Acalanda Playa de noche

YO, ABO. Capítulo 11: Una aventura juvenil inolvidable.

“Nunca es bueno provocar a un león dormido”

Con todo hecho y la sensación agridulce por no haber podido hablar con Paula, me acosté en la cama, tratando de agotar el tiempo de los veinte minutos asignados por mi madre antes de entrar en lo que ella calificó como “sesión terapéutica”. En esta relajante posición, cerré suavemente mis párpados, trayendo a mi memoria la imagen de Paula, una madrileña encantadora, alegre, simpática y llena de vida, dos años más joven que yo. 

Habíamos coincidido alguna vez en la tienda de regalos de sus padres, Antonio y María, acompañando a mi madre en la compra de algún regalo. Además de su fidelidad como clientes, venían manteniendo una cierta relación de amistad con ellos. También he de decir que habíamos vivido juntos una aventura juvenil inolvidable que paso a relatar a continuación.

Resulta que este mismo año, al finalizar el verano y antes de regresar a Barcelona, coincidimos en el “Port Royal”, un bar de copas en la zona de Teatinos, decorado al más puro estilo pirata para intentar recrear la fascinante leyenda del conocido pirata Henry Morgan. Ella estaba sentada en una mesa del establecimiento con un pequeño grupo de tres amigas. Yo había salido esa noche —algo raro en mí— persuadido por otro pequeño grupo de tres amigos para cumplir —según Fermín, el gallito del corral del grupo— con una misión: ligar y pillar cacho.

Al ver a Paula allí me dio un vuelto al corazón. Rápidamente pasé a saludarla, para sorpresa de mis amigos, que me tenían considerado como una “mosquita muerta”, un soldado no apto para la conquista de corazones, insulso y sin glamour para el mundo femenino. Tras los saludos de rigor y de presentación de sus amigas, Lucía, Marta y Lola, a mí me correspondió hacer otro tanto, presentándoles a mis amigos, Fernando, Fermín y Javier.

Ambos grupos de chicos y chicas congeniamos desde el primer minuto muy bien. Fermín rápidamente se puso en modo “líder”, amenizando la noche con sus graciosos chistes y su risa contagiosa. Fernando y Javier más en modo “serio”, haciendo el trabajo periodístico de investigación para descubrir el terreno que estábamos pisando. Yo, en mi línea: modosito y observador.

En aquella “noche loca” de amigos hubo más que risas y chistes. Fermín congenió muy bien con Lucía, una simpatiquísima sevillana afincada en Málaga; Fernando con Marta, una estudiante de arte dramático procedente de Jaén y Lola, una belleza cordobesa con Javier, los dos muy serios, de los que nunca se van por las ramas, porque su rama es la ciencia. A D’Artagnan, es decir, a mi persona, le correspondió en gracia batirse en sin par batalla con la singular Paula.

Tanto Paula como yo estuvimos muy recatados durante toda la noche. Paula es una chica muy simpática y extrovertida, pero creo que ese día se sentía algo cohibida, quizás porque el escenario no era para ella terreno conocido. Básicamente, nuestra conversación versó sobre nuestros encuentros en la tienda, la amistad entre nuestros padres, y el clásico de otros tiempos del “estudias o trabajas” reformulado por el de qué estás haciendo y qué vas a hacer en el futuro.

En ese momento no caí en la cuenta de que algunas de las preguntas que me formulaba Paula no eran ingenuas; más bien al contrario, que estaban perfectamente estudiadas para extraer la información que ella necesitaba: la de en qué mundo amoroso yo me estaba moviendo actualmente.

Fermín, autoproclamado gallito del grupo, recién creado de chicos y chicas, nos propuso salir del local a eso de la una de la madrugada para respirar un poco de aire fresco por el paseo marítimo. A todo el grupo nos pareció una buena idea pues nos permitiría intimar con nuestras respectivas parejas de una manera más tranquila, sin interferencias y bajo la luz de la luna, que siempre ayuda en los encantamientos y amoríos.

Fermín, en un momento dado y por sorpresa, nos pidió que nos descalzáramos para caminar por la arena de la playa hasta la misma orilla del mar. Una vez allí, distantes de la vista de algunos pocos paseantes noctámbulos, tomó la palabra para pedir a las chicas que se tomaran de la mano y a los chicos que nos pusiéramos de rodillas ante ellas, tocando nuestros hombros.

Aquella propuesta nos generó a todos mucha inquietud, al no ser capaces de adivinar la siguiente escena que tenía pensada para esta improvisada función. Fermín —pensamos todos— es capaz de proponernos cualquier disparate. Un Fermín que claramente estaba en esos momentos bastante perjudicado. Cuando hablaba lo hacía balbuceante y, al caminar, de aquella manera.

—¡Estoy de la hostia, tíos! —nos decía. ¡Es la mejor noche de mi vida! Solo he consumido un par de bebidas. ¡No estoy borracho! La noche es joven, limón Kas….ja, ja, ja. Y ahora viene lo mejor. Escuchad, amiguitos y amiguitas, lo que tengo que deciros:

“Ma salio tan bonita la tierra de Andalucía, que quiero hacerle un regalo pa los restos de la vía. Quiero que toas sus mujeres destaquen del mundo entero y pa que no se te olvíe, apaña pluma y tintero. A la mujer sevillana, le daremos simpatía, y el talle como un clavel a la mujer de Almería. Que la mujer de Jaén, tenga andares de princesa, y ojazos negros y moros a la mujer cordobesa. Démosle a las granaínas belleza con picardía, y Huelva y Cádiz se lleven, el salero y la alegría. Señor, dijo el angelillo, Málaga se le ha olviao. Yo no me olvío de na, no me seas descarao, Málaga es algo especial. A ver, coge una mujer y ponle to lo apuntao: la belleza, la alegría, los ojos, la simpatía, y to en un cuerpo perfecto, ni mu grande, ni pequeña…¡Y ya tienes el modelo de la mujer malagueña!”

Al escuchar la afirmación de que ¡Y ya tienes el modelo de la mujer malagueña!, todos, al unísono, gritamos: ¡Olé!, aplaudiendo el fabuloso poema recitado de manera cuasi profesional por Fermín; un Fermín que, venido automáticamente arriba, sabedor de que, a su público, esto es, a todos nosotros, nos había gustado mucho su interpretación, solicitó para su persona el reconocimiento que todos los grandes actores del teatro reclaman a su público al finalizar la representación.

 Lucía, metida de lleno en la fiesta, improvisó inmediatamente unas sevillanas, apoyada por todos nosotros con aplausos, sumándose Marta, Lola y Paula. Los chicos, como no íbamos a ser menos, lo fuimos haciendo poco a poco, tratando de contribuir de la mejor manera con todo nuestro arte a aquel “improvisao” tablao flamenco, con fondo marino. Yo, Pablito “el catalán”, como así comenzaron a llamarme, lo hice “My Way”, es decir, a mi saber y entender; y, bueno, todo hay que decirlo, con más miedo que vergüenza.

—¡Viva la mujer andaluza! —Gritó Fermín, con voz de cazallero. A lo que todos respondimos: ¡Viva!.

 Luego, ni corto ni perezoso, declaró sin previa negociación diplomática alguna “la guerra de los chicos contra chicas”. Una guerra sin cuartel emprendida de unos contra otros, a base de disparos con la fría agua marina tomada con nuestras propias manos a modo de arma letal. 

—¡Ahora, verás, cabronazo! -exclamó Lucía dirigiendo su “ira” contra Fermín, el causante de esta guerra juvenil.

—¡Sí, sí, y tú también te vas a enterar de lo que vale un peine! —le espetó Marta a Fernando.

—¡Pues tú no vas a ser menos, mamonazo, ahora vas a saber cómo es la mujer cordobesa! -fue la iracunda admonición de Lola a Javier.

 Paula, sin embargo, no tuvo ningún oprobio contra mí, simplemente se limitó a seguir el juego y lanzarme un femenino disparo de agua marina.

Pero esta guerra, como cualquier guerra, empezó como empezó y por lo que empezó, pero sin saber a ciencia cierta cómo iba a terminar. Como decimos por Cataluña, la cosa fue “a más a más”, esto es, aquella batalla campal, mejor dicho, marina, sin “causa belli” conocida, fue “in crecento”: primero, según las reglas, esto es, de chichos contra chicas; y, luego, confundidos por la negrura del cielo de una noche sin apenas luz lunar, de todos contra todos y contra todas.

¿Y cómo continuó aquella batalla marina se preguntarán? Sencillamente, dentro del agua. Y no vayan a pensar que nadando y guardando la ropa. ¡No, amigos y amigas! En aquellos belicosos instantes no había tiempo para estrategias militares, por lo que llegamos al agua del mar como vinimos del Port Royal: con la ropa puesta. De esta guisa continuamos la cruenta batalla, sin el conocimiento seguro de quiénes eran nuestros amigos o amigas, y quienes nuestros enemigos o enemigas.

La batalla —como acabo de decir— se desarrolló dentro del mar, a pocos metros de la orilla, con el pecho cubierto y sin rostro definido por la negrura de la noche. Una noche que, como al popular cubano Dinio, nos confundía. Con esta confusión, dimos comienzo a la fase final de la guerra, con el arma más mortífera a nuestra disposición: la aguadilla.

Creo que nunca había escuchado tantos improperios, tantos disparates y tantas palabrotas juntas en un mismo tiempo y lugar, como allí se vertieron. Y, en honor a la verdad, tantas risas también.

 Luego de llegar al estado de extenuación, dimos, de común acuerdo, fin a tan singular batalla marítima. Una batalla en la que no hubo ni ganadores ni perdedores. A continuación, ya, fuera del mar, bien enraizados en la arena marina, todos nos dimos un fuerte abrazo. Nuestro líder, “el capitán Fermín”, ya totalmente despejado, vuelto en sí y en posesión de todas sus facultades físicas y mentales, apeló al famoso juramento de unión y auxilio mutuo de los tres mosqueteros, gritando:

—¡Todos para uno y uno para todos! Una poderosa frase motivadora que todos repetimos al unísono tres veces más.

En esto que Lola, la belleza cordobesa, irrumpió a llorar desconsoladamente para sorpresa del grupo. Instintivamente, Marta sacó un paquete de klinex de un neceser que había dejado a buen recaudo en la arena durante nuestra batalla marítima, ofreciéndole consuelo. Luego llegaron los de Lucía, Lola y Paula. Los chicos también nos interesamos por ella.

—Pero, bueno, mi arma, ¿qué te pasa? —preguntó Lucía.

—Estoy bien, de verdad, no tenéis que preocuparos por mí —respondió Lola algo más calmada.

—¿Ha habido algo de esta noche que te haya molestado, corazón? —preguntó Fermín.

—No, de verdad, todo ha estado muy bien. Sois estupendos, los amigos más simpáticos que he conocido.

—¿Seguro que no te pasa nada? —preguntó preocupada Paula.

—Gracias, cariño, de verdad, estoy bien.

—Ya sabes que puedes contar con todos nosotros, para lo que necesites —comenté yo.

—Lo sé, gracias, Pablo. ¡Uff! Para mí ha sido como una especie de catarsis curativa. Sois todos estupendos, de verdad.

—Pues entonces, amigos y amigas, si todo está bien, prosigamos nuestras andanzas por la ciudad…..¡que la noche es joven, limón Kas! —nos arengó el “capitán Fermín”.

—Sí, claro, prosigamos, prosigamos, que la noche es joven, limón Kas —replicó Fernando

—Avanti, avanti, pues, piratas del caribe, que aún tenemos muchas cabezas que cortar —reafirmó Javier.

—Pues sea como decís, que si no es ahora…¿cuándo? —fue mi tímida aportación.

Ya todos venidos arriba, metidos en harina o, mejor aún, en el del papel de piratas del Caribe, totalmente decididos a hacer todo lo que hiciera falta, incluido lo de cortar cabezas, el “capitán Fermín” tomó de nuevo las riendas del grupo para darnos la siguiente instrucción:

—A ver, piratas: ¡A formar! Venga, rapidito, rapidito, a formar, que la noche es joven, limón Kas. ¡Joder, no hay tiempo que perder!

Sin rechistar, una vez dispuestos en línea de formación, nuestro “capitán Fermín” se puso en modo de sargento de instrucción del ejército norteamericano, en actitud marcial, firme y disciplinada, con los brazos y las manos hacia atrás, envarado y con mala leche.

No cabía otra que dejarnos llevar por la marea del momento. Oponerse a lo que estaba sucediendo allí era romper con el hechizo o la magia de aquella noche inolvidable.

Debo confesar que, por mi forma de ser, todas aquellas escenas goyescas orquestadas por nuestro “capitán Fermín” me hacían a sentir algo incómodo; pero, al mismo tiempo me empujaban a preguntarme: si no es ahora, ¿Cuándo? ¿Si no permito que todo esto suceda, qué tendré que contar algún día a mis amigos o a mis nietos?

 Ciertamente, todo aquello era insólito para mí, muy acostumbrado a no salirme del guion de una vida disciplinada, predecible, centrada en mis estudios y en mi mundo de la informática. En algún instante fugaz pasó por mi cabeza la cuestión de si se trataba de sueño o realidad. En esto que todos nos miramos entre sí, pensando que toda aquella situación nos resultaba muy divertida, esbozando unas ligeras risitas. Por su parte, el “capitán Fermín”, con cara de pocos amigos, pasó la obligada revista, fijando su mirada retadora en el entrecejo de cada uno de nosotros. Una vez finalizada, tomó de nuevo la palabra, para darnos la segunda instrucción. 

—Soy el capitán Fermín, vuestro nuevo instructor. A partir de ahora sólo hablaréis cuando yo os lo diga. La primera y última palabra que sólo podrá salir de vuestras gargantas es: señor, sí, señor. ¿Entendido?

—¡Señor, sí, señor! —respondimos todos tímidamente, con gran seriedad, metidos completamente en el papel.

—¿Entendido? —nos volvió a preguntar.

—¡Señor, sí, señor! —respondimos.

—No os oigo, piratitas ¿Entendido?

—¡Señor, sí, señor! —dijimos todos a voz en grito.

—Pues, entonces, si es como decís, ya podéis romper filas, piratitas, la ciudad es nuestra. ¡Adelante, piratas del caribe!

Y, de este modo, mojados hasta los tuétanos, partimos decididos a la conquista de la ciudad perdida, juntos, entrelazados unos con otros al modo de las vedettes del Moulin Rouge de París, cantando una y otra vez a ritmo del baile del can-can: 

—Somos, somos las vedettes de la Tribulete de la gran ciudad, ja, ja, ja….

Sí, efectivamente, aquella noche de aquel día nuestro grupo de amigos, “Los piratas del Caribe”, dimos la nota, tratando de dejar el pabellón malagueño bien alto. Afortunadamente, a esas altas horas de la madrugada quedaban ya pocos viandantes, y los pocos que se veían nos miraban convencidos de que se trataba de un espectáculo callejero, algo que alimentaba aún más nuestra vena artística, motivándonos a hacer nuestro numerito musical de la manera más profesional posible.

 A continuación, adentrados ya en la ciudad, cambiamos de repertorio artístico, reconvertidos a grupo folklórico canario, vociferando:

—Esta noche no alumbra la farola del mar. Esta noche no alumbra porque no tiene gas. Porque no tiene gas, porque no tiene gas, esta noche no alumbra la farola del mar.

Paffff! Sin saber por dónde ni porqué, un torpedo impactó en la línea de flotación de nuestro “barco pirata”, dejándonos a todos atolondrados por unos instantes. Una vez recompuestos y a cargo de la situación comprendimos que aquel proyectil aguanoso no era más, y tampoco menos, que el impacto inesperado de un cubo de agua fría caído del cielo. Sí, se trataba de un chorro de agua fría caído del cielo, y esto dicho en sentido literal, no metafórico.

—¡Joder! Que día de agua llevamos hoy —comentó Fernando.

—Ya lo creo —ratificó Javier.

—¡Desgraciaos, que son ya las cuatro de la mañana! ¡Que algunos nos tenemos que levantar a trabajar dentro de dos horas, cabrones! —se escuchó repentinamente a un hombre desde su balcón de un segundo piso de su apartamento.

—Pero, oiga, que nos ha lanzado un cubo de agua fría, sin verlo ni quererlo. Pero, oiga, ¿Quién se cree que es usted? ¿El capitán Tan? —le comentó en plan retador su contrincante, el “capitán Fermín”.

—¿Qué quién me creo que soy yo? ¿Y tú, quién te crees que eres tú, gilipollas?

—Pues mire usted, yo soy el “capitán Fermín”. ¿Y usted? — le respondió con mucha retranca.

—Yo soy el Tío la Vara, cabrón —le respondió tratando de estar a su altura en el duelo entre caballeros— y ahora mismo os voy a deslomar a todos, si no dejáis tranquilo al vecindario, cabrones.

—Por favor, Fermín, déjalo ya. Creo que nos estamos pasando de la raya. Este hombre tiene razón, no tenemos ningún derecho a molestarle —comentó Lola.

—Sí, sí, por favor, vayámonos ya, que al final terminamos en una comisaría de policía —terció Marta.

—¡Vale, vale, Tío la Vara! No se acalore, hombre, que ya nos vamos —comentó el “capitán Fermín” tratando de dejar aquella riña callejera en tablas.

Pero, para sorpresa del resto del grupo que deseaba dejar ya por zanjada aquella trifulca absurda, el “capitán Fermín” se revolvió de nuevo, increpando a su oponente con este irónico comentario:

—Oiga, por curiosidad, ¿la vara de “El Tío la Vara” es de mimbre o de antena de coche de las de antes?

—Esto lo vas a comprobar por ti mismo, cabrón; que te voy a moler a palos a conciencia ahora mismo —le respondió aquel hombre, desapareciendo de inmediato del balcón de la terraza, por lo que todos interpretamos que venía hacia nosotros con el mismo ímpetu e intenciones que un toro de lidia.

—Salgamos pintando de aquí ya, joder, que este tío nos muele a palos —comentó sensatamente Javier.

—Sí, por favor, vayámonos ya —comenté yo apoyando la propuesta, a la que se sumó todo el grupo, incluyendo al “capitán Fermín”.

Lo cierto es que escapamos de aquella desconcertante situación a uña de caballo desbocado. Así que, con el pensamiento de “pies para que os quiero” salimos todos de allí a toda prisa, conscientes de aquella endiablada circunstancia había sido provocada sin ningún tipo de paliativos que nuestra propia inconsciencia juvenil.

Una vez a salvos del deslome del furioso “Tío la Vara”, en pleno bosque urbano, paramos en seco la carrera. Cuando nos serenamos un poco y, tomando resuello, nos abrazamos fraternalmente con la sensación de haber aprendido una bonita lección vital: la de que nunca es bueno provocar a un león dormido.

Pablo Martín Allué

0 comments on “Una aventura juvenil inolvidable

Gracias por comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.