El Poder de un Abrazo

YO, ABO. Capítulo 10: El poder de un abrazo.

“El silencio es profundo como la eternidad y lo contiene todo”

—¿Todo arreglado con papá? —fue la primera pregunta de mi madre una vez que finalicé aquella conversación con mi padre.

—Lo de todo arreglado sería mucho decir, mamá. Creo que nos han quedado algunos interrogantes por responder.

—¿Es que sigue sin ver claro lo de tu idea de marcharte a California para hacer el posgrado?

—Digamos que tiene sus dudas al respecto, pero no he observado en él ninguna oposición insalvable.

—Entonces, ¿Quel est le problème, mon petit?, que dicen los franceses.

—Al parecer, como siempre, la abuela Julia.

—¿La abuela Julia? ¿Qué problema hay con la abuela Julia?

—Para mí, ninguno. Para vosotros un problema no resuelto, además de una herida emocional abierta y sangrante.

—¿Un problema no resuelto? ¿A qué te refieres, cariño? —me preguntó mi madre bastante perpleja.

—Las cosas de la abuela Julia siempre han estado envueltas en un halo de misterio. ¿Quién sabe? Quizás mi viaje a San Francisco tenga algo que ver con tener que descifrarlo. Pero antes de qué me sigas investigando, déjame que cumpla con el encargo de papá.

—¡Vaya! ¿Papá te ha hecho un encargo? ¿Cuál? —exclamó y preguntó intrigada.

—Este: darte un besazo y un gran abrazo.

Así que, ambos nos fundimos en un gran abrazo largo y silencioso, conscientes del significado profundo que contenía este gesto de amor entre madre e hijo. En ese momento me acordé de mi amigo Gerard. Él solía repetirnos que a menudo hay acciones en la vida que no requieren palabras; que las palabras resultan a veces innecesarias; que el silencio es profundo como la eternidad y lo contiene todo. 

Me hubiera gustado seguir abrazado a mi madre de este modo eternamente, pero la vida tiene sus propios mecanismos para atraerte hacia el momento presente en su versión más prosaica.

—Gracias, hijo, me ha gustado mucho tu beso y tu abrazo, pero al mismo tiempo me has dejado sorprendida. Vaya, es que tú no has sido nunca dado a expresiones de cariño como ésta.

—Sí esto es verdad, mamá. Mi mente es bastante cuadriculada y poco o nada dada a este tipo de expresiones tan emotivas, pero nunca es tarde si la dicha es buena. ¡Es que tenía tantas ganas de besarte y abrazarte del modo en qué lo he hecho!

—¿Y se puede saber qué te ha hecho transformarte en este nuevo hombrecito tan cariñoso?

—Mi amigo Gerard nos leyó un día durante una de nuestras inolvidables e interminables miradas un poema del poeta chileno Pablo Neruda. A mí me impactó de una manera muy especial. No recuerdo el título del poema, pero sí que hablaba de cosas muy bellas, algunas de las cuales me tocaron el corazón profundamente. Recuerdo que algo resonó en mí de un modo muy especial cuando leyó: “En un beso sabrás todo lo que he callado”

—Bueno, Neruda es un poeta excelente que a todos nos ha tocado alguna vez el corazón. Pero, cuéntame, ¿Cómo fue tu “conversión”, hijito?

—Pues verás, mamá. Después de leer aquel bello poema de Pablo Neruda, abrimos un interesante debate. Manel se centró en la figura humana de Neruda, defendiendo que su estilo tan personal procedía de sus creencias comunistas; que era un hombre resuelto y tozudo hasta las últimas consecuencias; que defendía con firmeza todo aquello en lo que creía y le parecía justo. Gerard, sin embargo, se centró sobre todo en el contenido de sus poemas. Él creía que la frase “En un beso sabrás todo lo que he callado”….

—Es que un beso dice muchísimo —comentó mi madre, impidiendo que completara el comentario de mi amigo Gerard.

—Sí, claro, mamá. Un beso dice cosas tan profundas como: te quiero, no te olvido, puedes contar siempre conmigo, soy feliz a tu lado…en fin, tantas cosas.

—¡Ay! —suspiró—. Te confieso, hijo, que nunca había sentido el corazón tan lleno de amor al dar un beso o un abrazo, hasta que te tuve a ti. Sí, a mí siempre me ha gustado mucho dar abrazos, a los abuelos, a mi madre, a papá, a los tíos, a los primos, a los amigos…pero cuando viniste tú, sentí claramente que ya no era lo mismo.

—Oye, mamá, por cierto: ¿Cómo fue tu infancia? —pregunté tratando de llevar la conversación al terreno que a mí me interesaba en ese momento.

—¿Por qué me lo preguntas, cariño?

—Porque nunca me has hablado de este periodo de tu vida. Siempre he pensado que era para ti una especie de “eslabón perdido en la cadena humana”; un agujero negro en tu universo personal; una sombra oscura   en tu personalidad; una parte importante de tu vida que preferías dejar en el olvido.

—¡Ay, mi amor! Nada podemos dejar en el olvido. Todo, lo bueno y lo malo, lo que nos gusta y nos disgusta siempre queda grabado en lo más profundo de nuestro ser.

—Pero esto es terrible, mamá.  Me recuerda un poco a la obra “La sombra maligna”, de Agustín Fernández Paz, un libro que, como recordarás me recomendó papá hace unos años, no sé si porque el autor es gallego, o para que me fuera interesando por la lectura, o por ambas cosas. En todo caso, me pareció una buena historia de misterio y de suspense que me hizo comprender que todos podemos llegar a tener una sombra maligna, una cara oculta, un pasado infeliz; y esto, mamá, como te acabo de decir es terrible.

—Yo no creo que lo sea, cariño. Precisamente, gracias a las sombras, los filósofos de la Antigüedad descubrieron que la Tierra es redonda; que la Luna está iluminada por el Sol; y hasta pudieron calcular la distancia que nos separa de nuestro satélite. Sí, es verdad, las sombras nos ocultan las cosas, pero al mismo tiempo nos permiten comprender el mundo.

—Pero, mamá, por favor, no te vayas por las ramas: ¿Qué tiene que ver la Tierra, la Luna y el Sol con esa parte de nuestra personalidad donde se graban nuestros pasajes más dolorosos o inconfesables?

—Todo, cariño, todo. ¿Has oído hablar alguna vez del principio hermético de lo que es arriba es abajo?

—Bueno de este principio me hablaron mis amigos Gerard y Manel, sobre todo Manel. Se refiere a ley de la correspondencia. Recuerdo que Manel nos explicaba que toda la información sobre un hombre se podía encontrar en solo una gota de su sangre y que dentro de cada hombre se hallaba representada la totalidad del Universo; y que tu mundo exterior es un fiel reflejo de tu mundo interior.

—Exactamente. Pues, de acuerdo con este principio la sombra —que se da en los planos de arriba y en los planos de abajo— representa, según la psicología analítica de Carl Jung, el “lado oscuro” de nuestra personalidad. Se trata de un submundo convulso de nuestra psique donde se contiene lo más primitivo, los egoísmos más afilados, los instintos más reprimidos y ese “yo desautorizado” que la mente consciente rechaza y que sumergimos en los abismos más profundos de nuestro ser. O sea, y dicho de un modo para que pueda ser comprendido para una cabecita cuadriculada como la tuya: la sombra de nuestra personalidad está conformada por nuestras frustraciones, miedos, inseguridades o rencores.

—Por lo que veo, según este principio, nada podemos dejar en el olvido. Todo, lo bueno y lo malo, lo que nos gusta y lo que no nos gusta siempre queda grabado en nuestro ser, como me has dicho antes, condicionándonos de un modo u otro. Pues qué quieres que te diga, mamá, creo que esta sombra que a todos nos acompaña en nuestro caminar diario es como una especie de mochila cargada de piedras.

—Bueno, puedes verlo así o del modo en que lo vio Carl Jung.

—¿Y se puede saber cómo lo vio este señor Carl Jung?

—Dijo exactamente que: “Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad”.

—Vale, mamá. Está claro que no hay quién pueda contigo cuando de filosofar se trata. Así que, aceptando la mayor, ¿me permites que te haga una pregunta? —comenté y pregunté de un modo retador.

—Por mi parte puedes hacerme todas las que quieras, por lo que puedes empezar a disparar a discreción cuando lo desees.

—¿Todas las que quiera, mamá?

—¡Sí, todas las que quieras! —fue su contundente respuesta. Pero antes, permíteme jovencito que recoja las cosas del desayuno, me asee y haga una llamada que tengo que hacer. No creo que tarde más de veinte minutos. ¿Podrás aguantar tu curiosidad tanto tiempo?

—Ja, ja, ja. Pero como eres, mamá. ¡Claro que podré esperar a tus esperadas respuestas durante veinte minutos! Si he sido capaz de esperar más de veinte años, creo que podré hacerlo durante estos veinte minutos que me pides.

—Pues, entonces, sube a tu habitación, aséate y haz la cama. ¡Ah! Y llama a Paula para darle las gracias por el regalo.

—Sí, mamá, es verdad, se me había olvidado. Tú siempre estás en todo.

—Nos vemos en veinte minutos en la piscina. Estaré a tu disposición para la sesión terapéutica en ese tiempo, ¡y no me falle, doctor, por favor!

Cuando mi madre saca su lado más humorístico es insuperable —me iba diciendo a mí mismo mientras subía los peldaños de la casa hasta mi habitación. ¡Es que nunca da puntadas sin hilo! Su deformación profesional de profesora de filosofía siempre hace que su humor no vaya dirigido exclusivamente a hacerme reír, sino a provocarme la reflexión, la crítica, así como a introducir datos, observaciones, o ideas inesperadas.

Hice todo lo que tenía que hacer en un santiamén o, si se prefiere, en menos que canta un gallo. Mi impaciencia por conocer con detalle la cara oculta de mi madre me había puesto en modo de personaje de cine mudo de los años 20, con esos movimientos tan acelerados de los geniales Buster Keaton y Charles Chaplin, producidos por el rodaje con menor cantidad de fotogramas por segundo.

En fin, en diez minutos —la mitad del tiempo asignado— había terminado con todas las tareas maternas encomendadas, incluida la obligada llamada a Paula; una de las tareas más difíciles para mí desde hacía mucho tiempo.

Mientras marcaba su número telefónico observaba cómo mi corazón se aceleraba y surgían las famosas “mariposas en el estómago”, algo normal en estos casos, según tengo entendido, pues se trata de unos efectos fisiológicos que aparecen como consecuencia de la segregación de las hormonas adrenalina y noradrenalina, cuando te gusta alguien.

Confieso que durante esos segundos de marcación y espera de la respuesta fui presa del pánico. Mi mente empezó a volverse loca con preguntas del tipo: ¿Me estaré enamorando? ¿Me estará empezando a gustar esta persona? ¿Qué es lo que siento por ella? ¿Cariño? ¿Amor? ¡Uff, qué complicado es esto del amor! —me dije finalmente.

Luego, tras esperar a que se agotaran todos los tonos de la llamada, me vino el bajón. Automáticamente mi mente se puso en lo peor, con la idea de que Paula había evitado deliberadamente mi llamada telefónica, hiriendo mis sentimientos y causándome ansiedad.

—¡Vaya, con lo que me ha costado dar este paso! Pero, bueno, no saquemos conclusiones apresuradas. Quizás —comencé a razonar— no le haya llamado en el mejor momento. Así que, esperaré a que vea mi llamada y me la devuelva.

Pablo Martín Allué

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