IV Vis à Vis
Jorge L. Penabade entrevista a Rafael López Borrego autor de “Estética del viaje”
Evento en Facebook – Conexión Facebook
Estás invitado. Te esperamos con mucha ilusión.
Resulta extraño, casi paradójico, abordar un libro sobre la cuestión del viaje en tiempos de confinamiento pandémico. Es como si el asunto que nos propone su lectura hubiera programado deliberadamente su obsolescencia, despojándose a sí mismo de actualidad. En el impasse creado por esta pandemia hemos descubierto, entre otras cosas, la fragilidad de un mundo basado en las dinámicas del nomadismo, que el autor de este libro aborda desde la reflexión estética, es decir, desde el cuestionamiento de las imágenes que el arte produce como expresión de esa realidad.
A pesar de la parálisis impuesta por la pandemia, que ha ralentizado, cuando no interrumpido, esos flujos migratorios, vivimos un tiempo en el que el viaje es una de las representaciones de lo global. El viaje crea una red de destinos cruzados donde el ocio se encuentra con la supervivencia, dibujando una frontera en la que se perfila la imagen de dos mundos en colisión, el de la opulencia y el de la marginación, sometidos a la misma dinámica del nomadismo. Es como un choque de civilizaciones que produce imágenes bien dispares del mundo que comparten, y cuyo estudio se propone este breve pero completo ensayo de Rafael López Borrego.
Las imágenes, como bien señalaba Susan Sontag al respecto de las fotografías, son registros que democratizan la experiencia humana y la sumen en la vorágine de la representación, pero también hacen que la intervención en la realidad retratada resulte imposible. Las imágenes ponen distancia, no sólo en ese plano de la representación, como copias de un original, como meros certificados de su existencia (como pruebas que incriminan y a la vez justifican, decía Sontag), sino también en el terreno de la experimentación de la propia realidad retratada, en cuyo límite la intervención nos plantea una disyuntiva. Es el caso del periodismo fotográfico, por ejemplo, que el autor de esta Estética del viaje sitúa como testigo de primera línea frente a los dramas de la inmigración, la cara más terrible del viaje. Ahí aparecen citadas las fotos de Nilüfer Demir o Kevin Carter, imágenes ya icónicas que uno observa con el corazón encogido, mientras se pregunta por qué el fotógrafo no interviene más allá de la acción de registrar y acude directamente en auxilio de una vida que está en peligro. El voyeurismo aparece así como un límite ético que convierte al fotógrafo en cómplice (y esclavo) de todo aquello que debe ser registrado. En ese límite, diría finalmente Sontag, el fotógrafo consigue saquear y preservar, denunciar y, a la vez, consagrar.
Al hablar de imágenes hablamos, principalmente, de fotografías. En ese sentido el viaje, sugiere Rafael López Borrego, es una actividad reducida en muchos casos a la experiencia de una imagen fotográfica. El viaje convierte la imagen en su objetivo, hace de la fotografía un acontecimiento en sí mismo, y de ese hábito surgen casi todas las patologías del turismo moderno, esa otra forma que adquiere el viaje, y que tienen que ver con las experiencias trucadas de la sociedad del espectáculo, como la llamaba Guy Debord, en la que «todo lo que antes era vivido directamente se aleja ahora en una representación».
Como representación de ese mundo convertido en espectáculo, las imágenes han ido perdiendo su valor en tanto que documento, en tanto que prueba, para convertirse en un testimonio pasajero de nuestra presencia en él. El turismo moderno, en ese sentido, ha inaugurado la terrible era del selfie, una era donde la mirada se ha convertido en un acto meramente reflexivo, de afirmación del yo, o como dice con más acierto Joan Fontcuberta (y recoge Rafael en su libro), una era en la que el ego triunfa sobre el eros. El autor de Estética del viaje nos presenta así al turista moderno como un simple productor de imágenes que, por otro lado, no están destinadas a perdurar. Y no lo hacen, en parte porque carecen de cualquier valor estético («las líneas», dice Rafael López Borrego, «no aparecen rectas, el balance compositivo las más de las veces es desastroso, no se respeta la regla de los tercios, los contrastes entre luces y sombras crean brutales y dispares efectos, no se presta atención a la distribución el paisaje y la línea del horizonte y la sobrexposición aparece en muchas de las instantáneas»), y en parte porque no existen ya como verdadero documento, sino como mera interacción a favor de ese ego sin eros que se manifiesta incansable (e insaciable) en las redes sociales.
Las imágenes del turista están, pues, revestidas de un gusto kitsch destinado a convertir los recuerdos del viaje en una falsa apariencia. Una falta de gusto estético que tiene mucho que ver con las experiencias también falseadas que se le ofrecen al viajero y que nos remiten a su necesidad de construir recuerdos a partir de souvenirs, réplicas de algo que, como aseguraba Walter Benjamin, convierte nuestro pasado en una experiencia difunta. La experiencia kitsch del recuerdo que construye el turista se crea así a partir de la mercancía, de la copia, del objeto replicado que despoja al original de su valor cultural. En ese sentido, la memoria es una consecuencia de ese gasto improductivo del que hablaba Georges Bataille (recogido aquí en cita de Fernando Estévez González), una mercancía más, insertada en un ciclo de consumo, como los objetos que aparecen en una explícita y a la vez sugerente fotografía de Charlie White, que el autor del libro nos explica al detalle, en todo el feísmo de su falsa apariencia, donde se expone a una chica desnuda comiendo fruta en un decorado que incluye cuadros de imitación y muebles envejecidos que dan apariencia de lujo (es decir, de posición social), pero que al tiempo despiertan la sospecha de haber sido adquiridos en una tienda de baratillo.
Al final del proceso de “reproductibilidad técnica” provocado por la necesidad de experiencias y recuerdos (ya dijimos que ambos falseados), la inagotable producción de imágenes parece necesitada de un espacio crítico para toda esa representación, un contenedor en el que no sólo se acumulen, sino que también se cuestionen esas imágenes. Rafael López Borrego dedica la parte final de su libro al museo, ese lugar que debería estar concebido como un espacio de (re)significación, como el sitio en el que las imágenes recuperan el aura, en el sentido que le daba Benjamin al término (una labor que, a su manera, ya puso en práctica Marcel Duchamp, pionero en esa clase de reciclaje aurático, aunque desligado de la función ritual que le atribuía Benjamin). El museo, sin embargo, se ha integrado sin dificultad en la propia vorágine turística, convirtiéndose él mismo en una experiencia de consumo. Así es como el espacio físico y semiótico del museo se transforma finalmente en uno de aquellos «no-lugares» de los que hablaba Mark Augé, entornos vacíos en los que nada se asienta ni perdura, espacios dedicados al tránsito fugaz, donde el consumo prolifera como una actividad parásita que desvirtúa el infinito estético de Paul Valéry, esa forma de placer que llena el mundo de significado.
En Estética del viaje (LC Ediciones, 2020), Rafael López Borrego repasa magistralmente los procesos de creación y significación de las imágenes que consumimos, y a través de ellas nos acerca a la comprensión del complejo fenómeno del nomadismo contemporáneo y de todo lo que ese movimiento produce: fronteras, tecnologías, recuerdos y, por supuesto, imágenes. Su trabajo, además de una notable erudición, hace gala de un apreciado didactismo que actúa en beneficio de una lectura muy recomendable, incluso en estos tiempos que han puesto en cuarentena la idea de ese mundo dinámico que el autor de este libro nos muestra en sus páginas.
Si te ha gustado el artículo, por favor, compra el libro. Muchas gracias
0 comments on “Imágenes en movimiento”