La Navidad es época para la generosidad, el amor, la familia, el altruismo, los abrazos, los besos, las risas, los bailes, las celebraciones, la imaginación y la fantasía. Durante este periodo mágico del año se activan una serie de valores como la gratitud, la generosidad, la solidaridad, la empatía o la amistad. La Navidad es también un tiempo para reponer fuerzas, compartir bellos sentimientos y recordar a quienes ya no están entre nosotros. Durante la gran fiesta de la Navidad adornamos nuestras casas con elementos navideños, enviamos tarjetas, elegimos y entregamos regalos, organizamos comidas y cenas y un montón de cosas más. En fin, decimos a menudo que durante este instante se activa dentro de todos nosotros el llamado “espíritu de la Navidad”, que lo conforman por una serie de valores profundos.
En puridad, la Navidad es la celebración de la natividad de Jesús. Las representaciones del Niño-Jesús, que podemos escudriñar en las iglesias, en las plazas de los pueblos y ciudades o en nuestras propias casas tratan de recordarnos que, más allá de lo aparente de los estereotipos publicitarios y economicistas de la Navidad, en la figura de este niño se esconde un maravillo y solemne misterio: El misterio del amor, la fuerza más poderosa del Universo y uno de los siete aspectos o manifestaciones de Dios. El propio Jesús se refirió a este poder y aspecto de Dios mediante la figura de un niño: Y Él, llamando a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

Hoy, la mayoría de las investigaciones sobre la espiritualidad infantil han determinado que ésta es común y natural en todos los niños del mundo. Todas ellas muestran que la conciencia espiritual de los niños tiene un carácter nítidamente relacional: entre ellos mismos y las personas, el mundo, su yo interior y Dios. Algo que contrasta con la espiritualidad de los adultos, contaminada por creencias mentales que impiden la relación directa con el Padre, con Dios. “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”, leemos en el Evangelio de Mateos. Las palabras “limpio” y “corazón” nos aclaran claramente por qué Jesús aconsejaba que para relacionarnos con Dios tenemos que hacernos como niños. Recordemos que para la cultura semita el “corazón” de un hombre es el centro de sus emociones, pensamientos e intenciones; y que la palabra “limpio” (katharos) fue utilizada por Mateos en el sentido de pureza interior ya que “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”. Es decir, en el interior del hombre coexisten de manera latente dos fuerzas antagónicas: el bien y el mal.

A lo largo de la Historia de la Humanidad la lucha entre el bien y el mal ha estado presente en todos los órdenes de la vida. El bien y al mal también podrían ser designados como: luz y oscuridad o sabiduría e ignorancia. La literatura nos ha dado buena cuenta de estas dos fuerzas opuestas, latentes en el alma humana. Macbeth, la conocida obra de William Shakespeare, nos habla de ellas. En esta inolvidable tragedia, el protagonista se sitúa en medio de un conflicto entre el bien y el mal donde, por el deseo de conseguir aquello que no le pertenece ni tiene (la corona), termina condicionando su voluntad hasta llevarle hasta su destrucción. Y con la lectura del cuento “La Reina de las Nieves del escritor danés, Hans Christian Andersen, comprendemos que existe una fuerza capaz de vencer al mal: el amor; que la lucha entre el bien y el mal es dura y puede ser larga y agotadora pero, al final, el primero siempre se impone al segundo.

“El espíritu de la Navidad” que, los maravillosos cuentos de Christian Andersen y de otros innumerables autores han tratado de describirlo de forma didáctica a través de relatos e historias, tiene un carácter espiritual. Es elevador e inspirador. Nos conecta con nuestra esencia, con lo que realmente somos, representada en la pureza de un niño. Se manifiesta claramente a través de determinados valores como la generosidad, la amistad, la familia, el perdón, la alegría, el altruismo, la bondad, la compasión, la empatía, la tolerancia o la gratitud. En fin, podríamos afirmar que el “El espíritu de la Navidad” es, esencialmente, el triunfo del bien sobre el mal. De ahí que en las antiguas escrituras, el “Niño-Jesús” fuera llamado Emmanuel, es decir, Dios con nosotros, así como: El Admirable, El Consejero, El Fuerte, El Padre Eterno y Príncipe de la Paz.

Podcast: La Reina de las Nieves gracias a Lluisa Martínez tvcostabrava.com
Lluisa Martínez tvcostabrava.com
José Antonio Hernández de la Moya
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Este nuevo artículo de José Antonio sobre la Navidad continúa elevando nuestro interior al mundo más auténtico del misterio del nacimiento de Jesús en Belén. Esta vez la referencia a los niños es estupenda, vendría a ser algo así como una infancia espiritual que nos debiera acompañar toda la vida. El propio Unamuno añoraba ese estado: “he crecido a mi pesar…”. Gracias por escribir en el blog, a ver si se me “pega” algo de tus artículos. Saludos.