El favorito. Relato sobrenatural. Décima entrega.
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El favorito. Relato sobrenatural. Décima entrega.

En una especie tan gregaria como la nuestra, ser único es una maldición insufrible que, probablemente, lleva a… ¿la locura?

Vicente Forcadell

Al final de El Horla, el protagonista, después de leer en una revista de divulgación científica (curiosa coincidencia) que los habitantes de São Paulo son víctimas de un delirio que les hace abandonar sus casas huyendo de seres invisibles que los sojuzgan, ha deducido que el monstruo ha venido de Brasil embarcado en un bergantín brasileño que él había visto remontar el Sena por delante de su casa. El monstruo tiene un origen. Si el protagonista fuera brasileño, aún tendría que preguntarse qué es y de dónde viene. En Ruan o París, no es necesario preguntarse más, basta con saber que viene de tan lejos. Si yo hubiera leído en aquel bar, en aquella revista, una noticia parecida, dadas las diferencias entre el Horla y el ente y con un espíritu más empresarial, quizá habría suspirado de alivio y empezado a planificar mis sentimientos más primarios para rentabilizarlos: ahora quiero un caballo, o un yate, deseo a esa mujer… ¡Consíguemelos, ente! Quiero decir, lo que me paraliza es la soledad, el pensamiento de que soy único. En una especie tan gregaria como la nuestra, ser único es una maldición insufrible que, probablemente, lleva a… ¿la locura? La locura era un estado mucho más prestigioso y habitual en tiempos de Maupassant que ahora, en esta postmodernidad en que apenas se oye hablar de ella y desde luego tiene vetada la entrada en los finales y los móviles de las obras de ficción. Ni la esquizofrenia, ni el Alzheimer, ni la paranoia (bueno, puede que la haya rozado en algún momento), ni el trastorno maníaco depresivo, ni la depresión siquiera ni, mucho menos, la demencia senil pasarían hoy un casting literario.

La locura es un recurso del que se abusó, triste en esta época hedonista y desengañada del psicoanálisis, y que ya no resuelve nada. Porque hoy en día la locura no es un final, sino sólo el comienzo de una popular invisibilidad demasiado conmovedora como para apartar la vista. Es como el amor a los cachorros: señales de nuestro tiempo. No, en ningún caso puedo volverme loco. No mientras escriba, al menos. ¿A qué puede llevarme entonces la conciencia de la soledad? ¿A un cierto sentimiento de íntima frustración? ¿O de rebeldía ante la situación? Nada insoportable, en cualquier caso. Lo único que debo hacer es seguir con mi vida y evitar en lo posible las emociones fuertes. Lo mismo que si fuera hipertenso.

(La locura puede ser el resultado de un ego hipertrofiado. En aquella revista, que ahora hojeo siempre que encuentro un número por ahí (en la peluquería, la última vez), leí que el peso total de los insectos supera el de la humanidad. Los insectos son infinitamente vistosos, habilidosísimos, misteriosos, sagrados…. Si hay dioses que necesitan prestar atención a las criaturas, ¿no los tendrán aún más poderosos que los nuestros los insectos? Los insectos, el perfecto pueblo de dios. ¿Y si es el dios de los insectos el que me visita por razones que no puedo imaginar, tan remotas? Pueden estar ocurriendo grandes cosas en el mundo de los insectos sin que nosotros nos demos cuenta. Aquí mismo se están reuniendo representantes de diferentes especies junto a frases hechas, adjetivos prescindibles y sinónimos ornamentales que pasan igualmente desapercibidos, casi invisibles, y a la sombra erigen su propia manera –vulgar, compartida, poderosa– de pensar. Dominus insectorum: hormiga, langosta, termita, mariquita, cigarra, abejorro, mariposa, moscón, libélula, escarabajo, abeja, avispa y hasta una representante de las arañas.) 

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No es una vida plena, ni satisfactoria. Incluso el recelo puede convertirse en una costumbre invisible. Emma es una costumbre invisible. Pero hacemos planes para el fin de semana como los verdaderos amantes se cuidan del bienestar de sus invitados.

Una vez conté un sueño a mi amigo el arquitecto estrella Fernando Ferraz (su aliterado nombre de guerra): yo estaba en el campo o en un gran solar, en una zona despoblada y fea en todo caso, quizá con matorrales y escombros, y veía cómo cerca de mí, demasiado cerca si hubiera estado despierto, demolían un edificio bíblico que una vez despierto me hizo pensar en la torre de Babel. El edificio se desplomaba y provocaba una polvareda grisácea y abombada que lo ocultaba por completo y que alcanzaba una altura aún mayor. Entonces, cuando la densa nube de polvo iba a empezar a desplomarse o a desvanecerse, surgió de su extremo superior una nubecilla de ladrillos compactos que quedaron suspendidos en el aire separados entre sí y que enseguida, manteniendo, ajustando la separación, formaron un perfecto cuadrilátero poco más alto que ancho, una torrecilla, del que yo veía una esquina y dos de los cuatro lados (Fernando lo tradujo a términos más precisos), pero no desde abajo sino, sin que la distancia variase, casi como lo habría visto de estar a la misma altura. No mucho después, Fernando inventó y patentó una nueva manera de construir con la que se está forrando. Utiliza los ladrillos rojos granate típicos de Brooklyn (nombró también otros lugares en los que abundan) y los une, con unos tres cm de separación, mediante un material maleable y que se solidifica con la transparencia del vidrio a modo de argamasa.

Yo creo en el valor artístico de los sueños y me confío a ellos cuando no sé cómo seguir adelante. (No me refiero sólo a escribir.) Últimamente tengo poderosas visiones. He visto con todo detalle una nube de langostas.

Ahora mismo, la dificultad está en conciliar el relato realista del mundo exterior con el fantástico sobrenatural de mi mundo interior. En apariencia, no hay conflicto, no hay tensión: ésa es la dificultad, precisamente. 

He soñado con una especie de gusano blanco, una enorme termita, que vivía en una cueva y al que la luz hería dolorosamente. Al principio, al despertar, pensé que había soñado con el ente, tan asombroso me parece que se pueda soñar que uno tiene una forma no humana. Fue el dolor lo que me hizo caer en la cuenta de que el gusano era yo. No sé si los sueños significan algo, pero a mí los míos me hacen pensar. En este caso, en que es muy posible que yo sea débil si, en cierto modo, he sido mimado y privado de enemigos por el ente desde siempre. No tengo carácter por su culpa. Por eso no sé hacer frente a gente como Arturo, que es fuerte y taimado porque no lo ha tenido fácil. Tengo todo lo necesario para aplastarlo (éxito, envergadura, inteligencia, verbo… sólo intento ser objetivo comparándome con él, no se trata de valores absolutos), pero no soy capaz, carezco de aristas, soy blanduzco y no tolero la luz; maleable como la plastilina, me refugio en las expresiones faciales y corporales adecuadas a este caso y en general: no hago más que mantener el tipo según las indicaciones que me dan.

No, no y no. No es verdad. El ente amenaza con destruir mi salud mental a través de mis sueños si hago como que no está ahí. Hará lo que sea (¿y si la verdad fuera que sobrevive en mí, que sin mi conciencia no sería nada? No es cierto, ha vivido años y años así sin que yo me diera cuenta), pero no tengo que dejarme amilanar. Soy actor protagonista y, por tanto, soy carismático. No se trata de lo que yo piense sobre nada; yo puedo estar convencido de ser una piltrafa humana y mientras la realidad demuestre otra cosa seré lo que la realidad diga. A menos que me empeñe mucho en sacar fuera, al mundo exterior, lo íntimo. Claro que podría convencer al mundo de que soy una piltrafa; por supuesto: me abandono públicamente al alcohol y las drogas y al cabo de cierto tiempo aparezco como piltrafa en la sección Qué fue de… Pero mientras siga bebiendo casi en secreto, como hacemos casi todos en este oficio, sin llamar la atención por mi modo de sostener la copa (me lo han alabado mucho algunas mujeres), no pasa nada: soy un ser carismático que no tiene por qué sentirse desgraciado por lo que haya hecho Emma en el pasado con su cuerpecillo. El tema de la salud mental tenía que aparecer y luego ser dejado atrás, superado. Ya.

Vamos a visitar Toledo. Al final Emma no consigue deshacerse de compromisos de última hora y llegamos muy tarde. Dejamos el coche en un parking de las afueras y llamamos un taxi (es impensable conducir por Toledo) que nos deja a la puerta del hotel en el que Emma ha hecho una reserva. El hotel no es gran cosa, pero tiene la ventaja de que nada más salir puedes perderte por estas callejuelas y no ser capaz de regresar nunca. No es gran cosa… Profesionalmente, Emma está en el límite de lo que es cool como novia de un actor protagonista. Mira, es una ventaja, ahora puedo pensar en ella con esta crudeza. Un actor protagonista, como un futbolista de élite o una estrella del rock (aunque en este último firmamento en el que abundaron las constelaciones se están apagando todas las estrellas) es un paradigma del éxito mundano y esto tiene sus exigencias sociales. No podría casarme con una modistilla, como en los viejos cuentos; ni siquiera podría seducirla y abandonarla en el papel del villano, para el que también estoy bien dotado. ¿Sería mejor una pintora con cierto caché que una diseñadora gráfica que no acaba de despegar? Bueno, como esposa, sin duda. Como novia, una diseñadora está muy bien si espabila un poco. Ya sé, ya sé… qué más da que sea el ente o la vida lo que te vuelve un poco cínico si ése es el resultado normal. ¿O es que a mi edad prefiero mi recién perdida inocencia bobalicona?

¿Acaso no pensabas ya eso y la diferencia es que te avergonzaba siquiera empezar a pensarlo y enseguida mirabas a otro lado mental? Has conquistado territorio nuevo, explóralo con más gusto aún del que te produce pasear por estas calles que no han cambiado en siglos de la mano de la preciosa Emma. Es un memento mori luminosísimo pensar en las generaciones de los muertos desfilando junto a uno, en esta mañana en que el sol alcanza el irregular empedrado en cuesta y los cantos rodados destellan y apoyan sus pequeñas sombras en todas las pequeñas direcciones del callejón. No me gustan los monumentos, ya lo he dicho, y en cuanto salimos del dédalo de callejuelas a la plaza de la catedral (más bella, airosa, misteriosa de lo normal en una catedral española, concedo) comprendo a qué se debe la fragancia que impregna el aire: el suelo está cubierto de ramas de tomillo o romero; y comprendo que hemos cometido un grave error: es el día del Corpus, fiesta tan grande en la ciudad como ignorada en el resto del mundo. Todo está lleno de gente y en el interior de la iglesia, al que Emma se empeña en arrastrarme, será aún peor. Por eso no había encontrado Emma mejores habitaciones. Si hubiéramos venido el sábado, como yo quería…

El favorito. Relato sobrenatural. Décima entrega. Vicente Forcadell

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