YO, ABO. Capítulo 4: Un viaje hacia ninguna parte.

Mi impaciencia crecía exponencialmente con cada segundo que iba transcurriendo. En fracciones de segundo me veía ya gritando por las calles de Barcelona: ¡Eureca, Eureca!, emulando a Arquímides, el famoso físico, ingeniero, inventor, astrónomo y matemático griego, considerado como uno de los más grandes científicos de la Historia. Y es que, al parecer, este gran sabio griego salió desnudo por las calles de Siracusa empujado por la emoción de su descubrimiento sobre el dilema presentado por el rey Hierón II, que deseaba saber si su corona era de oro puro o de algún otro material de calidad inferior en su composición.

Sí, en aquellos intensos momentos, donde yo oía -imaginariamente, claro- el redoble de tambores, me veía ya como el Arquímides del siglo XXI, capaz de transformar completamente la vida de la gente, a través del máximo desarrollo de la Inteligencia Artificial; como el joven ingeniero innovador que, tomando como referencia la inteligencia humana -diversa y compleja- fue capaz de llevar al ser humano hasta cimas de facultades y potencialidades físicas y mentales hasta ahora ni siquiera imaginadas. Sí, me veía con la capacidad más que suficiente para llevar al máximo crecimiento a los aprendizajes automáticos y profundos; las redes neuronales; el procesamiento del lenguaje natural; los chatbots o los asistentes digitales virtuales.

Creo que mis expectativas eran muy parecidas a las que se describen en el famoso cuento de la lechera, que tantas veces me contaba mi madre antes de dormirme. Resulta que había una lechera que llevaba en su cabeza un cubo de leche recién ordeñada, mientras caminaba hacia su casa soñando despierta. Como esa leche es muy buena -se decía- la batiré hasta que se convierta en una mantequilla blanca y sabrosa, que me la pagarán muy bien en el mercado. Y luego, con este dinero, me compraré un canasto de huevos y en pocos días tendré la granja llena de pollitos que se pasarán piando durante todo el verano en el corral. Después, cuando empiecen a crecer, los venderé a buen precio, lo que me permitirá comprarme un vestido de color verde, con tiras bordadas y un gran lazo en la cintura. Cuando me vean todas las chicas del pueblo se morirán de envidia. ¡Ah!, y me lo pondré el día de la fiesta mayor; y seguro que el hijo del molinero, al verme tan guapa, querrá bailar conmigo. Bueno, al principio le diré que no, moviendo hacia un lado y hacia el otro la cabeza. En esto que el cántaro cayó al suelo derramando toda la leche, por lo que la lechera se quedó sin nada: sin leche, sin mantequilla, sin pollitos, sin vestido, descompuesta y sin novio.

¡No pot ser!. No pot ser! -grité- Què està passant?

¿Cómo era posible que, después de dos días de no haber consultado mi correo electrónico éste estuviera completamente vacío?; bueno, en realidad, contenía uno. Se trataba de una oferta académica procedente de la Stanford Junior University. Durante la carrera había oído hablar de ella. Es una universidad privada estadounidense ubicada en Stanford, en el estado de California, situada a unos 56 km al sureste de San Francisco. Stanford es célebre por la calidad de su enseñanza, por su riqueza y su proximidad a Silicon Valley, cuna de algunas de las más importantes empresas de tecnología punta. Está considerada como una de las diez mejores universidades del mundo.

La propuesta consistía en la realización de un máster de Machine Learning. No me sorprendió en absoluto; vamos, lo habitual en estos casos: que una universidad privada le ofrezca una formación de postgrado a alguien que, como yo, había finalizado la carrera con excelentes notas.

¡Pinta bien! ¿Un máster de Machine Learning? ¡Qué interesante! Parece que este curso proporciona una amplia introducción al aprendizaje automático, la minería de datos y el reconocimiento de patrones estadísticos -me dije a mí mismo, tras una rápida lectura de la oferta-.

Evidentemente, toda la información venía en inglés, algo que para mí no suponía ningún problema, pues me manejo bastante bien con este idioma, tanto en su modalidad hablada como escrita. A ver, a ver, qué me proponen que aprenda estos de la Stanford Junior University.

  • Aprendizaje supervisado (algoritmos paramétricos/no paramétricos, máquinas de vectores de soporte, núcleos, redes neuronales).
  • Aprendizaje no supervisado (agrupación, reducción de dimensionalidad, sistemas de recomendación, aprendizaje profundo).
  • Mejores prácticas en aprendizaje automático (teoría de sesgo/varianza; proceso de innovación en aprendizaje automático e IA).
  • Cómo aplicar algoritmos de aprendizaje para construir robots inteligentes (percepción, control), comprensión de textos (búsqueda web, antispam), visión artificial, informática médica., audio, minería de bases de datos y otras áreas.

Creo que no está mal -fue mi rápida conclusión-, tras leer la temática del programa formativo. Recuerdo que esta temática del machine learning, es decir, del aprendizaje automático, aprendizaje automatizado o aprendizaje de máquinas la habíamos tratado a modo de introducción durante la carrera. Vimos que es un subcampo de las ciencias de la computación y una rama de la inteligencia artificial, cuyo objetivo es desarrollar técnicas que permitan que las computadoras aprendan. De manera muy esquemática aprendimos que el aprendizaje de máquinas consiste en que: un computador observa datos; luego construye un modelo basado en esos datos; y, posteriormente, utiliza ese modelo a la vez como una hipótesis acerca del mundo y una pieza de software que puede resolver problemas.

La propuesta especificaba a quién iba dirigida esta formación: Ingenieros o graduados de cualquier especialidad de ingeniería, grado en matemáticas o física; también aclaraba que se podrían valorar otras titulaciones en comisión de admisión teniendo en cuenta las características personales y académicas; y, finalmente, su duración: ocho meses, a contar desde su iniciación: el 1 de noviembre. Lo que no especificaba era su coste y el resto de las cuestiones relacionadas con la intendencia. Para estas cuestiones aportaba un “solicita información” con los campos básicos: nombre, apellidos, email, teléfono móvil, país y el motivo por el que estoy interesado en realizar este master posgrado.

Al finalizar la lectura de la propuesta, mi “máquina mental” comenzó a funcionar a grandes velocidades; y también con autosugestiones contradictorias. Por un lado, me seducía con el atractivo de que la Inteligencia Artificial no es una tecnología más, sino una estrategia de innovación que abre las puertas a mejorar la competitividad y la productividad de las empresas gracias a la interrelación personas-máquinas; que tiene una amplia gama de aplicaciones, incluyendo motores de búsqueda, diagnósticos médicos, detección de fraude en el uso de tarjetas de crédito, análisis de mercado para los diferentes sectores de actividad, clasificación de secuencias de ADN, reconocimiento del habla y del lenguaje escrito, juegos y robótica; que es un campo en pleno desarrollo y con muchas salidas profesionales; pero, por otro, trataba -la muy puñetera- de enfriar mis elevadas expectativas con sabotajes del tipo: importante inversión, largo viaje fuera de mi gente, mis padres no lo aprobarán, no estaré al nivel que exige una universidad del prestigio de la de Stanford, etc.

En esos momentos de indecisión mi cabeza bullía como el agua hirviendo en una cacerola. Observaba cómo mi tête se volvía loca tratando de razonar la mejor decisión, al mismo tiempo que sentía mi corazón en un puño, es decir, repleto de angustia y ansiedad por miedo a tomar la decisión incorrecta.

Continué con este debate interior hasta que un nuevo pensamiento intrusivo, propio de nuestra mente errante, lo desplazó. Era el primero que tuve nada más abrir mi “MacBook Air”, de 13 pulgadas, haciendo que mi foco mental volviera a centrarse en el enigma de: ¿Cómo era posible que mi correo electrónico, tras dos días sin ser revisado, sólo contuviera uno: el de la Universidad de Stanford?

Algo parecía que no encajaba. Suelo tener muchos correos, de todo tipo, la mayoría de amigos, compañeros y familiares. Podría llegar a aceptar que, los que creía haber visto antes de irme a dormir, fueran producto de mi imaginación, de un sueño lúcido, de una alucinación o un déjà vu, pero me resultaba absolutamente incomprensible el que, en un momento tan especial para mí -mi graduación universitaria- el correo electrónico no contuviera más que un solo mensaje.

¿Qué estaba pasando aquí? Me resistía a pensar que mi software mental me estuviera haciendo una mala jugada. Me inclinaba a creer que pudiera tratarse de un error informático. ¿Y por qué no? A lo largo de la historia los ha habido y muy gordos, con importantes pérdidas económicas y humanas. Por ejemplo, en el año 2007, tan solo una tarjeta de red deficiente fue la causante de arruinar computadoras de inmigración en el Aeropuerto Internacional de los Ángeles, provocando que unas 17 mil personas no pudieran volar a sus destinos durante 9 horas; o lo que le sucedió en 2012 a Knight Capital, una empresa dedicada a la compra y venta de acciones de la bolsa de Wall Street. En este caso, el sistema tuvo un importante fallo de software y en vez de ejecutar las operaciones rigiéndose por una línea de tiempo planificada, terminó por realizar las transacciones una tras otra, causando una pérdida de casi 500 millones de dólares. Las consecuencias fueron tan graves que, en tan solo 45 minutos de mal funcionamiento, la compañía estuvo a punto de perderlo todo.

No, no creía que se tratara de un fallo informático. A ver, Pablo, piensa un poco -me decía-. ¡Ah, ya está! Creo que lo tengo. Aquí ha habido algún gracioso que me ha querido gastar una broma de mal gusto, de muy mal gusto; pero conmigo va listo el tipejo, sea quien sea. Comprobaré en el historial de búsquedas quién ha abusado de mi confianza, entrando en mi correo con mi contraseña desde otro ordenador.

 Vaya… ¡negativo! Nadie ha entrado desde otro ordenador con mi contraseña. Bueno, pues entonces, sólo me queda centrarme en otra posibilidad: el jaqueo informático.

Sí, claro, esto es lo más verosímil. He sido objeto -claramente- de un jaqueo informático. La cuestión es de qué tipo: ¿De sombrero negro? ¿De sombrero blanco? ¿De sombrero gris? Me cuesta aceptar que mi jácker se haya arriesgado a realizar una acción ilegal, propia de un “sombrero negro” entrando en mi ordenador con el fin de robarme datos o altear registros, ya que en mi pc no hay nada que rascar; tampoco creo que lo haya hecho “un sombrero blanco”, pues estos generalmente trabajan por encargo de empresas, jaqueando sus sistemas y software para identificar posibles vulnerabilidades o defectos de seguridad. De esa forma, las empresas pueden reforzar su seguridad antes de que un hacker de sombrero negro pueda quebrantarla. Así que, creo que sé con cierta seguridad qué sombrero me ha dado un buen susto: el de color gris. Y me temo que le conozco y él me conoce a mí. El muy cabrón se ha tomado la justicia por su mano, jaqueándome primero, para luego pedirme disculpas con alguna razón peregrina. Bueno, pues paciencia nos de Dios, y a esperar a que dé la cara este hijo de mala madre.

Aceptando que había varias hipótesis o, dicho en lenguaje policial, diversas líneas de investigación para este caso, que no podía resolver en este preciso momento, volví de nuevo a analizar la propuesta que me había trasladado la Universidad de Stanford. Sin ningún género de complejos hubiera utilizado el ejercicio de la margarita, de haberla tenido a mano. Siempre he creído que las margaritas sirven para dos propósitos: uno, admirar la belleza del Universo, y dos, deshojarlas. Así que, además de expresar la belleza de nuestro Universo conocido, las margaritas también cumplen la misma función del Oráculo, esto es: adivinar el futuro, disminuyendo la incertidumbre que a los humanos nos provoca el sentimiento desagradable de la ansiedad o la zozobra.

Solo podía tomar tan importante decisión por lo que en el mundo comercial se conoce como “compra por impulso”, es decir, por el “lo vi, me gustó y lo compré”. Ya sabía que las compras por impulso se utilizan para compras de productos pequeños, bajo coste y consumo fácil, de forma espontánea y no premeditada; pero, es que, sentía en lo más hondo de mi corazón que aquella oferta era una señal, que no me había llegado así porque así, si no que obedecía a una poderosa razón. Por lo que, ni corto ni perezoso, rellené los datos que me solicitaban y apreté el enter; y que sea lo que Dios quiera -me dije.

Cuando uno toma una decisión tan importante como la mía todo lo demás viene solo. Así que me “puse las pilas” rápidamente porque no había tiempo que perder. Mi mente se puso automáticamente en “modo ingeniero informático” y diseñé un plan de emergencia, consistente en: 

  • a) Conocer los horarios del AVE Barcelona-Málaga;
  • b) Hacer la maleta;
  • c) Avisar a mis padres para que me vayan a recoger a la estación de Málaga María Zambrano.

Como un descosido, y en menos que canta un gallo, me informé de los AVES para este mismo sábado. El primero a las 15:45h; luego, según mi plan de emergencia, recogí todas mis pertenecías, muy por debajo de las que contenía el baúl de la Piquer, al que siempre hace referencia mi padre, Alexandre, cada vez que salimos de viaje; y, finalmente, llamé a mi madre, que no suele ser inquisitorial en los interrogatorios de juicios sumarísimos como al que me tenía que enfrentar inmediatamente.

-¿Mamá?

-Hola, cariño: ¿Cómo estás?

-Bien mamá. Escolta, viajo para Málaga hoy mismo. Si consigo un billete saldré en el AVE de las 4 de la tarde. Llegaré sobre las 10 de la noche. ¿Me podéis ir a recoger?

– ¡Claro, cariño! ¡Qué cosas tienes! Oye… ¿te ocurre algo?

-No, mamá. Ya os daré los detalles cuando nos veamos. Estoy bien. Es que me ha surgido una cosa que quiero comentaros.

-Papá no estará. Se marchó anoche a Ourense. Es que le pidieron los tíos Cibrán y Amalia que fuera hasta allí para solucionar unas cosas pendientes de la herencia de los abuelos.

-Bueno, ya le veré entonces cuando regrese.

-Te tengo que dejar, mamá. Nos vemos esta noche. Ja ens veiem.

Ens veiem, cariño.

En efecto, mi madre nunca me falla en esto de los juicios sumarísimos. Yo creo que es porque tiene siempre muy presente el principio constitucional de la presunción de inocencia. Así que, una vez consumado mi protocolo de emergencia, y ya algo más calmado, tocaba salir pitando hacia la estación de trenes de Sants para conseguir el billete del AVE de las 15:45. Con estos pensamientos mi reloj marcaba las 13 horas y 7 minutos.

En modo mental automatizado bajé completamente la persiana de mi habitación; comprobé que no me dejaba ningún efecto personal; apagué las luces, y cerré la puerta, dejando mi humilde “baúl de la Piquer” en el pasillo del piso. Mis amigos y compañeros, Gerard y Manel, seguían durmiendo a pierna suelta.

-A estos no hay quienes les despierte hoy; los muy bribones. Llevan bien interiorizada la frase de que “Un día bien empleado trae un sueño feliz”, de Leonardo da Vinci. Me hubiera gustado despedirme de ellos con un fuerte abrazo, así que no quedaba otra que hacerlo de modo virtual.

– ¿Lo tengo todo? -me pregunté a modo de comprobación-.

En esto que caí en la cuenta de que en uno de mis bolsillos del pantalón llevaba la carta del Tarot que había recogido en el rellano de la escalera al salir a desayunar. Como nunca debemos obviar el principio bíblico de “Dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, decidí sobre la marcha dejarla en el recibidor.

-Aquí se la dejo a Manel, que para él sus cartas del Tarot son como oro en paño y el mejor método para ganar amigos e influir sobre las personas –pensé.

Nada más salir a la carrer de Bailén pedí un taxi, con la intención de llegar lo antes posible a la l’estació de Sants, centro neurálgico de trenes y AVE, en la plaça dels Països Catalans. Durante el trayecto, de poco más de 3 kilómetros y 15 minutos de duración, se apoderó de mí una gran nostalgia. Es que, en Barcelona, una ciudad moderna, cosmopolita y vanguardista, dejaba una parte muy importante de mi vida. Según me iba acercando a l’estació de Sants, me veía como un condenado a muerte caminando hacia el patíbulo, con el presentimiento de que mi vida en esta ciudad llegaba a su fin.

Tras llegar a mi destino y abonar la tasa del taxi, caminé a muy buen ritmo hasta los números 27-33 de las taquillas de la estación, siguiendo la señal “Larga Distancia Venta Salida Hoy”, iluminada con led en color rojo, muy consciente de que, como en la famosa obra literaria “Vuelva usted mañana”, de Mariano José de Larra, el porcentaje de posibilidades de recibir mi deseado billete para la salida del AVE de las 15:45h. era muy similar al que tenía un administrado de ser atendido por un funcionario en el mismo día, en la a España del siglo XIX.

Mi mente de ingeniero, formada durante una larga y dura carrera, conseguida con un notable esfuerzo y renuncia de los placeres de la dolce vita y al que las “buenas lenguas”, atribuyen virtudes como la de “estar bien amueblada”, seriedad, rigor y organización, así como el de no permitirse ni un resquicio para la improvisación, la novedad o el cambio de planes; y “las malas lenguas”, las negativas de falta de flexibilidad y visión panorámica, carencia de sentido del humor, que no pilla la ironía, que no se separa nunca del plan trazado, y que analiza todas las cuestiones de la vida como si se tratara del proyecto de una central nuclear, sabía perfectamente que, si esperas hasta el mismo día del viaje para adquirir un billete en tren de larga distancia, te arriesgas al the plane is preparing to leave without me ( “El avión se prepara para salir sin mí”).

Pero, como “el corazón tiene razones que la razón ignora”, según nos aseguró nuestro compamigo, Gerard, durante una de nuestras sesudas veladas, aclarándonos que el aserto no era de cosecha propia, sino del matemático, físico, filósofo y teólogo francés, Blaise Pascal, quise convencerme a mí mismo de que, en este momento tan locamente interesante de mi vida, debía seguir los dictados de mi corazón. ¿Quién sabe? Quizás, el supuesto consejo que me dio mi abuela Julia de estar atento a las señales de la vida, sea un buen consejo. Por probar no se pierde nada -me dije a mí mismo, a modo de auto convencimiento. 

¡Bingo! Después de esperar la cola de rigor para adquirir el deseado billete, y pedirlo con poca convicción, el vendedor comenzó a formalizarlo.

-¡Por los pelos!. Me imagino que he tenido mucha suerte -comenté, no pudiendo reprimir mi alegría y sorpresa ante el vendedor.

-Pues sí, hasta hace unos minutos lo teníamos todo completo. Es que ha habido una anulación de última hora -me aclaró el vendedor. Tenga su billete. Buen viaje.

Tras abonar encantado el precio del preciado y disputado billete, tomé mis dos bolsos de viaje y me dispuse para hacer tiempo dentro del espacio de la propia estación. De buena gana me hubiera puesto a realizar allí mismo un baile a lo Gene Kelly en “Bailando bajo la lluvia”, pero pensé que mejor que no, que no fuera que tentara tanto a la suerte que ésta me abandonara, y no pa un rato, no, sino pa siempre

Barcelona-Sants, propiedad de Adif, cuenta con dos plantas, una baja y otra subterránea. Sobre la estación hay construido un hotel de la cadena Barceló y junto a la plaza Joan Peiró dársenas de autobuses. Los servicios de la estación incluyen: una oficina de turismo, cajeros automáticos, una farmacia, un gran puesto de revistas y periódicos, tiendas de fotografías, regalos, deportivas, para chicos, del Barcelona FC, un área de juegos virtuales, una florería y una gran cafetería. Así que voy a ver que veo.

El tiempo muerto hasta la salida de un tren de la estación puede resultar aburrido, infructuoso e interminable; o divertido, fructífero y corto. Todo depende de uno mismo. Se suele decir que las personas inteligentes no se aburren nunca; las menos inteligentes sí. Bueno, sea como fuere -que no voy yo ahora a entrar en disquisiciones filosóficas, que este no es mi campo- lo cierto y verdad es que, el tiempo, de acuerdo con la famosa teoría de la relatividad, depende de los observadores.

Einstein, el primer científico que formuló y demostró esta hipótesis llegó a afirmar que el tiempo y el espacio “son creaciones libres de la inteligencia humana, herramientas del pensamiento que deben servir para relacionar vivencias y comprenderlas así mejor”. Este planteamiento llevado al campo de la ingeniería, explicaría, por ejemplo, por qué en el Estación Espacial Internacional (el ISS) el tiempo va más lento, con un retraso de 0,007 segundos por cada seis meses, lo que obliga a los ingenieros a realizar ciertos ajustes en los satélites GPS, afín de coordinarlos con los mismos parámetros espacio-tiempo de los sistemas de la Tierra.

La verdad es que este tema de la relatividad del espacio-tiempo siempre me ha apasionado. Además de su aplicación práctica en el campo de la ingeniería espacial, nos abre la puerta a un mundo apasionante: los viajes en el tiempo. Es verdad que, en el universo newtoniano, el viaje en el tiempo era una fantasía inconcebible; sin embargo, en el de Einstein esta paradoja puede hacerse realidad. De hecho, el reputado astrofísico de la Priceton University, Richard Gott y miembro del Tribunal Nacional Westinghouse and Intel Science Talent Search, ha llevado este asunto de los viajes en el tiempo hasta los límites más sorprendentes de la imaginación y la ciencia, con estas preguntas:

  • ¿Qué haríamos si dispusiéramos de una máquina del tiempo?
  • ¿Nos lanzaríamos a un recorrido turístico por los siglos futuros?
  • ¿Podríamos regresar al pasado y alterar el curso de la historia?

Por cierto, Richard Gott, considera que algunas obras clásicas de ciencia-ficción —desde “La máquina del tiempo”, de H.G. Wells hasta la serie televisiva Star Trek— anticiparon algunas propuestas de la física cuántica; e, incluso, ha llegado a afirmar que los viajes al futuro no sólo son posibles, como el propio Einstein demostró, sino que ya han sucedido realmente. También plantea la posibilidad de los viajes al pasado, bajo determinadas circunstancias. Yo, personalmente, los creo factibles.

Sí, en efecto, defiendo sin complejos la mayor: que los viajes al pasado son posibles porque no contradicen la teoría de la relatividad de Einstein, ya que permite la existencia de curvas temporales cerradas, es decir, caminos en el espacio-tiempo que pueden llevarnos a un punto de nuestro pasado.

Precisamente, las novelas de la saga, “Caballo de Troya”, de Juan José Benítez, de las que yo soy un empedernido lector, describen las andanzas de un viajero temporal, un oficial del ejército estadounidense (mayor, médico y astronauta), conocido como “Jasón” por los habitantes de la época, junto con su compañero “Eliseo” (segundo oficial, astronauta y responsable del módulo y sus sistemas), los cuales participan en un proyecto secreto, cuya misión consiste en un viaje en el tiempo para conocer alguno de los momentos más importantes de la Humanidad, como el de la época de Jesucristo.

Le he escuchado afirmar a mi admirado J.J. Benítez en innumerables entrevistas de radio, prensa y televisión que estas obras son fruto de investigaciones periodísticas; que su papel en ellas ha sido la de un mero intermediario; y que, once años atrás de publicar su primer libro de la saga (1984), las fuerzas armadas estadounidenses habían logrado crear una máquina del tiempo y llevar a buen puerto la misión de viajar hasta el año 30 de nuestra era. Y yo le creo.

Sí, yo le creo. Me he leído todos sus “caballos” y creo que lo que describen es perfectamente verosímil. Me creo también -como él mismo ha confesado- que a él estas obras le han transformado profundamente; que ya no es el mismo después de haber leído y analizado la información que aparecen en sus “caballos de Troya”.

Pablo Martín Allué

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