de otras indias descubiertas, y la ciudad la del lugar donde van a morir asaeteados los sueños mal cumplidos.

A veces uno encuentra el nombre de su anterior dueño en la primera página de un libro y esa página se convierte en todo el libro. Y uno quiere saber quién es y pregunta en los periódicos antiguos, o no tanto, y la ciudad queda al descubierto, y a lo que se dedica se convierte en su trama, y su familia en la de uno por un tiempo, y su ciudad también, que todas las ciudades acaban siendo la misma, y los kilómetros, uno detrás de otro, acaban siendo los que le traen a esta ciudad. Y entonces es cuando uno, además de todo, tiene miedo, que ese señor del nombre de la primera página era de aquí, de este sitio, que la orilla era esta. Y uno se pregunta cómo ese libro de esa persona vuelve a la ciudad de la que partió, con su nombre y su fecha, y un sello del ministerio de educación de los de águila y yugo y flecha. Aquel libro que llegó un día a Castilla vuelve una noche a esta ciudad, que es a la suya, como siguiendo un instinto atávico. Y para entonces uno ya sabe que esa persona murió, lo sabe porque lo ha visto, pero también sabe dónde están los suyos y puede ir a verlos…

Y entonces cierra el libro, lo cierra de golpe, que es como se cierran los libros en estos casos, como cuando se ve colocar un mechón detrás de la oreja. Luego, cuando todos duermen, vuelve a él y debajo del primer nombre, fingiéndolo todo, escribe la palabra ‘también’, que es el nombre de uno, y la fecha. La ciudad no, que es esta como bien sabe el libro. Y vuelve a cerrar el libro a esperar que se seque la tinta y la hiel. Uno podría escribir otra palabra, pero no quiere, una más bonita pero no quiere, elegir otra, pensarlo mejor, dedicarle un tiempo, inspirarse, pero no quiere. Y ya está.

Y esto es lo que quería contarle, señora, lo del libro con el nombre de otro, y mire que no se lo cuento para que se sorprenda, que bien sé que usted es de aldea y no se sorprende con estas simplezas, pero tampoco me negará que lo ir a ver quiénes son esas personas da mucho cosa. Lo de los pañuelos, ya ni le cuento. O no.

Iván Robledo Ray

Cartas a esta señora

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