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Hace año y medio, en verano, alquilé una casa rural en un pueblo castellano. Habíamos rodado allí unos meses antes y yo había pensado que el verano en esa llanura abierta sembrada de cereales bajo ese cielo altísimo, sería glorioso. Lo fue; fue un verano, un largo mes de julio, magnífico. Bajo aquel sol, mi soledad se multiplicaba sin pesadumbre, placenteramente (yo venía de demasiadas multitudes). Solía caminar durante horas por los despejados caminos de los alrededores. En uno de ellos descubrí una forma de amor desconocida para mí. Cada vez que pasaba, y ya elegía ese camino a propósito, descubría, siempre en el mismo punto, en el centro de una larga recta, una inscripción hecha al borde del camino, sobre la tierra, con la arista de una piedra: ‘Mabel ni en sueños verás tanta belleza’ fue la primera que vi, no necesariamente la primera de la serie. Después vi cómo cambiaba cada tres días (al menos, me encontré con una que ya conocía una vez que volví a los dos días): ‘Mabel la bondad vive en su corazón’, ‘Mabel la luz que ciega a los hombres’… Incluso un caso incongruente, una caída de la inspiración o un apócrifo: ‘Mabel qué persona más linda’… Siempre en hermosas capitales de un palmo sin acentos ni puntuación. Anoté cada nuevo mensaje. Hace cuarenta o cincuenta años el autor sería un enamorado y ahora quizá es un obseso, un acosador… Lo imagino mayor, un labriego arcádico, o un joven tímido y autodidacta. No conseguí representarme a Mabel más que bajo la grotesca forma de Aldonza Lorenzo.

Ni acentos ni comas, como si fueran inscripciones latinas, como si fueran espontáneas y prístinas. Escribir así –epítetos homéricos, kenningar, geórgicas…– es como gritarlo en esa soledad. Es escribirlo no para ella, de quien habla pero a quien no se dirige, y menos todavía para los escasos caminantes, sino para los pájaros y los insectos y los seres que no existen. Imagino conejos con chaleco y leontina, urracas parlanchinas, mariquitas crédulas, cigarras perezosas (las oigo cantar la gloria de Mabel), hirsutos abejorros, mariposas pop, ardillas que se llevan las manitas a la cara, elfos de Arthur Rackham, todos embelesados con este amor. Un par de conejitos de rabo blanco huyen a mi paso. Qué especial tendría que ser Mabel para que estas palabras a la vez primitivas y civilizadísimas surtieran en su corazón el efecto deseado por este vate que, al menos en una ocasión, había estado a punto de ser descubierto. La piedra utilizada estaba en el suelo, junto a la última letra trazada: la ‘s’ de ‘todos’ en la frase ‘Mabel el amor que todos’. ¿‘desean’? ¿Tal vez ‘anhelan’ estaba más en su línea? No, no se podía decir que fuera cursi. Era tímido y bíblico. Algún caminante surgió de la curva de un extremo o del otro y él echó a correr hasta su pueblo, su coche o un camino que lo devolvería al de sentido opuesto por detrás del caminante. He intentado en vano producir frases parecidas. ‘Mabel su mirada acaricia/abraza/abarca/ el mundo’. Se ve claramente que no es suya.
El favorito. Relato sobrenatural. Cuarta entrega. Vicente Forcadell
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