Existen personas a las que se les habla y es como si oyeran llover. Por suerte también las hay, aunque pocas, que oyen llover y es como si escucharan a otras personas hablar.
Afilan el oído, se ajustan el nudo de la corbata de los sentidos, y se colocan la mano en la oreja a modo de amplificador. Se trata de algo tan sencillo que asusta, el que la lluvia no siempre suena igual, y por eso las tormentas memorables suelen comenzar como las grandes óperas, anunciándose con timbales, un estruendo de truenos que nos acucia para que ocupemos nuestra localidad porque el espectáculo, la lluvia, va a comenzar.
Porque la lluvia habla, que es esa forma de cantar pausado para quien sabe comprender de qué se habla, sabemos que habla y es entonces, al querer escucharla, cuando reconocemos que lo hace, sí, pero no con nosotros. Lo hace porque quiere, habla como cantan los obreros en su trabajo, los paseantes en sus caminos y las abuelas en las cocinas, para acompañarse. Habla de sus cosas, de cosas sin interés, de nosotros, y no lo hace para ser escuchada sino por lástima. Habla a sabiendas de que no la comprenderemos y, a pesar de todo, nos deja inmiscuirnos en sus conversaciones con los árboles, con los tejados, con la hierba mil veces segada que es donde pasa la primavera antes de emprender su viaje de regreso al mismo lugar del que nunca se ha marchado.
La lluvia nos habla como lo hacen los libros, invitándonos a escuchar atentos, ir a ellos y tomarlos, abrirlos y escucharlos, lo mismo que hace la lluvia al convertir el ruido en algo con sentido, cuando llega hasta nosotros sin esperarla como una frase o una palabra que se nos desclava en el alma y que al caer resuena, y al sonar aquí y allá bailamos a su son. La lluvia cae sobre la calva de los señores y la risa de los niños, los abrigos de las damas y las bolsas de las ancianas. Si fuésemos capaces de compendiar en una partitura todos aquellos sonidos obtendríamos la más hermosa de las sinfonías, a saber, el dejar por un instante de oír todo aquello que nos quieren malvender. Y apenas por un instante, los que dura el parpadeo de un adolescente enamorado, comprenderíamos que todo lo demás, incluso lo posible, está a nuestro alcance, y por eso cuando sentimos que va a empezar a llover miramos al cielo y no al suelo, que es donde se delata. Sobre la lluvia, en fin, se ha dicho todo pero se ha escuchado demasiado poco.
Pero no es tormenta, sino tormento a quien escribe, la sequedad, la seca, la tierra resquebrajada y cuarteada sobre la que solo arraigan las sombras y florece el vacío, es el tormento de no llover, de convertir en páramo el mismo edén donde frondosas reinaban antes soberanas las ideas y las hijas de las ideas, y las hijas de estas. Tormento es a la tormenta la falta de inspiración al decir de algunos, muchos, que se ahogan por faltarles el agua con el que regar el jardín de su pluma. La penuria por la falta de riego, ese tormento, es atreverse a cultivar una pequeña semilla con primores de artesano, contando las gotas, cuidando la simiente, que es la idea, con el cariño del labriego del secano para protegerla de las inclemencias y cuidar la luz, el aire, el frío porque esa pequeña idea, casi insignificante, siempre a punto de perderse, es capaz de arraigar allí donde se la quiere. Ni la falta de agua le impide vivir, que bien se alimenta del sudor y las lágrimas de quien la ama. El tormento por la falta de tormenta convierte lo más pequeño en la más grande si se troca el lamento por el esfuerzo, la queja por la esperanza y la amargura por el trabajo duro. Es la literatura de secano, la que sabe que el oro es agua, la esforzada que no nace flor para formar parte, una más, de un vergel o un jardín donde prima el adorno, sino la que sacia la sed de quien camina fatigado, la que ofrece su pulpa al que transita caminos pocos frecuentados y, qué se le va a hacer, es alimento del que se ha perdido entre los árboles que no dejaban mostrar el opaco bosque de las estanterías.
Cuando no se la ama, justos e injustos reciben la lluvia como los escarmientos, sobre cabeza ajena, sin provecho. La lluvia se les hace molesta a esos grandes ignorantes que todo lo saben porque habla de ellos a sus espaldas, y dicen su verdad, tanto que no quieren escucharla. Monotonía de lluvia tras los cristales, lo llamaba el poeta, y en una lámina Caín asesinaba a su hermano Abel. Luego vino todo lo demás. La lluvia, que ha sido capaz de llenar los océanos gota a gota, no siempre cae bien. Como si le importara.
Solo cuando cesa la lluvia sentimos la soledad de las multitudes al callar los cielos para que hable la vida. Y al dejar de llover y hacerse el silencio repiquetean las gotas de los hombres que, en su ausencia, tratan de imitar su voz abrazados a alguna máquina de escribir tecla a tecla.
Solo la lluvia que empapa sabe de nuestros secretos. Lo demás es papel mojado.
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