YO, ABO. Capítulo 9: En modo Zen.

“El momento de que vuestras heridas se curen definitivamente”

Me desperté con una sensación de completa regeneración física y mental. El sonido de las olas del mar que llegaban hasta mí dulcemente ejercían una profunda acción balsámica a nivel psicológico. En esos primeros instantes del despertar no recordaba nada de lo que había vivido durante el día anterior; tampoco proyectaba planes de futuro, ni a corto, ni a medio, ni a largo plazo. La sensación de vivir en el “Aquí” y en el “Ahora” era completa para mí.

Al parecer —según ciertos estudios científicos— el último sentido que perdemos antes de morir es el oído. Yo, en ese momento, al volver a la vida, tras un profundo descanso nocturno, todavía con los ojos suavemente cerrados, comenzaba a escuchar los típicos sonidos del mar: embistiendo contra los acantilados, resonando contra las rocas, desplomándose en la arena, así como las voces de las aves marinas. Con estos sonidos, llegaban a mi mente automáticamente las primeras imágenes: su inmensidad azul, el constante movimiento del agua y la evanescente espuma de las olas al llegar a la costa. Luego, las primeras sensaciones olfativas procedentes de la brisa cargada de salobre y su vitalizante aroma llenando mis pulmones.

Afirman los psicólogos que todo lo marino parece evocar en nosotros un recuerdo atávico, una extraña nostalgia. En esos precisos instantes la fuerza marina me generaba una cierta alegría de vivir, con un primer pensamiento: el que en ese preciso momento mi vida estaba comenzando de nuevo.

Plenamente consciente de que “había vuelto a la vida”, miré mi reloj de pulsera. Marcaba las 9 y 32 minutos de la mañana de un espléndido mes de octubre del año 2019. Tras unos largos estiramientos corporales y algún sonoro bostezo salté de la cama, pletórico de energías. Luego, apreté el botón de la ventana motorizada de mi habitación, comenzando a inundarse de luz mi habitación. Al abrir la ventana, mis pulmones absorbieron varios litros de aire purísimo.

Desde la ventana abierta de mi habitación veía a mi madre en la zona de ocio de nuestra casa. En ese momento se encontraba limpiando la piscina de hojas que flotaban en el agua. Solía hacerlo casi todos los días, y no solamente por una cuestión estética —que también— sino, sobre todo, porque—según nos insistía— si no se eliminan a tiempo estas hojas pueden ser el origen de la aparición de bacterias y algas en el agua.

Durante unos minutos observé los movimientos precisos ejecutados por mi madre durante el proceso de limpieza de las hojas; se me antojaban movimientos zen.

—Si hay algo grande que tiene el Zen —me comentó un día Gerard— es que considera sagradas actividades cotidianas que generalmente pasamos por alto como: cocinar, comer, caminar, charlar, dormir, jugar… Mira, Pau: en el Zen lo más vano pasa a ser sagrado.

—¿Y con qué propósito? —le pregunté, tratando de ahondar en esta filosofía ancestral del Zen. Pues, sencillamente, Pau, con el simple propósito de hacer, sin búsqueda de provecho alguno. De lo que se trata es estar completamente ahí, sea lo que sea. Cuando la mente se centra en el momento presente mediante la plena observación de cada actividad, así como de los pensamientos, sentimientos y emociones deriva en “joya preciosa”, en “Mente Maravillosa”, en “Mente Meditativa”, en “Mente Zen”.

—¿Mente Zen? —pregunté intrigado.

—La Mente Zen —me explicó— es hacer de cada momento una meditación. Es ser capaz de afrontar el estrés que a cada momento nos depara la existencia mediante la aceptación. Es ser capaces de estar presentes, no desde la huida o la lucha, sino desde la Consciencia. Es la que puede ver las cosas tal como son, sin subterfugios ni componendas, dándote cuenta de la naturaleza original de todo lo existente.

Era evidente que mi madre estaba consiguiendo hacer de un hecho cotidiano —la limpieza de las hojas de la piscina- una práctica meditativa. Tras asearme y vestirme bajé rápidamente hasta dónde ella se encontraba ahora. Pero lo hice también al modo Zen: con mente meditativa.

—¡Hola, mamá! —exclamé, tratando de llamar su atención sobre mi presencia.

—¡Hola, hijo! ¿Cómo has dormido? —fue su respuesta, siguiendo muy concentrada en la labor de limpieza de las hojas de la piscina.

—¡Bien, mamá! Espero no haberte sacado de tu “mente meditativa”.

—¿Mi mente meditativa? ¿A qué te refieres?

—A nada en concreto. Son cosas mías, mamá.

—Termino con lo que estoy haciendo y nos ponemos a desayunar. Espero que te guste lo que he preparado.

—Seguro que sí.

—¿Tienes hambre?

—Sí, mamá. Esta mañana me he levantado con un hambre de lobo.

—Pues entonces, ¡a desayunar, jovencito! Que toda revolución empieza con un buen desayuno.

Mi madre, que nada deja al azar, había preparado un nutritivo desayuno para la ocasión. ¡El desayuno es la comida más importante del día! Ha sido siempre su admonitorio consejo maternal. Ha quedado tan gravado en mi mente que cada vez que llega este irrepetible momento del día yo me lo recuerdo para mis adentros: ¡El desayuno es la comida más importante del día!

—Bueno, esto de que el desayuno sea la comida más importante del día no es tan así —me dijo un día Manel.

—¿A sí?

—Lo de que el desayuno es la comida más importante del día es una manida afirmación que tiene tantos defensores como detractores. Es que no existe un completo acuerdo entre la comunidad científica sobre si al desayuno realmente se le debe otorgar la categoría del momento clave del día en lo que a la alimentación se refiere; y probablemente no lo sea; de hecho, no lo es.

—Pues yo tenía entendido que lo es —le repliqué. Te recuerdo lo que dice el dicho popular: desayunar como un emperador, comer como un príncipe y cenar como un mendigo.

—Bueno, sí, esto es lo que se viene diciendo, pero…

—¿Pero?

—Pero que todo no es oro lo que reluce —le aclaré. Verás, amiguito informático. La famosa frase que estamos analizando se le atribuye a Lenna Frances Cooper. Esta señora, entre otras cosas, fue dietista en el Ejército norteamericano, y cofundadora de la Asociación Americana de Dietética. “El desayuno es la comida más importante del día”, aparece en un escrito publicado en la revista Good Health, estrechamente relacionada con el balneario Battle Creek, fundado por John Harvey Kellogg.

—¡Kellogg! -exclamé.

—¿Te suena ese apellido relacionado con el imperio de los cereales? Puedes, entonces, amiguito, empezar a completar el puzzle y hacerte una idea de por dónde van los tiros.

—Pero, entonces…

—Sí, en efecto, entonces, el origen de la mítica frase que todos nos hemos hartado de escuchar, ¡hasta en la sopa! o, mejor dicho, ¡hasta en el desayuno! tiene ya su siglo de historia y puede atribuirse sin tapujos al interés empresarial de un sector para poner la maquinaria en marcha. Luego, la publicidad haría el resto. Y con esto no quiero decirte que no debas desayunar como un emperador, ja, ja, ja….

Mi madre, ajena a esta precisión “maneliana” sobre la importancia de desayunar bien y abundantemente me tenía preparado un buen desayuno a base de bocaditos de jamón ibérico en pan de mollete de Antequera, pan tostado con manteca “colorá” y un chocolate con churros. Vamos, ¡el desiderátum!

—He hablado con papá —fue el primer comentario de mi madre “para abrir boca”, dialécticamente hablando, mientras yo comenzaba a ingerir el primer bocadito de jamón ibérico, culinariamente hablando.

—¿Y cómo está? -pregunté.

—Bien, lo de la herencia parece que ya lo tienen solucionado. Hemos tenido que ceder con algunas cosas, pero, como yo le he comentado, que sea para mantener en armonía los vínculos familiares.

—Pues a mí también me parece bien. ¿Y hasta cuándo estará por Galicia?

—El martes viajará hasta Lisboa, para resolver unos asuntos de negocios. Cree que podría estar con nosotros el viernes por la mañana.

—¿Y qué más te ha dicho?

—Bueno, como podrás imaginarte, me ha preguntado por ti.

—¿Y qué le has dicho?

—Pues que estás raro, raro, raro….

—Por lo que me imagino que se habrá preocupado…

—Sí. Quiere hablar contigo y que le cuentes por ti mismo qué es lo que hay “en esa cabecita”. Por cierto, no creo que tarde mucho en llamarte.

Continué degustando el maravilloso desayuno que me había preparado mi madre. Ella hacía también otro tanto.

—¿Te parece que nos demos un paseo por la playa, mamá, cuando terminemos de desayunar?

—Me encantaría, cariño, pero tengo un montón de cosas que hacer. Vete tú. Te vendrá bien. La brisa del mar suele ser buena consejera. Por cierto, te recuerdo que tienes que llamar a Paula para agradecerle su precioso regalo.

-Sí, es verdad. Me aseo y la llamo.

En esto que sonó el móvil de mi madre. Era mi padre, así que me puse rápidamente en guardia, preparando rápidamente mi línea defensiva mental.

—¿Pablo?

—Hola, papá. ¿Qué tal por la tierra de los abuelos?

—Yo bien. ¿Y tú?

ؙ—Bien, papá, bien.

—¿Seguro? Mamá me ha comentado algo.

—Bueno, le estoy dando vueltas a cierto proyecto.

—¿De qué tipo?

—Bueno, verás, papá, creo que en este momento me conviene hacer un curso de posgrado.

—Esto a mí me parece razonable, Pablo. Lo que no me lo parece tanto es que hayas llegado a esta conclusión por un sueño, según me ha comentado mamá.

—Hombre, tanto como por un sueño. Yo diría que se han dado un conjunto de circunstancias que me han llevado a la conclusión de que me vendría bien hacer un curso de posgrado en una universidad de prestigio para complementar mis estudios.

—¿Y se puede saber en qué universidad de prestigio te gustaría hacer esa formación complementaria?

—Stanford, papá. La universidad de Stanford. 

—¿Y por qué no en la de Londres, Berlín, París, Lisboa o en Madrid? ¡Si es que: ¡A cabra sempre tira ao monte, leñe!

—Pero, papá: ¿A quién me estás sugiriendo que me parezco?

—Pues a la abuela Julia.

—Pero, papá, siempre te has sentido muy orgullosa de tu suegra. Fue una mujer adelantada a su tiempo, ingeniera informática como yo, viajera e innovadora. Tú mismo la has relacionado en múltiples ocasiones con Ada Lovelace, la primera mujer que describió un lenguaje de programación de carácter general, a partir de las ideas de Charles Babbage, matemático y científico de la computación. Como sabes, y esto me lo has dicho tú muchas veces, Lovelace publicó una serie de notas acerca del ordenador de dicho científico, las que firmó tan sólo con sus iniciales, ya que temía ser censurada por dedicarse a estas materias siendo mujer. Siempre me has dicho que la abuela Julia era la Lovelace española.

—Bueno, sí, esto es verdad. ¡Pero nos dejó tirados, leñe! Su obsesión por la ciencia informática la llevó a viajar por el mundo entero, dejándonos tirados como una colilla.

—¿No crees que exageras un poco, papá? ¿Es que os ha faltado algo?

—Sobre este tema es mejor que no ahondemos demasiado, Pablo. Sería para hablar largo y tendido. Tu madre ha sufrido mucho. Siempre ha tenido un sentimiento de orfandad. Su madre, la abuela Julia, no fue precisamente un ejemplo de virtudes maternales.

—Vale, papá, dejémoslo así, como dices. Pero reconóceme, por favor, que tu suegra, la abuela Julia, fue una mujer con un talento excepcional. Hasta es citada en algunos manuales. Nadie es perfecto, así que quedémonos con que trabajó, junto con otros ingenieros en la primera versión de comunicación de espectro ensanchado; vamos, en lo que los neófitos en la materia conocéis como el Bluetooth y la Wifi.

—Bueno, en esto creo que tienes mucha razón.

—Además, papá, supo ver lo que iba a venir y ya estamos viendo hoy en día: la Inteligencia Artificial. Ella comenzó a su manera y con los escasos medios que había entonces a investigar y trabajar aspectos de redes neuronales, algoritmos genéticos. Y, también, por lo que he podido saber, en las últimas etapas de su vida profesional investigó las tecnologías del auto aprendizaje de máquinas.

—¡Carallo! ¿Y esta virguería etrusca se puede saber en qué consiste?

—Pues, verás, papá. Te lo explico con un lenguaje sencillo. Cuando la abuela Julia comenzó a trabajar con las incipientes tecnologías de lo que hoy conocemos como Inteligencia Artificial había que enseñarle a la máquina a producir ciertos resultados, en lugar de que las máquinas, por sí solas fueran capaces de generarlos; y, claro, como puedes imaginarte, esto implicaba mucho tiempo. No obstante, ella ya comenzó a vislumbrar que, algún día, ciertas tecnologías podían conseguir que la máquina, a partir de ciertas informaciones, pudieran tener la posibilidad de aprender solas.

—¡Leñe! ¿Pero, es que me estás queriendo decir que las máquinas pueden llegar a pensar por su cuenta?

—Bueno, eso de que una máquina pueda llegar a pensar por su cuenta es mucho decir. Sería más correcto afirmar que, con la tecnología de la Inteligencia Artificial, las máquinas son capaces de aprender por sí mismas.

—Pues me dejas perplejo, hijo.

—Mira, papá, con un sencillo ejemplo lo entenderás mejor. Esta novedosa tecnología de la que estamos hablando la podemos observar en los modernos programas de juegos de ajedrez. Todo comenzó un 11 de mayo de 1997 cuando, Deep Blue, una potente supercomputadora diseñada por la multinacional de Armonk, fue capaz de vencer al maestro y campeón ruso de ajedrez, Garry Kasparov. Como puedes imaginarte, papá, la victoria de Deep Blue nos demostró el gran potencial de las máquinas para vencer a los humanos mejor capacitados. Lo hizo una supercomputadora de IBM a finales de los 90 y, por supuesto, lo sigue haciendo hoy. La GT Sophy es solo un ejemplo.

—¿La GT Sophy?

—Sí. Sus creadores, Sony y PDI la han definido como “un revolucionario agente de carreras sobrehumano”; una herramienta “diseñada para competir con los mejores pilotos de Gran Turismo Sport y mejorar su experiencia de juego”. Básicamente, papá, se trata de una inteligencia artificial ‘adiestrada’ con técnicas de aprendizaje de refuerzo profundo —DRL, en sus siglas en inglés— para las que han aprovechado algoritmos de aprendizaje de última generación y la infraestructura en la nube de SIE.

—¡Uff! Creo que mis circuitos neuronales van a estallar de un momento a otro con tanta información indigesta de la Inteligencia Artificial.

-Es lógico, papá. Es un terreno sólo comprensible para los iniciados y locuelos de la informática como yo, tu hijo Pablo. Y, bueno, también, de la abuela Julia, que ya se interesó por todas estas cosas, llegando a experimentar e investigar con tecnologías con capacidades para evolucionar por sí mismas.

La vida y obra de mi abuela Julia ha sido un enigma familiar, siempre envuelto en un halo de misterio. Mis padres me la han ido contando a lo largo de todo este tiempo con cuentagotas, a regañadientes, con respuestas poco concretas, y sin apenas datos e información. Gracias a mi persistencia, y cual sabueso investigador periodístico, he podido saber —atando cabos—, que mi abuela Julia se casó muy joven. Al parecer, era algo que ella no deseaba, bien porque no estaba suficientemente enamorada de su pareja, un chico bien, perteneciente a una familia acomodada de la alta burguesía catalana, o bien porque un alma joven, libre e inquieto como el suyo, no estaba dispuesta a “enjaularse” a tan temprana edad. Aun así, por los condicionamientos típicos de la época sucumbió al casamiento. Es que, por aquellos días, cuando una relación amorosa devenía pública y notoria y “clamaba al cielo”, había que formalizarla, “Como Dios manda”, es decir, con una boda por la Iglesia.

En un álbum familiar de esta época, que mis padres guardan como oro en paño, aparece mi abuela Julia, con un look típico de aquel momento: moderna e independiente; cabello corto y mucho volumen; con ojos destacados con rímel y delineador negro, sombras de colores y la piel algo pálida. Bueno, creo que, en línea con la típica estampa de aquellos años del fracaso de EEUU en Vietnam, de la consolidación de la clase media, de la contracultura y los movimientos estudiantiles; de la experimentación y la Guerra Fría; de la lucha por los derechos civiles promovidos por Martin Luther King. La imagen, en fin, de un mundo en que todo estaba cambiando, dentro de un contexto apasionante, con el movimiento hippie tomando fuerza en San Francisco y la preparación del terreno para el “Verano del Amor” del 67, con su mantra de la no violencia. ¡Ah!, y sonando The Beatles por todo el mundo.

 Por lo que he podido saber aquella boda fue un sonoro fracaso. Tras una luna de miel de quince días por diferentes lugares de la geografía española, la pareja se instaló en un piso en la parte alta de Barcelona, propiedad de la familia del novio. Marc, que así se llamaba el marido de mi abuela Julia era lo que por entonces se conocía como un “viva la virgen”, esto es, un vividor, un cantamañanas sin ningún tipo de “oficio ni beneficio”. Se pasaba la mayoría de las noches de juerga y durante el día siguiente durmiendo la mona. 

De vez en cuando desaparecía del hogar familiar sin dar ni siquiera una mínima explicación razonable. Aquellos días no fueron precisamente felices para mi abuela Julia, que vivió en una situación de angustia permanente, temiendo que algún día pudiera ocurrirle lo peor a su disoluto marido. Finalmente, sus peores augurios se cumplieron. Al parecer, un día fatídico, de regreso a Barcelona, tras unas interminables veladas, a base de sexo, drogas y rock and roll en una segunda vivienda que tenían sus padres en Begur, uno de los entornos con mayor belleza y encanto de la Costa Brava, falleció en un accidente mortal, fruto del choque frontal contra un tráiler camión, en un punto de una carretera comarcal, próximo a la ciudad de Barcelona.

 El trágico suceso se produjo a altas horas de la madrugada, un momento álgido donde Marc y otros cuatro compañeros de fatigas y de juergas permanentes venían hasta arriba de todo, conduciendo de aquella manera un Simca 1000, propiedad de los padres de uno de ellos. En el accidente mortal, conducido por Marc, fallecieron también dos de sus cuatro amigotes, quedando los otros dos muy mal parados.

 Aquel tristísimo suceso sumió a mi abuela Julia en una profunda depresión. Ya nada parecía tener sentido para ella. Es verdad que su corta y turbulenta vida matrimonial había sido un infierno, pero, de acuerdo con los cánones de la época, el matrimonio era un fin en sí mismo, por lo que no había otra que aguantar lo que fuera, incluso “carros y carretas”.

 Mi abuela Julia, como todas las mujeres de su época, tenía ya interiorizada que su vida había cobrado un sentido pleno, que pronto consumaría con una posible  maternidad de hijos en número indeterminado. Eso sí, parece ser que, en alguna ocasión pasó por su cabeza la disolución de aquel nefasto matrimonio por medio de un procedimiento canónico de nulidad matrimonial, pero la losa social que lo estaba protegiendo era tan sólida y pesada que, para salir de aquel agujero hacía falta la fuerza titánica del mismísimo Hércules

—Mira, hija —le llegó a decir su madre (mi bisabuela) muchas veces— comprendo tu situación, pero tienes que aguantar hasta que el mal tiempo escampe. ¿O es que crees que yo no he tenido que pasar lo mío? La vida de cualquier matrimonio no es siempre un camino de rosas, cariño. ¡Pero qué poco aguantáis las mujeres de hoy en día! El que se casa por todo pasa. Matrimonio y mortaja del cielo baja. Más vale un mal marido que un buen querido. Quien mal casa, tarde enviuda. Luego, por si no le había quedado del todo claro sus sabios consejos maternales le recordaba la frase inmortal para la buena salud matrimonial de que “con la misma cuchara que se empieza a comer hay que terminar”.

Pero como no hay mal que cien años dure, un día del año 1968, sumida en una profunda tristeza existencial, escuchó por la radio “San Francisco”, la emblemática canción de Scott McKenzie, el himno e icono por excelencia del movimiento hippie tras el primer festival pop de Monterrey de 1967. Mi abuela, según he sabido, estaba al corriente de este nuevo movimiento social, mucho más contestatario e inconformista que el de la moda “ye-ye”. Su ilimitada curiosidad por saber más, sobre todo en lo referido a cuestiones científicas, le estimulaba a leer todos los días los periódicos de referencia en la Barcelona de aquellos días: La Vanguardia, El Periódico de tu día y Teleexprés.

Desde el punto de vista periodístico predominaba la noticia tal cual, “monda y lironda”, pero, a veces, se podían leer en ellos reportajes o crónicas elaboradas excepcionalmente por corresponsales y enviados especiales; en fin, guiños sobre lo que estaba pasando por el mundo, que mi abuela Julia, con su natural perspicacia, era capaz de analizar e interpretar, sacando las correspondientes conclusiones. Una información “sensible” que, afortunadamente, podía debatir y digerir con su amiga Alicia ciertas tardes en el Café de la Ópera en las Ramblas.

Por aquellos años Alicia era para mi abuela Julia su gran amiga del alma, alguien a quien poder confiar sus secretos más íntimos y poder viajar —mentalmente, claro— por otros mundos y otras realidades. Alicia, al contrario que mi abuela Julia, estaba felizmente casada con un prestigioso y adinerado abogado de Barcelona, con su mirada puesta en la alta política. Deseaba fervientemente ser madre, una vez que se licenciara en psicología, su gran pasión.

Me imagino que aquellas tertulias entre dos buenas amigas, inteligentes y cultas, eran de lo más interesantes. Mi abuela Julia comentándole a su amiga Alicia los últimos avances en el campo científico, así como los fulgurantes movimientos sociales que se estaban produciendo en el mundo; Alicia, por su parte —ya en quinto de psicología— la revolución sexual a partir de las obras de Freud y su discípulo Carl Jung.

—El mundo está cambiando, Alicia, y lo está haciendo a pasos agigantados aunque no nos lo parezca —le comentó un día en una de estas largas y enjundiosas tertulias intelectuales de amigas. Siento que Barcelona se me está quedando pequeña; siento que necesito volar, conocer mundo, abrirme al mundo. Necesito aire; necesito vivir. Quiero escapar de este ambiente tan triste, angustioso y de asfixia intelectual y vital. ¡Quiero vivir!

—¡Quiero, vivir, papá, quiero vivir! —exclamé, rompiendo el largo silencio telefónico que acabábamos de mantener mi padre y yo. Él, seguramente tratando de digerir la indigesta información de la Inteligencia Artificial que yo le había suministrado, y yo recordando esos momentos tan decisivos para la vida de mi abuela Julia.

—¡Pero, leñe! Veo que estamos a punto de repetir aquella historia —me respondió algo enfadado mi padre.

—¿Qué historia, papá? –pregunté intrigado

-Tú sabes muy bien a qué me estoy refiriendo, Pablo. Yo mismo te la he contado varias veces. Y te la he contado yo porque mamá nunca desea hablar del tema, por las perturbaciones y los daños psicológicos que la ocasiona.

—No entiendo nada, papá, de verdad…

 —La abuela Julia cometió el gran error de su vida cuando determinó huir hacia adelante, de emprender un camino incierto. ¿Esto te resulta tan complicado de entender?

—Un camino incierto que la llevó a ser quién fue, papá —protesté. ¿Cuántas veces me has dicho tú que en la vida hay que ser osado, que hay que apostar fuerte, que entre un camino difícil y el fácil es preferible elegir el difícil porque, de ese modo, sabrás que no es la facilidad la que ha elegido por ti?

—Pero la abuela Julia eligió uno que provocó la ruptura de la armonía familiar. Tanto es así que, su padre, tu bisabuelo Jesús, como su madre, tu bisabuela Montserrat, ya nunca levantaron cabeza. Sabemos que dejaron este mundo los dos rotos de dolor. Mamá padeció lo suyo y, bueno, yo también he tenido lo mío.

—Bueno, papá, este tipo de sufrimientos son auto-creados —comenté tratando de justificar desde la perspectiva que da el tiempo- la decisión controvertida de la abuela Julia.

—¿Auto-creados? ¿Me quieres decir que todo lo que te he venido diciendo de la abuela Julia es una invención mía?

—Pero, papá, por favor, creo que estás sacando las cosas de quicio. ¿Cómo voy a pensar yo que lo de la abuela Julia es un completa mentira? Lo que trato de decirte es que, en realidad, la abuela Julia, no sólo fue una mente prominente, de la que hoy todos nosotros deberíamos sentirnos orgullosos; es que, además, fue una mujer adelantada a su tiempo que supo hacer frente a los convencionalismos sociales.

—Y tanto, joder, y tanto.

Mira, papá, quizás la abuela Julia llegó a leer “Tus hijos no son tus hijos” del poeta, filósofo y artista libanés Khalil Gibran.

—¿Y se puede saber qué dice este poema?

—Que los hijos no somos vuestros hijos, sino los hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma. Que no venimos de vosotros, sino a través de vosotros. Que vosotros como padres podéis darnos vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque nosotros tenemos nuestros propios pensamientos. Bueno, es más largo, pero, esencialmente, viene a decir que los hijos no son de los padres, que no os pertenecemos, que no somos vuestras extensiones y que no estamos para satisfacer vuestras necesidades. Realmente, vuestra misión es acompañarnos durante el largo camino de la vida que libremente hayamos decidido emprender.

—¿Papá, estás ahí?

—Sí, hijo. Es que me he emocionado con esta bella y emotiva reflexión de este poeta libanés, del que no había oído hablar antes. Pensándolo bien, creo que tiene mucha razón. En fin, dejemos ya de hablar del pasado para hacerlo del presente. A ver, volviendo al principio y para que yo me entere de una vez: ¿Por qué deseas hacer el posgrado en la Universidad de Stanford?

—Pues, papá, porque he hecho mis propias averiguaciones y es de las mejores. He recabado información sobre su oferta. Como sabes, este tipo de universidades no admiten a cualquier. Yo creo tener posibilidades por mi brillante expediente académico, pero esto no me garantiza que me vayan a admitir. ¡Ah! y una cosa que te gustará: por mi expediente académico tengo la posibilidad de pedir una beca. Espero que me digan algo a partir de mañana.

—Bueno, vamos a esperar de momento a esa información.

—Sí, claro. En estos momentos el partido está todavía abierto. Como tú sueles decirme, “no nos pongamos la venda antes de que surja la herida”.

—Sí, por supuesto, Pablo, eso nunca; pero es que California, San Francisco, Monterrey, son palabras que mamá y yo seguimos asociando con un periodo muy doloroso de nuestra vida…

Pues, entonces, papá, creo que ha llegado el momento de que vuestras heridas se curen definitivamente. ¡Te quiero, papá, eres el mejor!

-Yo, a ti, también, hijo. Besos a mamá.

Pablo Martín Allué

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