Seguramente, aquella noche, alguna autoridad felicitó a los perplejos técnicos, que, en su cortedad (la común entre los seres entregados a la técnica, sean operarios o ingenieros, como bien señaló Heidegger en su día), aceptaron el mérito puesto que, en el peor de los casos, la culpa no sería suya. ¿Se investigó algo aquella misma noche? Parece ser que no. Casi todos (excepto los técnicos en su particular omertá) atribuyeron la desaparición de Walter al artificio y, que no reapareciera, al capricho propio de los artistas, a los preparativos para la marcha… unos a que estaría con otros y estos otros a que se habría ido con esos unos. Con su novia española, llegué a escuchar ese día siguiente.
Emma sí reapareció en mi vida, cabreadísima, despechada, irrespetuosa conmigo, con mis sentimientos y con mi reputación. Por fin, después de ese día de tregua, se le echó de menos en serio y se iniciaron las pesquisas. Se averiguó en primer lugar que no había salido del país. Se investigaba con desgana, según reflejaban los medios: era casi seguro que lo estaba pasando en grande en algún escondido paraíso para ricos. Preguntaron a Emma, que, habiendo partido el equipo de la película al completo, se erigía en el último vínculo de Walter con la localidad.

Meses después (entonces, ¿el presente verbal en que he estado escribiendo…? Sí, era una convención narrativa, yo ya conozco el final de esta historia. ¿Y por qué no lo cuento y ya está? No lo sé; llevo mucho tiempo pensando por qué nadie lo hace y no doy con una razón bastante convincente, válida para todos.), un pastor encontró los restos descabezados de Walter en extrañas circunstancias: era imposible no haberlos descubierto hasta entonces en aquel bosquecillo próximo a la ciudad que, al inicio de la desaparición oficial, había sido batido centímetro a centímetro por policías y espontáneos. Para entonces, Emma y yo habíamos retomado nuestra relación entre frecuentes pero calladas suspicacias por mi parte. Aunque Emma sabía que quien me la hacía la pagaba, lo ocurrido tenía una dimensión tal que sobrepasaba cualquier posibilidad de sospecha. ¿Se pensó, en general, en un fenómeno sobrenatural? En mi mundillo, el de Devil’s tail, sí; en broma, por supuesto. En general, no. Era un misterio, sin duda, pero, en nuestro mundo, el único ser sobrenatural en el que se cree –en el momento en que se le mienta– es la poderosa ciencia, que en algún futuro estadio resolverá éste y todos los enigmas. Además, había pasado mucho tiempo y el interés había decaído: los misterios inactuales disponen de su propio género: el documental de televisión. Participé en uno de ellos como narrador, en mi calidad de representante de los aficionados a lo sobrenatural. Un documental de poco nivel, como puede suponerse, populachero. Me preguntaron por Emma, pero condicioné mi participación a que se guardara un respetuoso silencio sobre esa intimidad. Preguntaron a Emma, que declinó la invitación a ser entrevistada. En el montaje final, a mis espaldas, se mencionó su affaire.

Del mismo modo en que, a estas alturas, nadie, ni yo mismo, recordará si he hablado o siquiera mencionado a alguien, aquí, la existencia del ente, cuando Emma regresó tuve miedo de que nos relacionara, a mí y al ente, con lo ocurrido. Podía haber hablado de ello con los técnicos, borracho, curioso por saber cómo podrían emularse, con efectos especiales, algunas de las pequeñas intervenciones del ente en mis desayunos, sueños, paseos… en mi vida cotidiana. Si no había hablado del ente por discreción sobre mi propia salud mental, también ahora era posible temer que, de haberlo hecho, se me culpara, si no de ser el criminal (aunque por entonces aún no se consideraba la posibilidad de un crimen), sí de mis celos, de mi callado –incluso para mí mismo– deseo de esa muerte; en suma, temí la vergüenza de ver expuestos en público mis sentimientos. Incluso si ese público se reducía a Emma. Por tanto, me mostré distante sentimentalmente, y cínico al aceptar de nuevo su cercanía, sus besos y caricias. Pero creo que Emma era muy consciente de yo fingía. Hasta el descubrimiento de sus restos, rápidamente recuperamos una normalidad en la que no había ninguna referencia a Walter.

Entonces vi que Emma establecía alguna delicada conexión entre la muerte de Walter y mis celos (que, sin embargo, nunca le había demostrado: con esa pretendida superioridad psicológica de las mujeres sobre los hombres, los daba por descontado) que, de admirar yo todavía más el arte de Henry James, podría servir para un ejercicio de imitación del maestro, tan ambiguo y esquivo fue nuestro mutuo trato al respecto. Cedí a la tentación de hablarle del asunto más directamente, pero manteniendo la vaguedad, mediante alusiones a su parte más intelectual: ‘¿Tú crees en dios?’. Dijo que no rotundamente, burlándose de mi seriedad con su preciosa risa (¿de cascabel, argentina…?), y no se habló más. Es decir, supe que nadie, ni remotamente, podía sospechar nada. Por otra parte, eso significaba que el ente y yo estábamos solos sobre la faz de la tierra. Nuestra relación sólo cabía en la literatura fantástica, un género muy alejado en estos tiempos de lo que se tiene por vida real.
Hemos terminado el rodaje de esta temporada y tengo mucho menos contacto con gente. Apenas tengo amigos que no sean artistas o técnicos y el final de temporada es un tiempo vacacional en que hago mi vida casi a solas, incluso contando a Emma: mantenemos casas separadas aunque muchos días comamos y durmamos juntos en una u otra. También pasan días sin que nos veamos, por pereza de uno u otro de recorrer en metro la distancia que nos separa. Hay, por tanto, menos riesgo de intervenciones graves del ente. Para mí, las cosas no son como antes de Walter. Eso, por una parte. Además, cierta frialdad emocional provocada, asumida, en absoluto ya fingida, me parece que sigue siendo conveniente para la salud de Emma.

En esta ociosidad, confirmada de forma indudable para mí la existencia del ente con el caso Walter, he repasado la literatura fantástica que conozco (sin contar su vertiente religiosa, bastante explorada). Con Walter, el ente había demostrado tener algo así como una gran consistencia física que me hizo pensar en un noble precedente literario: El Horla de Guy de Maupassant. No he encontrado nada más. De alguna manera, el Horla, un ser invisible pero tangible, no es superior a los hombres, aunque sus necesidades vitales perjudiquen las del humano del que depende y sobre el que influye. Ni quemaré mi casa para destruirlo ni me volveré loco: sé que el ente y yo no convivimos, vivimos separadamente, en niveles de existencia o dimensiones distintos. Su influencia en mí no es inmediata, se ejerce a mucha distancia (creo yo) y, hasta ahora (y son ya muchos años, quizá toda mi vida), en mi aparente beneficio. El protagonista de Guy de Maupassant escribe un diario y es una elección de género muy acertada: precisamente, ¿a quién le cuentas eso si no es a ti mismo?; mientras que yo me esfuerzo por convertir en ficción, con sus reglas y convenciones, lo que vivo y lo que pienso. Es una diferencia insalvable, me parece (a menos que yo escriba precisamente por voluntad del ente, a menos que ése sea su dominio sobre mí; lo que lo acercaría al poder del Horla).
He buscado en mi pasado otras muertes accidentales de presuntos enemigos. Un niño con el que me llevaba muy mal en primaria resbaló durante el recreo cuando venía hacia mí, cayendo del pretil del patio sobre el que iba caminando (poniendo un pie delante de otro como un funámbulo sin dejar de dirigirme rápidos vistazos; recuerdo cómo sentí la amenaza que había en su actitud) y abriéndose la cabeza. Hubo otras muertes. ¿La cabeza herida sería una constante, una seña de identidad, parte fija del modus operandi del ente? Pues es posible. Pero lo estoy presentando como un asesino y el ente escapa per se a esa categoría. Una vez leí (¿fue no hace tanto, en aquel bar de provincias, en aquella revista llena de curiosidades que ejercía cierta influencia sobre los parroquianos?: recuerdo a uno de ellos perorando sobre la (sic) magma que hierve en el interior de nuestro planeta), que un marciano no sabría ver que una pintura figurativa representa lo que represente para nosotros, terrícolas, porque sería ajeno a las convenciones de la perspectiva que hacen que una superficie de dos dimensiones equivalga a una realidad visual, táctil, de tres. El ente es un marciano en cuestiones de moralidad aunque tenga cierto vislumbre de lo que es bueno para mí. Ve lo que cree que me amenaza y lo aniquila, desproporcionadamente. ¿Con ira o con despreocupación? Quizá hubo diversión –inteligencia, pues– en lo que hizo con Walter, pudo haber sido mucho más discreto, pillarlo en un callejón. El ente no tiene nada que temer, pero, si quiere mi bien, aunque sea de un modo un poco simple, ¿no piensa –¿piensa?– que la espectacularidad puede señalarme?
Y, sin embargo, no me señaló. ¿El ente sabe que nuestra relación es un asunto entre él y yo? Este tipo de cuestiones no conducen a ninguna parte.
El favorito. Relato sobrenatural. Novena entrega. Vicente Forcadell
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