Todos hemos sido jóvenes. Todos nos hemos creídos los únicos con la razón de nuestra parte, cuando el mundo parece no comprendernos.
Y todos nos hemos dado cuenta de que como los árboles, cada año que pasa nos aporta un anillo de seguridad que oculta el que exhibíamos el año anterior.

Ser joven es hacer uso del regalo de vivir sin que te pase el cobrador todavía. Ser joven es ejercer el derecho a equivocarte bajo la coartada de la inexperiencia. Ser joven es desempeñar el papel de Dorothy Gale del Mago de Oz (Lyman Frank Baum) intrépida pero que añora el hogar («Como en casa, no se está en ningún sitio»), o del soñador Jim Hawkins de La Isla Misteriosa («El corazón me latía en la boca, cuando salimos al frío de la noche y emprendimos nuestra peligrosa aventura»), o el gamberro Tom Sawyer («Una vez más volvía Tom a ser un héroe ilustre, mimado de los viejos, envidiado de los jóvenes. Hasta recibió su nombre la inmortalidad de la letra de imprenta, pues el periódico de la localidad magnificó su hazaña. Había quien auguraba que llegaría a ser Presidente si se libraba de que lo ahorcasen») e incluso del joven novicio Adso de Melk de El Nombre de la Rosa (Umberto Eco), con la sensibilidad a flor de piel («De todos los rostros del pasado que se me aparecen, aquel que veo con más claridad es el de la muchacha con la que nunca he dejado de soñar a lo largo de todos estos años. Ella fue el único amor terrenal de mi vida… aunque jamás supe ni sabré su nombre»).
Siempre agradeceré la ventana abierta de mi adolescencia a tantas vidas narradas, a tantos personajes que me emocionaron y que contribuyeron a facilitarme la elección de mi propio destino. Así, la lectura juvenil es un gran atajo hacia la madurez porque ofrece experiencias y situaciones que no están al alcance de la mano y nos enriquecen el arsenal cognitivo para seguir nuestro propio camino.
Nadie puede arrebatar el privilegio y libertad de cada persona para ser artífice de su destino, para elegir su papel en el teatro de la vida, dentro del corralito que marcan las coordenadas de tiempo y lugar y según la sociedad y familia que nos cae en suerte o desgracia.

Hoy día los límites se desvanecen, la oferta del mundo en información y ocio es inmensa, los potrillos quieren correr al galope e ingenuamente confiamos en que los domadores (padres, maestros, religiosos, etcétera) hagan su labor con susurros y caricias, pese al riesgo de confundir gatitos con leones, que ante la menor molestia optan por zarpazos o la huida.
Hay tanta juventud que no es extraño que coexista una legión de jóvenes brillantes y creativos, con una gran mayoría pasiva de eso que llamamos buenos chicos/as pues “no hacen mal a nadie”, sin olvidar a la minoría de vividores, o mas bien, exprimidores, que exprimen a sus padres, a la sociedad y a quien se cruce en su camino. Quizá un reflejo de lo que somos los adultos, pero especialmente difícil de asumir cuando observas jóvenes sin moldear que tienen la llave del futuro.
Por eso me alegra muchísimo cuando escucho a jóvenes que hablan con ilusión del futuro y saben que se labra con el esfuerzo del presente. O cuando escucho a jóvenes plantearse preguntas con avidez para alimentar su sana curiosidad y buscan respuestas.
O cuando adoptan senderos de lo que quieren ser o parecer, con entrega y dedicación, sea un idioma, un deporte, un producto artesanal o artístico o seguir un líder.
Me agrada que la juventud lea, pero si además escribe, más y mejor que el tecleo precipitado de las redes sociales, el júbilo me invade. Da igual poesía, narrativa o teatro. Un joven que tiene algo que crear y se atreve a hacerlo, ya no es tan joven. Es alguien que ha decidido aportar algo al mundo. Y no es tan difícil: no hay que buscar la perfección, ni el aplauso, ni imitar estilos ajenos; se trata de escuchar la voz interior y hacerla salir como un parto, a veces fácil y a veces doloroso, pero casi siempre con final feliz, pues habrá merecido la pena alumbrar algo nuevo y personal. Escribir, emborronar, repetir, reorientar… no importa. Las catedrales llevan su tiempo.
El escritor en pie de guerra, con sus gozos y sombras, conseguirá la nueva obra que cobrará vida propia cuando estampe el punto final, y esa nueva obra, como los bebés, ya no son nuestros, sino de los lectores que se forjarán su propia impresión.
Vienen estas reflexiones al caso porque me ha alegrado que mi sobrina de 22 años, Beatriz Chaves Vázquez, con una mente prodigiosa, ha asumido el dulce castigo del escritor: ver publicado un puñado de poesías y relatos cortos (“Hilos de voz”, Ed. Camelot, 2020) que me han demostrado varias cosas.
Primera. Los niños que veíamos niños no lo son siempre, sino que se ganan su lugar con voz propia. Dejan de ser pasajeros para ser conductores de su vida.
Segunda. Bajo un escenario de vida juvenil mas alerta a los sentidos propios que al sentido común, hay jóvenes con inmensa carga de sensibilidad y el don de ver cosas que el común de los mortales no vemos. De hecho, me asombra como mi sobrina nos habla en su obra de París con la fascinación de Stendhal cuando visitó la iglesia de la Santa Grace de Florencia, uniendo el placer estético a sentimientos contradictorios de euforia y angustia, que el propio escritor describió como «fuertes latidos de corazón, acompañados de la sensación de que la vida se había desvanecido, caminando con sensación de caer».
Tercera. Quienes, como mi sobrina, han sembrado su vida de infinidad de lecturas y horas de rumiar en silencio sobre lo que le rodea, acaban obteniendo su fruto en una gran madurez, de análisis, de expresión y reflexión.
Como nos advierte Beatriz en el Prólogo: «Quien escribe se desdobla y se desnuda por dentro; se hace de cristal, se rompe (unos días la cabeza, otros el corazón) y se reconstruye».
La propia Beatriz en uno de sus relatos (“Selfie en forma de palabras”) nos muestra su posición, que creo compartirán muchísimos autores jóvenes:
Soy sensible. Pienso profundamente en todo momento; a veces parezco estar ajena a todo, pero es una simple mentira. Pienso en las personas que veo, en cómo cada una es un relato corto: con días buenos, errores, victorias e historias tristes que contar. Sí, pienso en las personas, que a veces son el malo del cuento, y que a veces son héroes-cuestión de perspectiva. Pienso en las canciones que escucho, en las emociones y sentimientos que hay tras ellas, en lo que está escrito entre líneas.

La obra intercala los microrrelatos con las poesías, y éstas tienen una inmensa carga emocional y vivencial (experiencias en París, Oviedo, momentos estelares de adolescencia, luces y sombras de amores y desamores, etcétera), sin que falten los juegos de palabras. Me quedo con la sencillez de estos “Autodefinidos”:
Te conocí y perdí la consciencia y se quedó muda la voz de mi conciencia, pedí el turno de palabra pero olvidé como hablar. Y decidí tirar de diccionario aunque fue él quien me dejó tirada, no sabíamos como definir esto, no sabíamos ni lo que éramos.
Gran cosa ser joven, y mas grande dejar escrito lo que bulle en su interior, lo que se imagina más que lo que experimenta, sin perder de vista el consejo de William Faulkner en una entrevista que ofreció en 1956:
No existe una manera mecánica des escribir, no hay atajos. El escritor joven sería un estúpido si siguiera una teoría. Enséñate a ti mismo por tus propios errores: la gente sólo aprende a partir de los errores. El buen artista cree que nadie es lo bastante bueno para darle consejos. Posee una vanidad suprema. Por mucho que admire al viejo escritor, quiere superarlo.
Pero sobre todo, me encanta el consejo de Faulkner cuando le preguntan si existe alguna fórmula para ser un buen novelista:
Un noventa y nueve por ciento de talento… un noventa y nueve por ciento de disciplina… y un noventa y nueve por ciento de trabajo. Nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Nunca es tan bueno como puede serlo. Sueña siempre y apunta más alto de lo que sabes que puedes hacer. No te limites a ser mejor que tus contemporáneos o tus predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo. El artista es una criatura movida por los demonios. No sabe por qué lo eligen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que roba, toma prestado o pide de todos y de cualquiera para conseguir hacer su trabajo.
En definitiva, me gustaría que se generalizase una pandemia de escritores jóvenes. Y no se encontrase vacuna.

Y aquí dejó la recomendabilísima Carta a un joven escritor de Arturo Pérez-Reverte. No se puede decir mejor, más claro ni más ameno.
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