Amor por leer Iván Robledo Opinión

Ladrones de ceniceros

Ocurrió en una ciudad del sur. Podría haber acaecido en otro lugar pero ocurrió allí donde nadie se ofende por tonterías, ni se insulta por tener más razón, ni pontifica hasta la rabia canina por cualquier memez.

No, simplemente ocurrió allí porque pasó allí, que tampoco es mal motivo. Y lo que ocurrió fue, decía, que en tiempos se alzó uno de esos grandes edificios que avanzaban la historia contemporánea, alto, de acero oscuro y cristales tintados, una enorme construcción moderna para la época en un entorno autárquico y austero, un soplo de aire fresco en una ciudad que despegaba hacia el futuro. Tenía aquel edificio un nombre oficial que invitaba a cuadrarse y que a nadie le importó, pues la gente de la calle, a la que no le gusta perder el tiempo en tan complejas simplezas, lo llamó sin más el Edificio Negro por su color. Andando los años, no muchos, ocurrió que se restauró y para adecentarlo el Edifico Negro se pintó de blanco. Con esa misma naturalidad desde entonces el edifico es allí conocido como el Michael Jackson.

Esta historia, que es real, nos sirve a algunos para recordarnos a nosotros mismos lo tontos que somos cuando nos ponemos estupendos. Sabemos que una sociedad ha tocado fondo cuando cree que gracias a ella la historia de la humanidad llegó a su culminación, es algo que ha ocurrido en todas las épocas, el aceptar que gracias a nuestros contemporáneos la civilización ha alcanzado su plenitud y que el único avance que merece la pena es lograr que las baterías de los dispositivos duren más. Pero como también ha ocurrido en todas las épocas, esta sociedad triunfante se encuentra con un problema de desorden público como es el saber qué hacer con los restos de la sociedad que se ha quedado en el camino, con lo que ya no sirve, con esas ideas superadas y con esos pobres hombres incapaces de seguir su paso.

Cenicero 2

Son estas las cosas que uno piensa, disculpen ustedes, cuando va a casa ajena y ve sobre la mesa un cenicero. Sabe que es una casa en la que nunca se ha fumado, pero mantener un cenicero a mano forma parte de una determinada concepción antropológica de la que todavía no hemos logrado sacudirnos. Podría ser que el cenicero estuviera para ofrecérselo a las visitas que sí fumaban, parece lo lógico, pero la realidad es mucho más profunda y artera. Tener un cenicero al alcance era signo de hospitalidad, de moda y obsequio. Pocas cosas había antes tan fáciles de regalar como un cenicero, lo mismo por el cumpleaños o el aniversario, por la comunión o por una boda, aparecer con un cenicero del gusto de la época se hacía cosa galante y especialmente socorrida. Sin contar, claro está, con los ceniceros publicitarios de todo tipo y color o los obtenidos en titánica lucha en una tómbola, que no estaban tan bien vistos pero también cumplían su misión. Y es que los ceniceros, especialmente los feos, a pesar de todos sus detractores son creaciones duras y se resisten a desaparecer. Más acá de su uso sobreviven adaptándose a las circunstancias del momento y lo mismo valen para dejar las monedas o las llaves que para soportar los huesos roídos de las aceitunas. Reciclarse o morir. Criaturas sin edad, estos recipientes viven una segunda senectud en casas y hoteles, pero su pasado como testigo de infatigables y mortíferos encuentros merece mejor colofón.

Igual que pasa con los viejos rockeros, todavía hay libros y películas que huelen a cenicero. Como si su hedor traspasase las revisiones y la imprenta, al abrirlos huelen a fumadero cerrado y comida agria, a vida sudada y colillas mal (a)pagadas. Son, o eran, libros y celuloides que había que leer y entrever con luz tenue, en blanco y negro, acompañados por ese humo cómplice detrás del cual podían esconderse sus personajes confundidos entre mis tonos de gris, escenas y protagonistas que, como los ceniceros, se resisten al olvido de nuestros recuerdos a pesar de todo. Hubo un tiempo, tan lejano que parece que fue ayer, de sesión continua y lecturas prohibidas, de películas en las que tras el The End volvíamos a respirar, y de libros que al cerrar las tapas dejaban escapar una bocanada de cigarrillo negro y áspero. Eran obras con las que pretendíamos hacernos adultos antes de destiempo, antes de que llegaran las épocas en las que la pubertad y la edad del pavo lo anegaran todo, películas y libros, en fin, que nos advertían de los tiempos que nos han llegado, cuando los jinetes del apocalipsis van, y vienen, en coche oficial.

Testigos infieles de aquellos años son los ceniceros alrededor de los cuales los relojes se detenían si comenzaba una sobremesa, el tiempo dejaba de existir entre padres e hijos, y los días dejaban de contarse entre los enamorados del enamoramiento. Los ceniceros, inútiles y abocados al holocausto, quedarán todavía para algunos como estelas arcaicas o monolitos de lo que un día fue el pasado que nunca creyó que el futuro, llamado a ser su culminación, se convirtiera en el verdugo de sus sueños.

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