Muere antes la mente que el cuerpo y muere de desaliento, de pena, de frustración, de rencor, de rabia o de miedo. Porque la mente es ese cajón delicado al que pocos prestan la atención precisa y necesaria.
A veces ocurre que nos encontramos con niños o niñas que nos sorprenden por la madurez de sus comentarios, por sus gestos… que más parece que estamos frente a un octogenario que a un chiquillo de ocho años. Y nos impresiona más aún, y hasta nos recorre un escalofrío por todo el cuerpo, cuando al mirarles a los ojos descubrimos el brillo de una mirada que se vislumbra cargada de experiencia.
“¡Esta niña es una vieja!”, suelen decir los mayores ante estas criaturas que de vez en cuando nos dejan pasmados. Y es que es indiscutible que lo que llevamos dentro se refleja fuera y de ahí el dicho que asegura que “los ojos son el espejo del alma”. El alma o el espiritu, o como queramos llamar a esa parte intangible nuestra que despreciamos y desvaloramos cosntantemente, es el motor que nos hace seguir adelante y vencer todos los obstáculos que se nos presentan. Por ello, nuestra apariencia física no es más que el resultado de nuestras creencias más reservadas.

Es obvio que no todo el mundo enfrenta los problemas de la misma manera, ni se sabe recuperar del mismo modo de una mala situación. Digamos que nuestra vida será el resultado de la manera en la que vamos a enfrentarnos a las vicisitudes. Según seamos más o menos luchadores, más o menos optimistas, iremos haciendo elecciones que desembocarán en unas consecuencias determinadas, efecto acción-reacción o causa-efecto.
La mente en todo esto juega un papel doble de vital importancia, ya que, paradójicamente, acapara el papel de víctima y de verdugo a la vez.
No hay peor juez, más cruel, déspota e intransigente que nuestra propia conciencia, no somos en verdad conscientes de la dureza de sus juicios y sus reproches. Nutrimos al más terrible crítico dentro de nosotros mismos.
No es tan sencillo enfrentarse a los problemas, hay veces que no sabemos qué hacer, se plantean dudas y temores y hasta necesitamos pedir consejos a alguien para que nos guíe. Pero la solución nunca está fuera, basta con evaluar por nosotros mismos aunque nos cueste. Desligarnos de las opiniones externas no es tarea fácil, pero no es imposible. Nuestra salud mental depende mucho de nuestra autonomía “psíquica” si se puede llamar así, es decir, valorar las situaciones sin permitir que nadie lo haga por nosotros, evitando influencias ajenas. Del mismo modo que no es justo enjuiciar a una persona por vara ajena, tampoco lo es dejarse llevar por pensamientos foráneos.
En esta primavera contagiada de virus y pánico, la debilidad de la mente está siendo muy visible, siendo aún más contagioso un preocupante estado de desánimo y pesimismo que el propio virus. El estado de confinamiento tiene como objetivo protegernos del contagio de la enfermedad, pero no se está teniendo en cuenta la mente, pese a que la quietud es un estado sanador.
El silencio, ese aparente vacío infructuoso, es el terreno ideal para desprendernos de miles de capas que nos ocultan al mundo y ante nosotros mismos de nuestra verdadera personalidad y de nuestras verdaderas aspiraciones. Espacio único en el que nuestra mente puede reponerse desechando voces ajenas que nos disturban y nos intoxican.
Y es que, hoy y siempre, es tan imprescindible proteger nuestros pensamientos y juicios para una mente sana, como respirar o alimentarnos para nuestra existencia física.
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