David Dunning y Justin Kruger son dos psicólogos norteamericanos. Tal vez no logran precisar la razón, pero los nombres les suenan familiares. El motivo es que, en 1999, publicaron los resultados de un estudio donde personas que sacaban los más bajos puntajes en categorías como juzgar el humor de un chiste, gramática o lógica sobreestimaban que tan buenos eran en realidad. El resultado de esta investigación dio origen a un término que se conoce como Efecto Dunning-Kruger y el cual, en esta pandemia, ha tomado particular relevancia.
Por cada artículo científico hay diez voces opinando al respecto, de personas conocedoras del tema, y cien de individuos cuyas sapiencias no se aproximan al de los anteriores, pero se sienten con todo el derecho de criticarlos en base a sus “amplios conocimientos” y a una sabiduría inherente que, en su visión del mundo, tiene mucho más valor que años de aprendizaje y/o experiencia. Este fenómeno no es tan terrible en principio (pseudo expertos siempre han existido), pero en los tiempos modernos, con acceso al internet y, a través de esta maravilla tecnológica, a miles de personas en todo el mundo, sus voces no se limitan a unos pocos, que podían decidir no escucharlos o, de prestarles atención, limitar la difusión de sus ideas. Como dijo Umberto Eco “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel”.
¿Está mal dar una opinión? Por supuesto que no. ¿Se les debe impedir hablar solo por no tener educación? Negativo. Conozco personas que nunca terminaron la primaria, pero son más sagaces que Perry Mason. Lo malo es que ahora algunos individuos esgrimen sus ideas como las únicas verdades y otras personas, que no saben de dónde viene la información, las toman como hechos. Una noticia falsa liberada en el éter de las redes sociales es como un virus y todos sabemos que tan malo puede terminar ese asunto.
El error radica en pensar que el Dunning-Kruger solo se ve en personas sin educación. Es un fenómeno extendido en todos los estratos sociales y educativos. Nuestras abuelas decían “zapatero, a tu zapato” con justa razón. La educación da herramientas que permiten entender mejor ciertos conceptos y discutir sobre algo que no es nuestra área de experticia, pero no convierte al portador de un diploma en autoridad. Es más, su efecto es todavía más nocivo, ya que son vistos como personas educadas, no digamos si son profesionales o influencers. Sé que nos les gusta el término, pero ¿qué es un influencer? Es una persona con la capacidad de afectar las decisiones de otros, debido a su poder, conocimiento, personalidad o a las relaciones con su audiencia. Desde esa perspectiva, un presidente es tan influencer como un youtuber, con la diferencia de que el primero puede afectar de manera dramática a todo un país o, inclusive, el mundo.
Un influencer mal orientado, incapaz de aceptar su desconocimiento de ciertos temas y reacio a buscar la ayuda de expertos, es muy peligroso. Si es osado y con iniciativa, una bomba esperando estallar.
Los ejemplos abundan y ni siquiera me refiero a los tiempos actuales. Uno de los más llamativos ocurrió en 1998 cuando Sally Clark, una reconocida abogada inglesa, fue acusada de asesinar a sus dos hijos. En 1996 su hijo Christopher de 11 meses es encontrado muerto y dos años después, Harry con 8 semanas de nacido. Ambos decesos fueron catalogados como “muertes de cuna”, lo que hoy llamaríamos muerte súbita infantil. Sin embargo, la policía consideró las circunstancias demasiado sospechosas y en febrero de 1998 es arrestada y acusada de homicidio. El juicio se llevó a cabo en octubre y el “experto” de la fiscalía no fue otro que el profesor Sir Roy Meadow (fue nombrado caballero ese mismo año), un pediatra de renombre y ganador de varios premios relacionados con su especialidad. Subió al estrado y le dijo al jurado que las posibilidades de que dos niños de una familia pudiente de no fumadores murieran de esa manera era de 1 en 73 millones. Agregó otras comparaciones estadísticas y al final el jurado regresó un veredicto de culpable (10 votos a favor, dos en contra), sentenciando a Sally Clarke a cadena perpetua. La esencia del crimen del que era acusada y el hecho de que era abogada e hija de un policía, la convirtieron en el blanco de la justicia carcelaria por todos los años que estuvo en prisión, un total de tres. Eso fue lo que demoró su esposo, con la ayuda de un abogado, en descubrir que en los registros del hospital había evidencia, evaluada por un patólogo, de que Harry posiblemente murió de una infección, datos que nunca llegaron a manos de la defensa o, inclusive, a la de los policías que investigaron el caso. Además, ayudó mucho en su juicio de apelación las declaraciones de la Sociedad Real de Estadísticos que, en dos publicaciones (2001 y 2002), aseguraron que la conclusión de Meadows carecía de fundamento. El “experto”, que en el juicio aseguró que tenía evidencias de, por lo menos, 81 casos de muertes de cuna que en realidad fueron abusos infantiles (aunque lamentablemente perdió esta información), cometió un error estadístico básico. Multiplicó el riesgo de muerte de cuna en una familia pudiente de no fumadores (1:8500) por dos (dos casos de la misma condición), que es el procedimiento que usarían para calcular las probabilidades de sacar cara en dos vueltas consecutivas de una moneda. Lo malo es que solo se puede aplicar a variables independientes, es decir que no están relacionadas. Si usted lanza una moneda al aire puede salir cara o sello. Cada vez que repita el procedimiento, la posibilidad de que salga cara o sello se mantiene (50/50), no importa el resultado anterior. Por eso se consideran independientes.
En el caso de la muerte de cuna, no es así. Aunque Meadows argumentaba que no había evidencia de que la condición tuviera algún tipo de tendencia familiar, era una patología en estudio y en la familia de Clarke existía la historia de casos similares. Eso sin tomar en cuenta de que la posibilidad de que una madre mate a sus dos hijos es igual de remota. Al comparar, no había forma, basándose solamente en un cálculo estadístico, de asegurar que Sally Clarke era culpable, pero los jurados se dejaron convencer por la opinión de un experto y las consecuencias son de dominio público. Si están pensando que al final se hizo justicia, lamento decirles que no es así. Al salir libre dijo “Hoy no es una victoria. No somos victoriosos. Nadie salió ganando. Todos perdimos”, palabras que la siguieron hasta el 16 de marzo de 2007, cuando su cuerpo sin vida fue descubierto por su familia. La causa de muerte se atribuyó a una intoxicación etílica.
Una opinión es solo eso, hasta que se emite como juicio. Cuando la misma sale de boca de un profesional, mucho más si es un personaje público, es como jugar a la ruleta rusa con una pistola. Nunca se sabe a quién le tocará la bala, pero cuando aprietas el gatillo, ya es muy tarde para cambiar de opinión.
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