Estamos en una de esas fiestas con las que los ediles y empresarios locales agradecen la publicidad nada discreta que hacemos de sus monumentos, comercios y cualquier otro posible atractivo turístico. No sólo nos agasajan así: nuestro escaparate de virtudes locales es una forma más de financiación de la serie. Los ejecutivos de la cadena de televisión gestionan las subvenciones y aportaciones privadas que después, al final de cada episodio, figurarán en los créditos con las bonitas letras que ha diseñado Emma. Por supuesto, también ha venido Walter. Es la segunda vez que coincidimos en una fiesta esta semana. Estoy de pésimo humor. Emma, que nunca había querido acompañarme en estos casos, está flirteando descaradamente con él, que parece encantado. Domina su papel de galán: no sólo flirtea con Emma, hay un grupito de mujeres jóvenes y viejas a su alrededor, pero sé distinguir grados de atención. Los demás hombres hablamos de nuestras cosas: arte, negocios, viajes, maneras de afeitarse… Yo quería que nos volviéramos al hotel temprano porque por la mañana tenemos visita cultural, un recorrido por los principales monumentos del casco antiguo de la villa. Odio los monumentos, y aún un poco más las estatuas de hombres ilustres. Estoy a favor de que las derriben, como está ocurriendo en Estados Unidos: son política, no arte, son relatos mentirosos, exaltación de grandezas históricas. Desde luego, no son escultura. Y todo aquello que no sea obra de un único artista también debería ser arrasado: catedrales, pirámides, arcos de triunfo…

Bien, aquí me he dejado llevar por la irritación, pero me disgustan las cosas que se muestran satisfechas de sí mismas; ninguna obra de arte real se muestra así, al contrario. A mí me gustan muchos escritores, algunos músicos, unos cuantos pintores, no sé nada de escultura pero respeto a los escultores que no hacen estatuas… Incluso me gustan más las pequeñas cosas humildes, sin pretensión alguna de arte (ni de artesanía, por favor) que las obras masivas, impersonales, institucionales desde su origen. Respeto a todos los individuos dedicados a su arte, a cualquiera capaz de ensimismarse. Una señora a mi lado se hace la escandalizada por mis opiniones. Levantamos nuestras copas ella y yo sonrientes, como si todo fuera inofensivo. Un par de señores ríen ante la excentricidad de los artistas, incluidos los actores, este actor que tal vez esté un poco bebido, aunque nada en comparación con la chica con la que ha venido, que empieza a resultar un poco demasiado llamativa: está bailando con Walter al compás de la música, que sólo es música de fondo de la que nadie más hace caso. Están ensimismados, el uno en el otro. Como los actores somos así, propensos a tomarnos grandes libertades con la etiqueta, me voy a paso ligero sin despedirme de nadie. Todavía me tomo otro whisky en un bar casi vacío en el que mi traje no llama la atención porque la ciudad está tomada por gente como yo desde hace una semana y supongo que nadie lo ignora. Tengo la esperanza de encontrar a Emma en la habitación del hotel. Le doy un poco más de tiempo con otro whisky. Duermo fatal pero consigo, me impongo llegar a tiempo para la visita promocional. Intento no hablar para no balbucear, desvío la mirada continuamente procurando no mover la cabeza.

La resaca me impide entender en un primer momento lo que acaba de suceder: se ha desprendido una parte del complicado artesonado del edificio en el que nos encontramos y al caer ha rozado la cabeza del alcalde, cerca de mí. Veo la sangre en su cara. No es grave. No me cuesta nada poner cara de consternación y me vuelvo al hotel después de algún vano pero algo aparatoso intento de ayudar a restablecer el orden, la calma, la bovina estupidez del paso institucional. Cuando sucedió, yo iba fantaseando con la idea de una nueva civilización europea erigida sobre las ruinas de los símbolos cristianos y sus iglesias y pinturas sin mérito artístico. No se trataría, en absoluto, de una distopía al estilo de las que muestran, en esas circunstancias, maltratados escenarios por el estilo (‘¡Oh, ha ardido Notre Dame, qué terrible pérdida!’). Sería un inmenso espacio abierto, un espacio para la libertad, sin masas, con renta mínima, sin trabajo… Bosques, praderas, rebaños de seres pintorescos sin utilidad (el triunfo del veganismo sería un clamor), el arcoíris sobre la ciudad de edificios sin pretensiones, sobre todo sin pretensiones funcionales… Ahí lo dejaba, por si el ente, sí, buen nombre, el ente, aceptaba el envite y provocaba un cataclismo fundacional. Me daban ganas de bailar como un arlequín un baile estilizado como si yo lo fuera también, altísimo, delgado, anguloso; ganas de moverme con gestos rápidos y lentos a la vez y señalando las cosas a mi alrededor y decretando con el índice –vertical y enseguida horizontal, espectador y enseguida ejecutor– su inmediata aniquilación con sólo un sonido redondito y una leve nubecilla de polvo como consecuencia. Entonces, cuando ya me volvía al hotel, me di cuenta del cuidado que debía tener con mis pensamientos.

Aún seguí unos instantes: el nuevo mundo, en un panorama tan despejado, empezaría una vez se consiguiera acabar con la vanidad. No con la vanidad personal, por supuesto, la sal de la vida, el origen de todo placer, sino con la vanidad institucional, colectiva: el tipo de vanidad que alegre e inconscientemente, enardecedora, comparten más de dos personas (porque dos personas –quizá incluso tres– aún pueden compartir, apartadas del mundo, una vanidad productiva y placentera): el orgullo patrio, por ejemplo. Un paraíso en el que habría desaparecido la propiedad privada, no sobre las cosas pero sí sobre las personas: derribemos las estatuas de los esclavistas, claro que sí, pero acabemos sobre todo con los celos, con lo que ahora hace que yo sienta que me están quitando a Emma. Es tan lamentable tener ciertos sentimientos, no, emociones, que vienen del sucio origen de los tiempos…
9
Decir ‘te quiero’ es un chantaje, una debilidad o, en el más inocente de los casos, una banalidad. ¿Quererse es, pues, una de las pocas cosas que pueden hacerse sin necesidad de decirlas para ponerse de acuerdo? Quererse nunca es un acuerdo, desde luego. Casarse debe de ser un pacto, una cosa –de nuevo– institucional; quererse, de ninguna manera. Es posible que yo quiera a Emma. Después de tantos años, de tantas oportunidades perdidas, de nuestra inusual intermitencia, estaba empezando a desear decírselo como –ahora lo sé; he tenido que retrasarlo y pensarlo mejor– una celebración de mi felicidad. Una felicidad incipiente, prometedora, bobalicona, y egoísta, si tenemos en cuenta que uno nunca tiene derecho a quedarse un rato mirándose el propio ombligo simplemente porque mirar lo que se tiene alrededor resultaría más duro. Enamorarse es fascinante, placentero, doloroso… y algo tedioso y un poco temible a mi mediana edad y con las peculiares circunstancias y avatares de nuestra relación. No estoy enamorado de Emma como lo he estado de otras mujeres y también de ella misma hace muchos años. Basta el aguijón de los celos, su veneno, para hacerme creer que lo estoy y, después, cuando me he desintoxicado, que nuestra relación va más allá del enamoramiento para internarse en los dulces territorios del amor. No, no quiero a Emma (o no es eso lo que más cuenta ahora mismo); sólo estoy celoso. Y si en cualquier caso los celos son destructivos, cómo no pensar en el peligro, en la posibilidad de que mis celos acaben –literalmente– con ella. ¿Estoy loco?: debo evitar llamar la atención del ente sobre ella. Avergonzado, porque es exactamente como rezar, me descubro intentando comunicarme telepáticamente con él.

Uno mira atrás y corrige los errores de las páginas escritas, las erratas, los descuidos, la ignorancia… Uno mira atrás hacia su propia vida y ve un amasijo de borrones irreparables. Y entonces llega el ente, no, la conciencia de las intervenciones del ente, y es lícito pensar, retrospectivamente, que jamás hubo la menor posibilidad de conseguir una vida inmaculada (como a uno le habría gustado porque uno es un maniático y tiene derecho a serlo). Uno se ha pasado la vida reaccionando, privado de auténtica iniciativa. Ve que su presente no es su presente, ve que ya fue de otros. El mismo, exacto, quizá. Queda la posibilidad de asumirlo como margen para la libertad personal. El protagonista del relato de Henry James, el guardián y guía de la casa natal de Shakespeare, alcanza un cierto éxito profesional y un cierto equilibrio personal en el momento en el que asume la fe de los devotos visitantes y la hace suya transformada mediante una ironía íntima, indetectable para sus embelesados oyentes, para el mundo exterior.
Conciencia del ente… ¿Asisto a todas sus intervenciones en mi vida? ¿No puede haber golpeado con su taco, desde el otro extremo del tapiz verde, una bola invisible para mí desde mi posición y que, a su vez, ha golpeado otra que sí he visto rodar hacia la tronera, hacia su oscuro objetivo?

El favorito. Relato sobrenatural. Séptima entrega. Vicente Forcadell
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Este artículo relata en prosa vivencias personales ciertamente poéticas y valiosas. Me “chirrió” un poco su frase:
“…yo iba fantaseando con la idea de una nueva civilización europea erigida sobre las ruinas de los símbolos cristianos y sus iglesias y pinturas sin mérito artístico.” Parece una hipérbole poética, no creo que el autor piense así si ha visto alguna catedral o ha estado en El Prado. Posiblemente una de las más altas cotas de belleza se han alcanzado en el arte religioso. Creo que fue una exageración dictada por la prosa.
Un saludo:
Javier Burguillo Muñoz
Muchas gracias por su comentario. Por supuesto, esa no es la opinión del autor sino la de un personaje que habla en primera persona. Saludos