Hubo un tiempo en que considerábamos fervientemente que la Navidad era un tiempo para la espiritualidad, la religiosidad, los buenos deseos hacia los demás de felicidad, paz, prosperidad y esperanza; también para los regalos simbólicos, el compartir con la familia y los amigos; las reflexiones sobre el camino recorrido; las risas y las sonrisas, las fiestas y los bailes; el recuerdo de los que se fueron y las celebraciones por los que han llegado; el repaso de los sueños que se han cumplido y los que aún quedaban por cumplir…

Hubo un tiempo en que deseábamos a nuestros seres queridos: ¡Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo! Hubo un tiempo en que por medio de preciosas postales navideñas les manifestábamos con bellas palabras que la Navidad es la alegría dentro de nuestros corazones, la generosidad de compartirla con otros y la esperanza de seguir adelante. Hubo un tiempo también en que nos recordábamos que la Navidad no es una fecha, sino un sentimiento; que no es un momento ni una estación, sino un estado mental; que valorar la paz y la generosidad y tener merced es comprender el verdadero significado de Navidad.

Hubo un tiempo en que estábamos convencidos de que la Navidad era una de las celebraciones más importantes en todo el mundo, a pesar de los grandes contrastes. Es que sabíamos que la Navidad -la mágica Navidad-, era la alegría por celebrarla con los que están y la pena por los que se quedaron en el camino, los que ya no están entre nosotros; el frío de las calles nevadas de crudos inviernos oliendo a castañas y el reconocimiento de los vergonzosos excesos en las comidas mientras que mucha gente se muere de hambre en el mundo; la superabundancia de regalos infantiles junto al árbol de navidad, los belenes o nacimientos; Santa Claus y los Reyes Magos; la familia y los amigos; los villancicos y las luces navideñas… pero, aun así, sabíamos que la Navidad, la blanca Navidad era… ¡un canto a la vida!.

Hubo un tiempo en que estábamos plenamente convencidos de que el origen de la Navidad se encontraba en el nacimiento del Niño Jesús, descrito en los evangelios de Mateos y Lucas: la historia más maravillosa jamás contada. Que los padres de este Niño Dios –concebido por intervención divina- se llamaban José y María. También creíamos que este relato inolvidable llevaba en sus entrañas la añoranza del ser humano de renovación, superación, paz y felicidad, así como la creación de un mundo mejor.

Hubo un tiempo en que la gran fiesta de la Navidad consistía en la celebración del nacimiento de Jesús, un frío 25 de diciembre. Y lo hacíamos con fe siguiendo las tradiciones ancestrales, que arrancan desde el siglo IV. Hubo un tiempo en que sentíamos que la Navidad era un tiempo para la reflexión, la esperanza, el perdón, la generosidad y la paz.

Hubo un tiempo en que nos parecía que durante este periodo mágico del año se adueñaba de todos nuestros corazones un espíritu bondadoso, haciendo de este mundo un lugar más feliz. Sí, hubo un tiempo en que los cuentos de navidad, los belenes, los árboles de Navidad, el frío y la nieve, los majestuosos edificios, la típica iluminación navideña, la gente abrigada, los encuentros con la familia y los amigos, las chimeneas humeantes, las castañas y el chocolate caliente, las compras y los puestos donde comprar, los regalos, nuestros mejores deseos para los demás, las alegrías y la esperanzas, no sólo formaban parte integrante del paisaje, sino que, sobre todo, conformaban un espíritu: el “espíritu de la Navidad”.

Hubo un tiempo en que habíamos convenido que Santa Claus vivía con su esposa (la Señora Claus o Mamá Claus) en el Polo Norte, donde fabricaba los juguetes para todos los niños del mundo con la ayuda de unos cariñosos duendes; que siempre nos mostraba su cariño y cercanía con un “ho, ho, ho”; y que, durante la mágica noche del 24 de diciembre, se monta en un trineo arrastrado por unos renos muy especiales, alimentados cuidadosamente con “liquen de reno” que le conducían por todo el mundo para satisfacer los deseos de los niños que se habían portado bien; ¡Ah! y que tomaba gustosamente la leche y las galletas que los niños le dejan en el árbol de Navidad para que pudiera reponer fuerzas.

Hubo un tiempo también en que preguntábamos a nuestros vecinos o amigos, Oye, por cierto: ¿En vuestra casa, sois de Papá Noel o de los Reyes Magos? Y también si: ¿De Melchor por su vejez y su raza asiática; de Gaspar por su la juventud y su raza europea; o Baltasar por su madurez y su raza africana?. Sea como fueran nuestras preferencias, hubo un tiempo en que nos sentíamos atraídos por unos majestuosos Reyes Magos que venían desde Oriente en camello (Melchor), caballo (Gaspar) y elefante (Baltasar), provistos de unos simbólicos regalos: incienso, el oro y la mirra.

Hubo un tiempo en que, como cantaba el grupo Mecano, cinco minutos más para la cuenta atrás, hacíamos balance de lo bueno y malo mirando al mismo tiempo hacia el Año Nuevo para atraer la salud, el amor o la abundancia en todas sus manifestaciones; y, para tan noble propósito, hubo un tiempo en que dejábamos que entraran en juego algunas supersticiones como: besar a tu pareja; brindar; llevar ropa nueva y roja; dejar las puertas abiertas de la casa; empezar con el pie derecho; dar tres saltos con una copa de champán en la mano y, por supuesto, comernos las uvas.

Hubo un tiempo en que la Navidad lo conformaban un conjunto de valores profundos como la gratitud, la generosidad, la solidaridad, el amor, la familia, el altruismo, la amistad, la solidaridad, la empatía, los abrazos, los besos, las risas, los bailes, las celebraciones o los sueños. Unos valores eternos que se hacían patentes por medio de unos maravillosos cuentos, como los de Christian Andersen y de otros innumerables autores. Unos inolvidables relatos o historias que nos conectaban nuestra esencia, con lo que realmente somos.
Hoy, sin embargo, algunos creen que el “espíritu de la Navidad” ha dejado paso al mundo de la inmediatez, los eslóganes y los estereotipos; a los regalos mercantilistas, las luces, el color, el bullicio de gente alegre que inunda las calles, las compras, las comidas y las cenas, las reuniones de familiares y amigos; los belenes y lo árboles de Navidad por pura y simple tradición y decoración.
Algunos creen que hoy, el “espíritu de la Navidad”, se ha desvirtuado, se alejado o nos ha dejado, generando un estado de alejamiento del hombre hacia Dios, precisamente en la época del año en que celebramos el acercamiento de Dios al hombre.
Y tú: ¿Qué crees?
José Antonio Hernández de la Moya
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Hace muchos años me convertí en un firme objetor de esa extendida manía colectiva de las felicitaciones despersonalizadas de navidad. Me refiero a esas de carril y de reenvío que, amén de absurdas, ni dicen ni hacen sentir ¡nada! La navidad, aún con el amargor que dan los años, las pérdidas y los desengaños, son las personas con nombre y apellidos que la protagonizan y le dan sentido y existencia propia en sus vidas. No una masa anónima e inconcreta de individuos detrás de la cual solo se esconde el desconocimiento, la indolencia, la vacuidad y la indiferencia. Por eso hay tantas navidades como personas. Por eso hay tantas navidades como formas de sentirla.
Ojalá pudiese introducirse el espíritu de Navidad en pequeños frascos y así poder vaporizarlo sobre nuestras vidas todos los días para hacerlos mejores.
Ojalá los fantasmas de la navidad fueran capaces de convencer a los muchos Mr. Scrooche que deshumanizan y hacen conflictivo el mundo de que merece la pena cambiar y dejar de serlo.
Ojalá que ese camino de vuelta a casa, ese recuerdo perenne de quienes -estén o nos hayan dejado- son y siempre serán parte de nosotros y esa ingenua ilusión de niños que simboliza la navidad nunca nos abandone.
Ojalá, estimados José Antonio Hernández de la Moya, José Adserias y Cristina Magrazó Palos -el orden es aleatorio-, que tengáís ¡una Feliz Navidad y un estupendo año 2023! Deseo que hago extensivo a vuestras familias -de sangre: parientes; y de vida: amistades-.