YO, ABO. Capítulo 12: Una terapia psicológica singular.
“El pájaro no canta porque sea feliz, es feliz porque canta”
—¡Me he quedado traspuesto, leche! —exclamé al darme cuenta de que me había quedado ligeramente dormido recordando la aventura juvenil de este verano junto a mis amigos Fermín, Fernando, Javier, Lucía, Marta, Lola y Valeria, “Los piratas del Caribe”.
—¿Y ahora qué? Todo el gozo en un pozo —pensé.
En este caso, en lugar del “Mi mamá me mima”, será “Mi mamá me mata” por mi injustificable retraso. No es que ella crea que la impuntualidad sea un delito penado por la ley, pero sí que la puntualidad es honradez y que presentarse tarde a una cita es hurtar un tiempo a otros y una falta de respeto intolerable. ¡Pero que tonto soy! Era la ocasión perfecta para conocer de primera mano, y de una vez por todas, los detalles de ese periodo de la vida de mi madre envuelto en un halo de misterio. ¡Estaba tan receptiva! ¡Estaba ya todo acordado para liberar toda esa información oculta durante tantos años!
Así que salí de mi habitación a toda prisa hacia la zona de la piscina, el lugar acordado con mi madre para realizar la “terapia psicológica”, con el temor de no poder llevarla a cabo por incomparecencia en tiempo y forma en el litigio de una de las partes: la mía.
Alguna vez me he preguntado por qué generalmente nuestra mente siempre se pone en lo peor, especialmente cuando se trata de una situación sobre la que tenemos puestas nuestras mejores expectativas. Mi amigo Gerard me dijo un día que había una razón científica para el popular “piensa mal y acertarás”, es decir, para la producción de pensamientos catastróficos, esos que nos llevan a pensar en el peor de los escenarios.

—¡Sí, existe una explicación científica para el rumiado de pensamientos negativos, en el que uno se pone en lo peor que puede ocurrir o evalúa exageradamente como horrible las cosas que le pasan! —Me aseguró Gerard.
—¿Cuál? —pregunté intrigado.
—La razón científica por la que estos pensamientos aparecen es biológica —me respondió.
—¿Biológica? —volví a preguntar más intrigado aún.
—Sí, amigo, la capacidad de prever lo peor que puede pasarnos en un momento dado es una ventaja evolutiva del ser humano. Tiene que ver con la supervivencia. Nuestros ancestros pudieron liberarse de innumerables peligros gracias a esta facultad de poder preverlos. Nosotros hemos heredado esta facultad.
—¡Fantástico! —exclamé.
—Bueno, no lo creas. Esta facultad de ponernos en lo peor tiene sus pros y sus contras. Por un lado, puede ayudarnos a evitar circunstancias perjudiciales; por otro, a ser temerosos, impidiendo que podamos llevar a cabo actividades positivas para nuestras vidas.
—Pero, entonces: ¿Cómo podemos saber si algo nos conviene o no? —pregunté.
—La mente en su estado más elemental no discrimina, simplemente nos advierte de forma instintiva de un posible peligro, poniéndose generalmente en lo peor. Por lo tanto, para saber si algo nos conviene o no, si es peligroso o no, debemos situarnos en un estadio mental más elevado. Una vez allí, haremos dos operaciones: la primera, observar; la segunda, discriminar. Observamos el aviso de la mente; discriminamos si ese aviso tiene o no fundamento, ideando soluciones sensatas.
—¿Y qué papel tiene en todo esto el pensamiento?

—El pensamiento influye de manera directa en los sentimientos. Es decir, depende de cómo pienses, así te sentirás. Dicho de un modo ilustrativo: El pájaro no canta porque sea feliz, es feliz porque canta.
Bueno —me dije— pues seguiré la sabia recomendación de mi amigo Gerard, aplicándola al presente caso: primero, observar. Observo que mi mente me advierte que mi madre se ha enfadado por mi inexplicable retraso y que ya no estará dispuesta a compartir conmigo ciertas partes de su pasado; segundo, discriminar. Discrimino que mi madre no está enfadada conmigo, que piensa que mi retraso se debe a una causa justificada.
Al llegar a la zona de la piscina de la casa, pude comprobar que mi madre estaba tranquilamente echada sobre una tumbona leyendo plácidamente un libro.
—Hola, mamá. Perdona mi retraso, es que me he quedado frito en la cama.
—¡Anda, pillín! ¿Es que ahora llamáis “quedarse frito” a entablar una larga conversación con una chica?
—No es lo que crees, mamá. Llamé a Paula, pero no me cogió el teléfono. Espero que me llame ella cuando vea mi llamada. Bueno, si no me llama en un rato la volveré a llamar yo. Oye, por cierto, ¿qué estás leyendo?
—Un libro interesantísimo: “Un punto azul pálido”, de Carl Edwar Sagan.
—Nunca había oído hablar de él. ¿Quién es este señor?

—Pues Carl Sagan es un reputado astrónomo, escritor y divulgador científico. ¡Qué raro que no le conozcas ni siquiera hayas oído hablar de él! ¿Seguro que no te lo han mencionado siquiera tus amigos Manel y Gerard?
—No, que yo sepa no, mamá. Bueno, ¿Y de qué va este libro tan interesante que estás leyendo?
—“Un punto azul pálido” revela cómo la ciencia ha revolucionado nuestra comprensión de dónde estamos y de quiénes somos, y nos desafía a que valoremos de qué manera vamos a utilizar esos conocimientos. Básicamente, es una visión del futuro humano en el espacio.
—Pues, sí, parece muy interesante.
—Yo te animo a que lo leas tú también. A ti te ha interesado siempre todo lo que tenga que ver con la ciencia y, vaya, ahora parece que también te está empezando a interesar todo lo relacionado con la espiritualidad.
-Sí, así es; y esto último se lo debo a mis amigos Manel y Gerard.
—Pues entonces este libro es para ti, pues combina lo uno y lo otro. Contiene unos profundos pensamientos de Sagan a partir de una fotografía de la Tierra tomada el 14 de febrero del año 1990 por la sonda espacial Voyager 1 desde una distancia de 6000 millones de kilómetros. La imagen muestra la Tierra como una mota o punto de luz casi imperceptible debido al fulgor del Sol. En 2001 fue seleccionada por Space.com como una de las diez mejores fotos científicas espaciales de la historia.

Dos cosas tenían muy claras en ese momento: que mi madre no estaba enfadada conmigo y que Gerard tenía mucha razón en lo de que la mente en su estado más elemental no discrimina y siempre se pone en lo peor. Así que, empecé a albergar muchas esperanzas de poder realizar, ¡por fin, el “psicoanálisis” con mi madre!
—Mira ese punto —empezó a leerme mi madre. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos de los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada maestro de la moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí – en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol.
—Un pensamiento precioso, mamá. Cuando termines de leer este libro, me gustaría que me lo dejaras para leérmelo yo.
—¡Claro! Sé que te va a gustar mucho y, sobre todo, te ayudará a comprender algunas cosas esenciales de la vida. Como bien nos recuerda Carl Sagan todas “Nuestras posturas, nuestra importancia imaginaria, la ilusión de que ocupamos una posición privilegiada en el Universo… es desafiada por este punto de luz pálida”.

—Un punto de luz pálida, mamá, que nos acerca aún más a la cordura individual y colectiva.
—Bien dicho, hijo, bien dicho. Bueno, y ahora, si te parece, por mi parte podemos comenzar con el trabajo psicoterapéutico. ¿Empezamos?
—Por mi parte, sí. Lo estoy deseando, mamá.
—Pues entonces, dispara.
En estos casos siempre suele suceder lo mismo. Les ha ocurrido a los grandes periodistas que, ante un personaje galáctico de cualquier ámbito de la vida, que ha accedido por fin a ser entrevistado, tras muchas gestiones previas y la ayuda de Dios y de los hombres, se quedan bloqueados, sin saber por dónde empezar; también a los mejores divulgadores científicos ante un astro de la ciencia; así que, yo, que no iba a ser diferente, me encontraba con mi madre totalmente predispuesta para la indagación sobre su pasado, pero sin saber por dónde empezar.
—¿Cómo fue tu infancia y juventud, mamá? —pregunté a ver qué pescaba, con la misma intención del pescador cuando tira el anzuelo a ver qué pesca, sin mucha fe en el intento. Sin embargo, pese a mis dudas, la pesca fue abundante y de buena calidad.
—Pues verás, cariño. Como sabes, así, “grosso modo”, mi infancia y juventud transcurrieron en Barcelona. Mi madre —la abuela Julia— procuró que estas etapas de mi vida fueran buenas y que no me faltara de nada. Estudié en el colegio La Salle Bonanova, de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, situado en el barrio de Sant Gervasi-La Bonanova. Fui —creo— una buena estudiante, más inclinada por las humanidades y la cultura que por la tecnología. Estudié Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona y luego me hice profesora de Bachillerato.

—La respuesta me sirve como aproximación general; pero, yo deseo saber más, mucho más. Me gustaría que retrocediéramos en el tiempo hasta tu concepción: ¿Dónde fuiste concebida? ¿Quién fue tu progenitor?
—La abuela Julia, como sabes, se marchó tras el accidente mortal de su marido Mark a San Francisco.
—¿Y por qué crees que lo hizo, mamá, si ella, aquí podría haber rehecho su vida, con un futuro prometedor junto a sus padres?
—Esto, cariño, es un secreto para mí. Mi impresión es que la abuela Julia deseaba salir del ambiente encorsetado —política y socialmente— en el que se encontraba. Sabía que había otro mundo ahí fuera, muy diferente al suyo. También, yo creo que era consciente de que aquí nunca podría desarrollar todas sus potencialidades, que eran muchas, por cierto. Además, era una mujer joven, despierta, con ganas de aventuras.
—Deduzco, entonces, que tú no fuiste concebida en Barcelona.
—Exacto. Nací en Barcelona, pero no fui concebida allí. Presumo que esto se produjo en San Francisco, donde la abuela Julia debió de conocer a un hombre, del que nunca me habló. Siempre lo he imaginado un poco como ella, inteligente, aventurero, investigador o profesor universitario, de alguna rama relacionada con la ciencia.

—¿Y cómo se lo tomaron sus padres, mis bisabuelos Jesús y Monserrat? Me imagino que no debió de ser nada fácil para ellos esta situación.
—El embarazo de la abuela Julia fue un golpe muy duro para ellos, como puedes imaginarte. Por aquella época de nacional-catolicismo, con un sistema de valores que no veía con buenos ojos la maternidad fuera del matrimonio. Tristemente muchas mujeres de la generación de la abuela Julia tuvieron que sufrir un verdadero calvario. Afortunadamente la abuela Julia no tuvo que vivir ningún vía crucis. Sus padres, Jesús y Monserrat, fueron muy buenos padres.
—¿Y cómo de buenos, mamá? Me gustaría que me dieras más detalles de ellos.
—El abuelo Jesús, Jesús Allué, era un buen hombre, afectuoso, inteligente y compresivo; en fin, un perfecto padre de familia. La abuela Monserrat también era una buena mujer, guapa, dinámica, pero con cierto temperamento y algo dominante. Como puedes imaginarte la marcha a San Francisco de la abuela Julia fue para ellos mucho más que un chorro de agua fría. Tardaron algún tiempo en asimilarlo. Al principio las discusiones entre madre e hija —con muy parecido carácter, por cierto— eran muy frecuentes; pero, bueno, poco a poco, con la mediación del abuelo Jesús, la situación se fue suavizando, hasta alcanzar una “entente cordial” entre estas dos mujeres con fuertes personalidades.
—Creo que me dijiste alguna vez que el abuelo Jesús fue perito eléctrico y la abuela Monserrat enfermera.
—El abuelo Jesús nació en Biescas, un pueblecito de la provincia de Huesca. Su padre trabajó desde los años 30 para la empresa Hidroeléctrica Ibérica, en los pantanos y centrales eléctricas de Biescas, Salinas y Bielsa. El abuelo Jesús admiraba mucho a su padre y me consta que, en alguna ocasión, le acompañó al trabajo, fascinado por el mundo de las turbinas y los motores.
—¿Y sabes si le gustaba su trabajo?
—Me consta que le entusiasmaba lo que hacía. Fue un buen estudiante, interesado por la mecánica y la electricidad por lo que su padre, al que, por cierto, admiraba de un modo muy especial, le envío —con un gran sacrificio, sea dicho de paso— a estudiar perito eléctrico en la Escuela Industrial de Barcelona. Allí vivió tres años en casa de una tía (hermana de su padre), que regentaba la portería de una finca de la calle Muntaner.
—¡Qué bueno, mamá! Esto se está poniendo cada vez más interesante. Me estás proporcionando una información de primer orden que luego tendré que asimilar poco a poco. Lo de preguntar e investigar da mucha sed ¿Te parece que hagamos un pequeño receso? ¿Te apetece un zumo de naranja?
—Pues sí. No dudo que lo de preguntar da mucha sed, pero creo que aún más lo de contestar. Por lo que el zumito de naranja que me propones nos sentará estupendamente a los dos.
—Pero en este caso lo preparo yo, que para eso soy el terapeuta y tú la paciente. Y no te muevas, por favor, de donde estás, a ver si al cambiar de posición cambias de idea y tenemos que dejar la sesión psicoterapéutica sin concluir.
—Tranquilo, cariño, que yo soy una “paciente” responsable que no dejaré al mejor psicoanalista del mundo mundial en vilo justo en el momento culminante de la sesión.
—Me tienes a tu vera en menos que canta un gallo, mamá —le aseguré; luego, desde donde me encontraba le lancé un beso desde la palma de mi mano derecha con un lento y largo soplido. Mua. ¡Te quiero, mamá!. Nos vemos nuevamente en un pis pas.
Preparé los dos zumos de naranja a toda prisa en la cocina, regresando al lugar de la sesión psicoterapéutica a la velocidad de un rayo, tratando de que no se perdiera ni una gota del maravilloso líquido elemento por el camino.
—¡Ummm! ¡Qué rico! —exclamó mi madre con el primer sobro. Veo que tus amigos, Manel y Gerard, además de buenos asesores áuricos para ti, también lo son para cuestiones culinarias.
—Pues sí, lo son, especialmente Manel, muy buen cocinero y buey de buena boca. Pero, mamá, en honor a la verdad, el mérito de este zumo de naranja tan estupendo es tuyo, por saber comprar las mejores naranjas del mercado. Pero, bueno, que nos estamos desviando del asunto principal, ¿Dónde lo habíamos dejado?
—¿Es que no lo lleva usted anotado doctor? —me preguntó con cierta retranca. Estábamos en un punto muy interesante: el de cómo se conocieron mis padres, Jesús y Montserrat.
—Sí, sí, ahí estábamos. Sí, eso, ¿Cómo se conocieron?
—El abuelo Jesús conoció a la abuela Montserrat en la finca que, como te he comentado antes, regentada su tía. Montserrat era hija de un médico, Pere Soley, gran aficionado a la biología y bien posicionado económica y socialmente. Montserrat era una mujer bella y de buena familia; Jesús un hombre de provecho, con un futuro prometedor; por lo tanto, un coctel perfecto para empezar “a hablar”, como se decía por entonces, un eufemismo para indicar que se gustaban y que habían decidido iniciar una relación amorosa, sin prisas, pero sin pausas, es decir, como Dios manda.
—Y no como ahora, que las relaciones de pareja se inician a matacaballo, con prisas y con pausas.
—Bueno, en el caso de los abuelos Jesús y Montserrat hubo una pausa obligada originada por la dichosa mili. Fue una pausa que no mermó en absoluto que ambos corazones siguieran vibrando al unísono, alimentados periódicamente por unas inolvidables y bellas cartas de amor.
—Vamos, romanticismo en estado puro.
—Sí, puro amor y, como dices, romanticismo en estado puro; y, luego, ya con el Servicio Militar finalizado, el abuelo Jesús se trasladó a Barcelona para reencontrarse con su novia, el amor de su vida, la guapa Montserrat. Trabajó en las oficinas centrales de la empresa Enher. Al parecer, un antiguo jefe y buen amigo de su padre era el nuevo ingeniero jefe de mantenimiento y le dio la oportunidad de trabajar con él en oficinas centrales.
—Entiendo que lo siguiente que viene es el casamiento.
—Pues sí, ya que aquellas relaciones que se prolongaban en el tiempo sin justificación alguna, “clamaban al cielo”, es decir, generaban un cierto malestar y runruneo social.
—Y, oye mamá: ¿los abuelos Jesús y Montserrat fueron felices y comieron perdices como en los cuentos de hadas?
—De lo segundo no estoy seguro, hijo; de lo primero sí que lo estoy, pues me consta que tuvieron una vida desahogada. El abuelo Jesús gozó de una gran reputación profesional en la empresa y la abuela Montserrat, además de las “labores propias de su sexo”, que se decía entonces, trabajó como enfermera.
—Doy por hecho que tu madre, la abuela Julia, vino muy pronto.
—Pues sí, el matrimonio, siguiendo el guion vital de aquella época, al poco tiempo, tuvo su primer nacimiento: una hija preciosa. Como puedes suponerte fue una bendición para la pareja. La flor que embellecía profusamente aquel jardín de una pareja feliz.
—¿Y sabes cómo fue la infancia de la abuela Julia?
—Sí, claro. La niña Julia fue una niña muy despierta, independiente y activa.
—Vamos, que apuntaba maneras….
—De esto no cabe la menor duda, Pablo. Además, heredó el interés de su padre por las máquinas y el de su abuelo, Pere, por la biología. Empezó estudiando en las “Teresianas”, un colegio de monjas, situado en la parte alta de Barcelona; luego, el abuelo Jesús decidió que acabara el bachillerato de ciencias en el Instituto Balmes de Barcelona, al ver el gran interés que la niña mostraba por las ciencias. Los estudios superiores los realizó en la Facultad de Ingenieros Industriales de Barcelona, en la Diagonal. Y, como puedes imaginarte, la abuela Julia fue una de las pocas chicas de su promoción, finalizando estos estudios universitarios con un expediente académico brillante.
—Es decir, nuevamente, apuntando maneras.
—Pues sí, nuevamente, apuntando maneras, como dices.
—Disculpa, mamá, suena mi teléfono. Atiendo la llamada y proseguimos con la sesión psicoterapéutica.
—Claro, claro. Atiende la llamada…
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