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El protocolo de los sentimientos

Las emociones son difíciles de manejar y de entender. Dificilísimas de predecir. Mucho más si aún por encima pretendemos manejarlas sin que sean nuestras manos las que lleven el volante.

Porque incluso en algo tan subjetivo como los sentimientos, parece que tenemos un protocolo de actuación. Hemos establecido lo que hay que hacer y ese dictamen se va transmitiendo a través de la familia, amigos, entorno, del lugar donde vivimos y también del que dirán.

Sea adrede o de manera inconsciente, lo cierto es que nos movemos dentro de esos parámetros. Es cierto que a veces hay que pararse a pensar que lo que hacemos puede doler a otros, y en ese sentido es normal que a veces nos cohibamos a la hora de actuar, pero en otras ocasiones es simplemente el miedo a lo que los demás puedan pensar el que nos lleva a actuar de una determinada manera. Como si alguien pudiera juzgar nuestros sentimientos. Delegando, casi sin darnos cuenta, nuestras acciones a sus pensamientos.

Empezamos a observar nuestra conducta, pendientes a su vez de esas personas sobre las que ponemos el foco –porque pensamos que ellas realmente también lo tienen en nosotros–. Nos anticipamos a su presunto juicio e improvisamos una actuación dónde quizá forcemos una mueca, cambiemos una expresión o bloqueemos un sentimiento; todo para que ellas no tengan duda de que verdaderamente estamos tristes o alegres, y que además lo estamos en la medida exacta que debiéramos.

Creo que eso es peligroso porque los parches nunca fueron la solución.

Porque no hay nada escrito y cada quien pasa las cosas como buenamente puede. La mayoría de veces dejándose llevar, un ejercicio constante a base de prueba – error, a ver si nos va funcionando.

Obvio, todos hemos juzgado a alguien por el modo en que se comportaba. Porque no nos parecía acorde a lo que cada uno sentencia que se debería sentir. Ahora me doy cuenta de las burradas –podría buscar una palabra algo más elegante, pero eso es lo que son– que se han dicho, que se dicen; otorgando más tristeza a la persona triste que sonreía o haciendo más culpable a aquella otra que debiendo estar contenta, sin saber por qué es incapaz de estarlo.

Las emociones son difíciles de manejar y de entender. Dificilísimas de predecir. Mucho más si aún por encima pretendemos manejarlas sin que sean nuestras manos las que lleven el volante.

Porque a veces estás triste, muy triste, pero estás bloqueado. Te empiezas a fallar a ti mismo, juzgándote, porque a ver si la gente va a pensar que estás menos triste de lo que debieras. O incluso estás disfrutando de un momento bueno dentro del caos, y de repente dices: ¿Qué estoy haciendo? ¿Disfrutar?

O cuando se supone que estás en tu mejor momento pero a ti te ha venido ahora todo el dolor que llevabas arrastrando de golpe y nada, cero ganas de celebrarlo.

Sentir eso ya es difícil per se, pero si le añades el juicio de la gente, la cuesta se empina todavía más.

Deberíamos juzgar menos las actuaciones de los demás, sobre todo sin haberse parado a hablar un rato con ellos. Quizá, si todos lo hiciéramos, cuando seamos nosotros los que estemos atravesando uno de esos momentos, nos sentiremos también más libres.

A esto sumarle el practicar con más frecuencia el “a quién le importa”. Hagamos los deberes.

Sara Carballal

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