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Emma dice que la música del cine de terror se refiere a lo que va a ocurrir pero aún no estamos viendo. Mientras suena, estamos viendo lo que para la música ya es el pasado. Alguien podría pensar que quién mejor que yo para saberlo, pero sólo he visto los ocho episodios de la primera temporada de la serie y el piloto, y de eso hace ya dos años. Yo ensayo un poco en la caravana, voy al plató, digo mi parte y de vez en cuando muevo mucho los ojos y abro la boca como si no pudiera hablar. Pero no veo nada de lo que después el espectador verá y oirá. Por eso Emma, que casi no ha pisado ningún plató, sabe mucho más que yo del cine de terror y de mi propia serie. Si le contara lo que me está pasando, es posible que me dijera: ‘Eso pasó en tal episodio, cuando bajaste al sótano a pesar de la música inquietante’. Ni la música ni los de FX preparan mi miedo. Hace unos días, me había quedado dormido en el sofá de la caravana y cuando desperté –era mediodía, habíamos madrugado mucho el día anterior y me había acostado tarde– tenía una araña colgada de su hilo a un palmo de los ojos. Las arañas no son como las hormigas, que no se dan cuenta de nada y van a lo suyo. Pones el pie delante y parece que se extrañan, huelen un poco o lo que sea que hagan con las antenas –tampoco sé mucho de insectos– y buscan su camino. Las arañas se dan cuenta de que las estás mirando y se quedan quietas mirándote con sus muchos ojos, descomponiendo tu imagen. Pensé: ‘¿Y si me han dado la caravana de Roberto?’. Roberto se suicidó el año pasado. Pregunté a los técnicos y sí, era la caravana de Roberto. Ellos lo encontraron. El que lo había encontrado no estaba en ese momento, pero igual supieron darme detalles: es difícil ahorcarse en una caravana si tienes una estatura normal; Roberto se había atado los pies y los muslos con las rodillas dobladas y había conseguido encaramarse a un taburete… En fin, acabó con la cara apoyada contra el techo.

En algún momento he vuelto a pensar en la araña: ‘¿Y si yo estoy haciendo como las hormigas, que son ciegas –lo he mirado en Internet–, pero hay por aquí algo muchísimo más grande que yo?’. O sea, no lo veo porque es demasiado grande, pero podría verlo, si encuentro la manera de, digamos, descomponerlo.
![De fir0002flagstaffotos [at] gmail.comCanon 20D + Sigma 150mm f/2.8 - Trabajo propio, GFDL 1.2, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3140174](https://i0.wp.com/acalanda.com/wp-content/uploads/2022/12/Wikipedia-Bullant-head-detail.jpg?resize=950%2C639&ssl=1)
Sea lo que sea, también está en la habitación del hotel. Nada en la habitación puede hacer un ruido que se parece a una tosecilla. Ocurre en mi habitación, no en las de al lado, estoy seguro. Mientras miro los cuadros (que podrían producir un rápido golpeteo contra la pared, pero no lo hacen), los libros (que a veces podrían susurrar al moverse y frotarse sus encuadernaciones entre sí, pero no lo hacen) o las lámparas (que podrían encenderse y apagarse con un sonido peculiar que no se parece al de la tos, pero no lo hacen), oigo esa tosecilla. Eso demasiado grande quiere llamar mi atención sin asustarme, aunque no puedo evitar que se me erice el pelo de la nuca.

No me siento en peligro. Soy quizá, en el mejor de los casos, como un perro abandonado que sólo ha conocido el miedo y que acaba de ser adoptado por un hombre bondadoso al que, sin embargo, todavía teme. Ha nacido y vivido en la calle y no conoce, por ejemplo, las escaleras ni los cristales de las ventanas ni la televisión… (Tuve un perrito así hace mucho.) Pero está a punto de conocer todas esas cosas y muchas más. Porque me da la impresión de que lo que sea cuida de mí. Seguro que a muchos yo les pareceré un privilegiado, pero, ¿hay alguna persona sensata que, más allá de las veces en que se ve obligado a comparar su suerte con la de los más desfavorecidos, se sienta un privilegiado? Todos tenemos malos rollos en nuestra vida. Así que no comprendo qué está pasando (y para sentir miedo hay que comprenderlo un poquito al menos) cuando, al levantarme, me calzo como siempre la zapatilla derecha y entonces voy a colocar la izquierda, empujándola, como siempre, de modo que quede en un ángulo de 90º respecto de su posición inicial, para que el pie izquierdo se meta en ella y avancemos con paso de baile hacia el baño y veo que mi zapatilla derecha no llega a rozar la izquierda, que, sin embargo, está ya, enseguida, en un parpadeo, en la posición justa de salida. Las cortinas se mueven pero su movimiento ondulante no oculta nada, no es siniestro, al contrario, es práctico, sólo dejan pasar la luz. El café del termo está en la taza y está caliente y justo antes de que yo haga girar la taza para que el asa quede a mano, gira por sí misma con torpeza con un golpeteo rítmico… En fin, me siento –ahora, al escribirlo; pero no encuentro la palabra para decir cómo me siento en esos momentos– un poco ridículo al decirlo; es sencillo decirlo, reconocerlo, así, hasta creerlo con cierta calma: toda la coreografía ritual del desayuno cumplida sin mí, su primer bailarín… ¿Por qué el agua de la ducha sale, nada más abrir el grifo, a la temperatura exacta para mi comodidad, a la que me gusta (demasiado caliente incluso en verano)? ¿Lo agradezco o temo escaldarme en cualquier momento? Estoy confuso; es inquietante y a la vez como una broma. El mismo día en que me mudé al hotel, salí en cuanto dejé más o menos guardadas mis cosas (que, al volver, estaban perfectamente ordenadas… ¿quizá por el personal del hotel?). Quería comprar cosas de afeitar: hojas de doble filo para la maquinilla tradicional; crema de afeitar un poco especial… (Sí, es un poco imprudente en estas circunstancias; tal vez debería volver a la vulgar pero segura Gillette de seis o siete hojas.) Di una vuelta por la ciudad y enseguida encontré una franquicia de perfumerías que sé que trabajan con las marcas que me gustan. Por alguna razón, había una larga cola en la caja. No me gusta hacer cola. Ya sé que todo el mundo dice lo mismo, pero no es verdad. He visto en todas partes que mucha gente disfruta en las colas de las taquillas de las estaciones, en las del súper, del banco, en todas. La cola es un pequeño evento social. No tuve tiempo para impacientarme. Cuando todavía había cuatro personas delante de mí, al hombre que ya iba a pagar se le cayó la cesta y el contenido se desparramó por el suelo. Se apartó para recogerlo, perdiendo turno. La segunda sufrió un desmayo (el aire acondicionado debía de estar averiado) que hizo que la cajera llamara a alguien por megafonía y con un ademán invitara a pasar a la siguiente, que declinó la invitación para, humanitariamente, atender a la mujer desmayada. El hombre que estaba delante de mí se volvió para decirme algo pero, al verme, se alteró visiblemente, por alguna razón, y salió huyendo. Pagué. ¿Había reconocido en mí al implacable sacerdote que, en la tele, persigue a asesinos sobrenaturales con una paradójica mala hostia que no tiene nada que ver con el bondadoso o al menos tranquilo padre Brown? ¿A pesar de la mascarilla? (He notado que sí, que ponerme la mascarilla para mí es como salir del trabajo y relajarme, pero siguen reconociéndome.) Ahí, protegido por la luz del día, entre congéneres, pensé en que de verdad era una especie de broma. Sin embargo, un mayordomo con pequeños superpoderes habría actuado igual sin necesidad de sentido del humor.

Es cierto que siempre he pensado que el que me la hace, no la paga, porque yo no hago nada, sino que la vida se la hace pagar. La vida… naturalmente, nunca he ido más allá de esa vaga noción. No les ocurre nada inmediatamente tal vez, pero he visto el suficiente número de casos como para, ahora, atando cabos, sospechar algo, algo poco normal que enseguida, por sentido común, deriva de nuevo hacia la broma: ¿una especie de servicio de protección? Sin embargo, es cierto que o bien caen en picado o van sumiéndose en alguna desgracia poco a poco, como si hubieran caído en arenas movedizas y renunciaran a ejecutar ningún movimiento defensivo por temor a hundirse más deprisa. Hace poco me crucé con el ex dueño de un bar que un par de veces se había negado, apenas quince días antes, a servirme más alcohol: ahora parecía un pordiosero. Quiero decir, si ya iba tan apurado, cómo pudo negarse, si yo solo soy capaz de pagarle en un rato su ganancia del día.

Dicho así, es como si hubiera un grupo de dioses romanos o griegos, borrachos de ambrosía (o vikingos, borrachos de hidromiel, que lleva LSD), y de repente uno de ellos mira hacia abajo, apunta con un dedo como si fuera una pistola (el pulgar de percutor) y a mis espaldas Arturo Tusquet, que estaba burlándose de mí, cae fulminado por un ictus. La gente de este oficio suele ser profesional, pero de vez en cuando tropiezas con alguno que te dificulta un poco la vida. En este caso, Arturo, un secundario que aspiraba a mi papel. Yo no soy una estrella, o al menos no lo era hasta hace poco (la serie está teniendo mucho éxito; se está doblando al francés y hace tiempo que se dobló al inglés). No podría serlo con mi físico. He tenido la suerte de que, en estos tiempos, los actores de reparto podemos ser protagonistas. Sé hacer mi trabajo, quizá sé hacerlo tan bien que hago que parezca fácil y que cualquiera, como Arturo, que nunca ha destacado, crea que podría hacerlo mejor. Es verdad que siempre ha tenido mala suerte: a nadie le extrañaría lo del ictus. Me tomo a broma todo esto mientras lo escribo de noche en el hotel, pendiente con aprensión de ruidos o movimientos. Estoy solo, no tengo amigos ni entre el reparto ni entre los técnicos ni en esta ciudad. Así, es como si me desdoblara y un yo mismo burlón me acompañara a mí mismo, tan tenso. Soy muy capaz de verme desde fuera y tengo un gran sentido del ridículo. No le he contado nada a nadie, ni siquiera a Emma. Tampoco hace tanto que estamos (a veces) juntos.

La idea de la pandilla de dioses me viene de la expresión ‘el favorito de los dioses’ y me resulta casi más fácil imaginarlos así que imaginar lo que por aquí hemos llamado dios toda la vida, ya inverosímil, inconcebible. Pero, ¿y si fuera un solo dios más parecido al dios bíblico? Un dios incomprensible, inescrutable, oscuro…

Relato sobrenatural. Primera entrega. Vicente Forcadell.
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