YO, ABO. Capítulo 8: Un regalo muy especial.

“Dios escribe recto con renglones torcidos”

Me fundí con mi madre en un abrazo eterno, reconfortante, energético y amoroso: el más amoroso del mundo. Comprendí que, en momentos de incertidumbre y angustia, no existe mejor remedio que el abrazo de una madre; también que era el mejor tesoro que jamás podría poseer.

—¿Cómo te ha ido el viaje, cariño?

—Muy bien, mamá. Se me ha pasado volando. He coincidido con un emprendedor, escritor y conferenciante de San Francisco muy interesante. Dará una conferencia el viernes en el auditorio 2 de FYCMA. Me ha invitado; así que, si no surge ningún inconveniente, tengo pensado asistir.

—¿Y sobre qué dará la conferencia este señor? Porque, yo, a lo mejor, también me animo y te acompaño.

—Versará sobre el momento actual en que nos encontramos y hacia dónde nos dirigimos como Humanidad.

—¡Qué interesante! Me apunto. Por cierto, ¿Cómo se llama tu amigo el conferenciante?

—Jerry, Jerry Mander. Lleva ya algún tiempo aquí en España. La siguiente ciudad que visitará será Sevilla.

—Pues no se hable más. El viernes vamos tú y yo a la conferencia de Jerry Mander.

—Bueno, y papá también. A él también le gustan estos temas.

—En esta ocasión no podrá ser, muy a nuestro pesar. Papá, como ya te comenté, está en Galicia tratando de arreglar unos asuntos de la herencia familiar. Tenía previsto regresar el miércoles, pero tendrá que viajar a Lisboa para cerrar un importante negocio. Estará allí varios días. Me ha comentado que si todo va como él cree, volvería a casa el sábado.

—Bueno, pues qué se va a hacer, otra vez será.

—¿Y tú? ¿Cómo te encuentras? Me has dejado muy preocupada con tu vuelta a Málaga, de un modo tan inesperado. ¿Te ha ocurrido algo?

—No, mamá, de verdad. Tiene que ver con una corazonada.

—¿Con una corazonada? Pero, bueno, hijo: ¿Desde cuándo te guías tú por corazonadas?

—Es que tuve un sueño ayer muy extraño. Bueno, en realidad, no sabría decirte si fue un sueño o un suceso. De todas las maneras, me pareció muy real. Ya sabes, mamá, que yo no soy nada fantasioso. Mi mente es la de un ingeniero que solo cree en lo que ve y comprueba.

—Pues, hijo, por eso mismo. Me asombra que hayas tomado una decisión tan rápida sin antes analizarlo todo. No creo que papá lo vaya a entender y aprobar.

—Lo sé, mamá. Así que se lo tendrás que explicar tú.

—¿Yo? Bueno, qué le vamos a hacer. Como siempre, me tendré que poner en modo “apagafuegos”.

—Te debo una, mamá —comenté en modo condescendiente.

—¡Una gorda, pero que muy gorda! —exclamó. Pero, antes, me tendrás que explicar con pelos y señales las razones de tu inesperada vuelta a casa; y lo que pretendes hacer con tu vida a partir de ahora.

En este momento entendí perfectamente que mi madre se sintiera perpleja y preocupada. Dejarlo todo por una simple corazonada era algo incomprensible e inaceptable. Siempre he presumido de tener una madre “10”, de las que son plenamente conscientes de que los cuidados que requiere un niño de cinco años no son los mismos que los de un adolescente, ni tampoco los de un hijo adulto. Cuando la he necesitado ella siempre ha estado junto a mí, para protegerme y apoyarme. Al echar una mirada hacia atrás compruebo que siempre me ha animado a realizar las actividades por las que me sentía atraído; algo que ha contribuido decisivamente a fortalecer mi autoestima y aclarar mi vocación. Puede que algunas de mis fantasías de niño y adolescente la han podido parecer ridículas y aburridas, pero, aun así, ella siempre me ha apoyado, convencida de que así contribuía positivamente a desarrollarme como persona. Ya sé que es un tópico decir que nuestra propia madre es la mejor del mundo, pero es que yo lo siento muy sinceramente así, por su paciencia infinita conmigo, generosidad, apertura al diálogo o admisión de errores. Al mismo tiempo, hoy valoro más que nunca su severidad para ciertas cosas y su fuerte personalidad para ponerme límites y mantenerlos.

—La felicidad, hijo —me ha dicho muchas veces— es como una planta que hay que cuidar con mimo cada día. Además, me ha venido repitiendo con frecuencia la conocida frase de Aristóteles de que “Somos lo que hacemos día a día; de modo que la excelencia no es un acto, sino un hábito”; y en esto de los hábitos mi madre ha sido siempre una gran maestra. Ahora he podido comprender que las enseñanzas de hábitos cotidianos positivos enseñan mucho más que los largos discursos. Sí, ahora veía con toda claridad que mi querida madre me ha venido transmitiendo una serie de valores y principios durante la cotidianidad de cada día como: el respeto, la constancia, la disciplina, el amor por la familia, la gratitud, la alegría, el perdón, la humildad o la empatía.

—Pues tú me dirás, cariño. Soy todo oídos para ti —fue su comentario inicial, una vez que dejamos en el maletero mis efectos personales, nos sentamos en los asientos delanteros y nos colocamos el cinturón de seguridad de su llamativo Peugeot 208 amarillo.

—Sí, claro, mamá. Te debo una explicación, y te la voy a dar con todo lujo de detalles. Cuando la conozcas sé que me comprenderás y que me apoyarás, como siempre lo has hecho.

—Bueno, jovencito, no estés tan seguro. Me imagino que eres consciente de que lo que estás haciendo es una completa locura.

—Sí, lo sé mamá. Ya sé que no es nada fácil para ti comprender mi arriesgada decisión, pero es que, como una vez me dijo mi amigo Gerard, parafraseando a un tal Pascal: “El corazón tiene razones que la razón ignora”.

—Pues en este caso, adelante, que soy todo oídos para ti. Haber, dime, cariño: ¿cuáles son esas poderosas razones que la razón ignora las que te han impulsado a cometer esta locura?

Los aproximados 30 minutos que se tarda en llegar a nuestra casa, en el barrio del Limonar, desde la estación de tren, se me antojaban interminables. Mi madre me interrogaba a cada instante, algo impropio de ella. Al parecer, “mis razones que la razón ignora” no le resultaban convincentes. La multiplicidad de muecas esgrimidas lo decían todo. Durante esos eternos 30 minutos pude comprender perfectamente el significado de la conocida expresión de psicología popular de que, “la cara es el espejo del alma”. En este caso, la del alma de una madre totalmente atribulada, como consecuencia de una caprichosa y absurda decisión de su único hijo.

Por fin llegamos a nuestra casa, en el barrio del Limonar. Para cualquier malagueño vivir en este barrio es un símbolo de buena salud económica. Lamentablemente, no todo el mundo puede permitirse el lujo de vivir en una zona tan exclusiva, con zonas ajardinadas y cercana, al mismo tiempo, del centro de la ciudad y de la playa de la Malagueta. Me sentía un joven privilegiado, hijo de unos padres que habían sido capaces de proporcionarme todo lo que uno puede desear, pero con los que yo ahora no había sabido estar a la altura de las circunstancias.

—Pablo, cariño, baja a cenar, por favor. Te tengo ya preparada la cena —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo ordenaba mis cosas en mi habitación.

—Sí, mamá, bajo inmediatamente.

Mi madre, en su línea, había preparado para la ocasión —una ocasión que, en este caso, “pintaba calva”— una suculenta cena típicamente malagueña: ensalada malagueña, espetos de sardinas, unas rajitas de salchichón de Málaga, acompañado de vino dulce malagueño. ¡Ah!, y de postre: un bienmesabe y tortas locas.

—¡Mamá, eres tremenda! ¿Crees que me voy a poder comer todo este pantagruélico banquete, más propio de reyes y cardenales de la Edad Media?

—¡Anda, no exageres, chaval! Que necesitas reponer fuerzas. Que últimamente, con los nervios que te han generado las cosas de la Universidad no creo yo que no te quede espacio para comer como Dios manda. Además, te recuerdo la famosa frase de Mark Twain: “El secreto del éxito en la vida es comer lo que te gusta y dejar que la comida combata dentro”.

—Pues, vale, mamá. Allá voy. Seguiré este consejo de Twain, permitiendo que la comida combata dentro.

La cena transcurrió de un modo pacífico. Mi madre sabía que ese no era el momento más oportuno para volver a sacar el temita. Así que, conversamos de temas ligeros, esos a los que siempre se recurre para no perturbar la paz del hogar, como: el viaje de papá, las cosas del instituto, el tiempo en la ciudad, cómo ha subido todo, qué podemos hacer las próximas vacaciones…

 —Esto es para ti —me comentó mi maravillosa madre, entregándome una cajita envuelta en papel de regalo, mientras me encontraba absorto en mis pensamientos, comiendo a mandíbula batiente, que, oiga, el comer es como el rascar, todo es hasta empezar.

—¿Qué es, mamá?

—Un regalo, cariño. Un regalo.

—¿Un regalo para mí?

—Sí, cariño, sí, para ti.

—¿Y se puede saber de quién amigo invisible procede tan intrigante detalle que, quizás, no merezca?

—En este caso procede de una amiga; una amiga invisible.

—¿Una amiga? ¡Uff, mamá! No sabía yo que tenía por ahí una amiga invisible. Bien sabes que yo nunca he tenido demasiado predicamento entre el género femenino.

—Bueno, corazón, quizás, es que, con tu consabido despiste, no te hayas dado cuenta de que hay algunos seres humanos pertenecientes al género femenino que, alguna vez, se han fijado en ti.

—¿En mí?

—Sí, en ti.

—Eres un chico muy apuesto y, bueno, ya ingeniero informático, que esto también cuenta mucho.

—¿Yo apuesto? Pero si nunca me he comido un colín con las chicas. Vale lo del atractivo prometedor que podré ofrecer a una chica, por mi profesión de ingeniero informático, te lo compro, pero lo de apuesto no cuela, mamá, que no cuela.

—Bueno, eso es lo que te parece a ti. Creo que eres un chico apuesto y atractivo y esta calificación no te la hago como madre, sino como mujer. Pero, bueno: ¿es que no me vas a preguntar por el nombre de la misteriosa damisela?

—Sí, por supuesto, mamá, que me tienes en ascuas.

—Te lo digo con mucho gusto, cariñín. Pero, hombre, permíteme que lo haga con un previo redoble de tambores. Tam, tam, tam….la misteriosa damisela que tiene sus ojitos puestos en Pablito es…..

—¿Es, ¿quién, mamá? Dilo ya, por favor, de una vez, que voy a entrar en pánico de un momento a otro con esta novela rosa por entregas que me estás contando.

—Un momento, jovencito, no te impacientes todavía, que tengo que sacarte de la nevera el postre: el bienmesabe y las tortas locas.

—¡Pero como eres, mamá! Creo que habrías sido una insuperable actriz hollywoodiense.

—Pues mira, hijo, creo que en esto tienes razón. Pero, como sabes, se cruzó en este camino papá. Y, luego, viniste tú; por cierto, lo mejor que me ha pasado en la vida.

 Al decir estas profundas palabras sobre lo importante que yo era para su vida se hizo un gran silencio entre los dos, consiguiendo que se esfumara de un plumazo mi impaciencia por conocer a mi enigmática admiradora. Quizás —pensé—algún día pueda comprender que los hijos no sólo acarreamos responsabilidades y desvelos, sino también mucha motivación para vivir; que somos el motor de la vida de nuestros padres.

—Cariño, desde que llegaste a este mundo —me comentó, rompiendo mi reflexión sobre el significado profundo de los hijos para los padres— no he dejado de pensar en una gran verdad universal: que no existe una fuerza motriz más potente que la de un niño. Hijo: desde que te conocí tras el parto, eres para mí el motor de mi vida.

—Gracias, mamá, por esta palabras tan preciosas y sublimes que me hacen sentir la persona más importante de la Tierra; pero, yo creo que las madres sois también para nosotros una de las razones principales para vivir y tirar hacia adelante.

—Sabes, cariño, agradezco a cada momento a la vida la posibilidad de haberme transformado en tu madre. ¡Me has enseñado tanto!

—¿Yo, mamá? ¿Tú crees que te he enseñado algo? Pero si desde que nací no he parado de darte quehaceres y disgustos. Bueno, a ti y también a papá.

—Cariño, los sinsabores que me has podido ocasionar han venido y se han ido, sin dejar ninguna herida en mi ser. De lo que sí estoy muy segura es de que llegaste a este mundo para cambiar mi vida, para dejarme preciosas e inolvidables lecciones.

—¡Y tú, a mí, mamá!; ¡Y tú, a mí!

—Bueno, también. De este modo, nos nutrimos los dos, mutuamente.

—Creo que tienes mucha razón en esto, mamá.

—¿Sabes? Aunque ahora ya eres todo un hombretón, aún te sigo viendo a veces como ese niño que fuiste un día: pequeño y dulce; tierno e inocente; de bonita e inolvidable sonrisa; de mirada sincera y profunda. Aunque tu voz es la de un chico crecido ahora, aún resuena en mi interior tu vocecita angelical diciéndome: ¡mamá, te quiero!, un talismán, por cierto, que me hacía olvidar mi enfado momentáneo por alguna de tus fechorías infantiles; pero también el que me ha ayudado a seguir adelante en los momentos difíciles. Tu eterna sonrisa me ha ayudado a renovar mis energías, alegrarme el corazón y aliviar cualquier dolor y sufrimiento. Ha sido una fuerza poderosa capaz de derribar cualquier obstáculo que la vida me ha presentado. Gracias, cariño, por seguir estando en mi vida.

—Gracias, a ti, mamá. Tú sí que eres grande. Eres parte fundamental de mi vida; y lo seguirás siendo.

—Gracias a ti, cariño. Para mí ser tu madre ha significado y seguirá significando mucho: la vida, la felicidad, la belleza y la perfección al mismo tiempo.

De nuevo, un profundo silencio se hizo entre los dos. El tiempo parecía haberse quedado congelado. Luego, nos miramos los dos, rompiendo a llorar al unísono. Mi madre me cogió cariñosamente mi mano derecha con las dos suyas, mirándome de un modo cálido y maternal, en una clara manifestación de amor incondicional hacia mí. Este profundo silencio fue roto con una palabra.

—¡Paula!

—¿Paula?

—Sí, cariño, este regalo me lo ha entregado Paula para ti. Quería tener un detalle contigo y trasladarte su buen deseo de que todo te vaya bien.

—¡Qué sorpresa ¿Y cómo está?

—La encontré muy animada. Me comentó que estaba realizando estudios de enfermería.

—Sí, claro. Es lo que siempre quiso estudiar. Estoy seguro de que llegará a ser una maravillosa enfermera. Es su auténtica vocación ¿Cuándo la vistes?

—Hace unos días. Es que tenía que comprar un regalo para mi amiga Berta, por su cumpleaños y resulta que me atendió ella; y, como siempre, muy atenta y simpática. Me preguntó por ti y yo le comenté que te habías graduado ya recientemente en ingeniería informática. Así que, sin pensárselo ni un segundo, me pidió que esperara un momento mientras ella se ocultaba en la trastienda. Al poco tiempo volvió y me entregó este regalo. ¿No lo vas a abrir?

—¡Claro, mamá! Ipso facto.

Mientras iba deshaciendo el nudo del precioso lazo de color oro que envolvía la caja del enigmático regalo, pensé que estaba vulnerando una importante norma no escrita que aconseja que los regalos han de abrirse en presencia de la persona que nos lo hacen, agradeciéndolo con una sencilla sonrisa y unas gracias.

Mi mente racional comenzó a procesar la información científica de que cuando recibimos un regalo se ponen en funcionamiento determinadas estructuras, como la amígdala y la corteza prefrontal. Conforme iba llegando el momento culmen de descubrir qué escondía esta misteriosa caja envuelta en papel de regalo de color beige de Paula, mi procesador mental me estaba informando que distintas sustancias químicas —la oxitocina, la dopamina, la serotonina y las endorfinas— estaban actuando decisivamente en este momento en mi cerebro, provocándome un benéfico bienestar emocional. Por fin, llegué hasta el fondo del asunto: aquella cajita contenía un reloj, y no era cualquier reloj.

—¡Es precioso! —exclamó mi madre— ¡Qué maravilla! ¡Vaya, se trata nada menos que de un sofisticado reloj suizo con correa de piel, números romanos y sofisticadas esferas con borde dorado! Vamos, un regalo para recordar toda la vida.

—Pues sí —asentí—. Sí que es precioso, mamá. ¿Pero no te parece que es un regalo demasiado ostentoso? Creo que Paula se ha pasado de frenada. Ya sabes, mamá, que entre nosotros no hay nada, y tampoco lo ha habido nunca.

—¿Y?

—Pues que creo que este regalo puede estar muy bien para un compromiso de boda, pero inadecuado para una relación de amistad muy, pero que muy lejana.

—Si no recuerdo mal, en cierta ocasión me dijiste que Paula era una chica especial, que te caía muy bien y que no te importaría tenerla como amiga.

—Sí, esto es verdad, pero es que a mí este regalo “tan, tan” me parece una declaración de amor en toda regla.

—Bueno, jovencito, menos lobos. Quizás te estés sobrevalorando. Somos muy buenos clientes de esta tienda de regalos desde hace años. Mantenemos, como sabes, una excelente relación de amistad con sus padres, por lo que yo creo —me comentó tratando de rebajar mis expectativas sobre Paula— que se trata de un detalle de fidelización clientelar. Pero, bueno, tampoco habría que descartar tu hipótesis científica.

—¿Mi hipótesis científica, mamá? ¿A qué te refieres?

-Pues a que, a lo mejor, ella siente algo muy especial por ti.

—¿Y cómo podré saberlo?

—Pues… muy sencillamente, Pablo: ¡dando un primer paso!

—Ya sabes, mamá, que a mí nunca se me han dado bien estas cosas —protesté.

—Pues entonces sigue el consejo de Shakespeare.

—¿Y en qué consiste, mamá? —pregunté intrigado.

—No lo recuerdo en su literalidad, pero viene a decir que cuando uno no goza de cierta habilidad, lo que debemos hacer es practicarla una y otra vez hasta adquirirla. Así que, amiguito, ya estás tardando en dar un primer paso. Y no se trata de que lo hagas con la maestría de un don Juan, sino que, mostrándote como realmente eres, des un primer paso. Así que, llámala para agradecerle su precioso detalle. ¡Ah!, si, además, la propones quedar a comer o cenar creo que quedarías como un gran caballero.

—¡Pero, mamá, que estas cosas ya no se llevan! ¡Que son de tu época romántica, que ya está pasada de moda!

—Bueno, eso es lo que pensáis los jóvenes de hoy. Hay cosas que nunca pasarán de moda: el amor y el romanticismo son algunas de estas cosas. A las chicas siempre nos gustarán los hombres caballerosos.

—Pues, nada, mamá, así lo haré. Mañana la llamaré para agradecerle su maravilloso regalo.

—¡Estupendo!

Finalizada la cena tan especial que mi madre, María Llüisa, me había preparado para la ocasión, nos trasladamos a la zona de ocio de nuestro chalet, junto a una piscina de más de 20 metros cuadrados, y a unos trescientos metros de la playa. En este entorno de tranquilidad y silencio, acompasado por el oleaje rítmico del mar, me sentía feliz.

—Mamá, ¿tú crees que puede existir algo, no sé, una fuerza, una Consciencia que, ¿en determinadas situaciones puede guiar tus pasos? —pregunté en un tono enigmático.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque mi decisión de regresar a casa de este modo tan inesperado tiene que ver con ello.

—¿Estás seguro, cariño?

—Lo estoy, mamá. Tú sabes que yo no soy un locuelo. Siempre he tratado de tomar decisiones sensatas. Y en esto tengo que reconocer que tengo dos buenos aliados: tú y papá. Siempre os estaré eternamente agradecidos por vuestros consejos y orientaciones, que me han servido de base para llegar a ser lo que hoy soy.

Opté por estudiar ingeniería informática por su gran versatilidad, lo que te permite poder trabajar en el sector de sistemas, así como para otras organizaciones, empresas y negocios locales.

—De acuerdo. ¿Y cuáles son tus planes a partir de ahora? —me preguntó algo cortante.

—En estos momentos lo estoy valorando, mamá. Una vez graduado en Ingeniería Informática le estoy dando vueltas a todas las opciones.

—¿Qué opciones?

 —Pues hay diversas posibilidades como: dirección de proyectos, desarrollo de software, diseño de redes y sistemas, administración de base de datos, desarrollo de aplicaciones móviles y de automatización. No descarto tampoco trabajar en el área de consultoría. 

—Veo que lo tienes todo muy claro, entonces, ¿Cuál es el problema?

—En que hay algo dentro de mí que me dice que debo vivir una experiencia extraordinaria.

—¿Y se puede saber quién te lo ha dicho?

—La abuela Julia.

—¿La abuela Julia? Pero chiquillo: ¿Tú estás bien de la chaveta?

—Creo que sí, mamá.

—¿Estás seguro?

—Nunca lo he estado tanto.

—Vale. ¿Y se puede saber en qué consiste la experiencia extraordinaria que, según la abuela Julia, tendrás que vivir? —me preguntó con cierta ironía.

—Me dijo que debía confiar y estar muy atento a ciertas señales y serendipias.

—¿A qué señales? ¿A qué serendipias? —preguntó bastante intrigada.

—A las que me fuera presentando el Sendero de Iniciación Espiritual.

—¿El Sendero de Iniciación Espiritual? Me dejas descolocada, chiquillo.

—Sí, mamá. El Sendero de Iniciación Espiritual forma parte de la tradición ancestral de los guerreros espirituales. También se le conoce con otros nombres como: proceso de transformación interior, alquimia interior, etc. Y, en esto, como me aseguraron mis amigos Manel y Gerard, “Dios escribe recto con renglones torcidos”. Me aclararon que esta frase era de Santa Teresa de Jesús, queriéndonos decir que lo que aparentemente puede ser una desgracia, un contratiempo, un fenómeno inexplicable, nos puede conducir a la comprensión de las más elevadas verdades espirituales.

—Pero, hijo: ¿No será que tus amigos Manel y Gerard te han metido determinadas elucubraciones mentales sin fundamento alguno? ¿Desde cuándo te has interesado tú por las cuestiones espirituales?

—La experiencia que yo viví esta noche pasada me ha empujado a tomar esta decisión tan radical. Mamá: ¡Siento que debo viajar hasta la Universidad de Stanford! Es una de las mejores universidades del mundo. Creo que durante mi estancia allí podré decidir qué hacer con mi vida a partir de ahora; pero, además, tengo el presentimiento que me permitirá hacer un descubrimiento extraordinario.

Mi madre miró su reloj, tratando de decirme que ya era muy tarde y que había llegado el momento de irnos a la cama a descansar.

—¡Uff, es casi la una de la madrugada! Creo que es un buen momento para irnos a descansar. Mañana podemos seguir hablando si te parece de las señales, las serendipias, el sendero espiritual y de tu deseo de viajar a la Universidad de Stanford.

—Sí, creo que sí. Es muy tarde y los dos estamos muy cansados. Mañana podemos retomar con más tranquilidad todas estas cosas. Gracias. ¡Te quiero, mamá!

—¡Y, yo, a ti, también! Yo, a ti, también.

Pablo Martín Allué

0 comments on “Un regalo muy especial

Gracias por comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.