Despierto tranquilamente, he dormido bien y no me importa la hora, sé que pueden ser las 9 o 10 de la mañana, no me preocupa. Un día más… diestro y siniestro, como todos. Miro al techo que tiene esa textura que hace que lo vea como borrado, como si yo estuviera mareado. Miro a mi rededor a las cuatro paredes que me circundan. Hoy… ¿es martes?… no… creo que miércoles. No, es martes. Estoy seguro, porque ayer lo vi en las noticias. Me siento al borde de la cama mientras pienso en lo que quiero hacer hoy. No se me ocurre nada…
Me dejo caer de espaldas sobre la cama y sigo tratando. Algo tengo que hacer, que sea diferente a lo de todos los días. Algo que me sacuda esta inmovilidad impuesta. Después de tomarme un café con pan, iré a caminar un poco. Sí, eso me hará bien, es bueno para la salud mantenerse activo, y además será divertido, aunque no tanto, porque se ha convertido en rutina, porque tengo que admitir que no es nada nuevo. Lo hago casi todos los días. Lo pienso detenidamente, y decido que tendré que levantarme antes de que el día se ponga muy caluroso. De otra manera tendría que cancelar la caminata. Me incorporo y me estiro como gato amodorrado y de un solo envión, me pongo de pie. Me atrevo a mirar por la ventana… sí, el mundo está allá afuera, pero ya no es el mismo. Arrastrando los pasos dejo que se escape el último bostezo antes de llegar a la cocina. Miro por el ventanal a los pájaros que llegan a desayunar la mezcla de granos que les pongo desde la noche anterior, para que vengan a comer a la hora que quieran. Admiro y envidio su libertad. Revolotean con alegría para posarse en el comedero y picotear los granos preferidos tantas veces como lo deseen y de un salto salir volando en cualquier dirección. Llega otro gorrión, tal vez de pandilla diferente, porque empiezan a pelear. El más osado se impone y el otro vuela dejando el lugar.
Me siento a tomar el café y no puedo evitar pensar en lo rutinaria y limitada que es mi vida en estos días. No puedo evitarlo, así están las cosas.
Empiezo la caminata, no puedo ir muy lejos, ni siquiera a la esquina que me queda a menos de cincuenta metros. Así que ni intento cruzar el portón que da la calle y me dirijo a mi mundo de naturaleza. Me detengo frente a las hojas enormes llamadas de Lampazo, que luchan también por sobrevivir, ellas a la sequía y yo al enclaustro. Me alegra ver que los rosales estén floreando con tal ímpetu, ya hay cuatro en plenitud y varios capullos y me deleito aspirando el aroma de una de ellas. Sigo caminando hasta llegar al árbol de aguacate, es joven aún, muy joven para esperar que me dé frutos uno de estos veranos. Él por lo menos tiene el camino abierto hacia el cielo, en los cuatro o cinco años que han pasado desde que sembré la semilla, ha alcanzado unos cinco metros de altura. No sé cuántos años más necesitará para dar frutos. Ni tampoco espero llegar a verlos. Hasta ahí llega mi breve caminata y emprendo el regreso, para recomenzar el recorrido varias veces. Me hace gracia pensar en los leones que he visto en el zoológico, dando vueltas y vueltas dentro de su jaula, como robots de melena. Veo en mis otras plantas la alegría de vivir. Son plantas, no necesitan ir a ningún lado, si les gusta el lugar donde están, crecen y florecen con vigor, si no les gusta, mueren, así de sencillo. Lo único que necesitan es agua y sol, la libertad que tienen es la de crecer. No es la libertad que yo añoro, viven igual que yo, pero no se sienten atrapadas por vivir en un solo lugar. Me siento a tomar un respiro. ¿Me cansé? No, es un respiro en busca de una explicación. No la hay. Prendo el televisor en busca de noticias. Sé que no voy a escuchar lo que quiero oír. Sé que ni siquiera son las mismas malas noticias de ayer. Lo confirmo, el avance de esta pandemia que azota al mundo sigue avanzando.
Alfonso Tirado
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