Cuando era niño de EGB en una España que iba desperezándose, el dinero y los juguetes escaseaban y la evasión de la penuria y el aburrimiento la proporcionaban los tebeos, los cuentos y luego ya adolescente, las novelas.
Las bibliotecas públicas arrancaban pero resultaba laborioso el largo paseo hasta sus umbrales, buscar entre libros adquiridos por frío criterio ministerial y superar para el préstamo los filtros propios de una frontera (acreditación, sellado, visado de tenencia de libro por diez días con penalización del retraso en devolver, etc).
Fue entonces cuando descubrí el paraíso perdido… que sería paraíso recobrado…
Descubrí que en la vieja Vetusta había una “librería de viejo”, la Librería Anticuaria, donde se amontonaban libros como en una fosa común. Con desorden pero con precios increíbles y accesibles para alguien como yo. Aquello era el Sangri-La de las palabras, de experiencias escondidas en busca de lector, de libros que gritaban con sus portadas gastadas para que alguien clemente les sacase del osario de papel.
Comenzó la compra y el porteo. De la librería a casa, de casa a la soledad de mi habitación, de mi habitación a mi mente, y de mi mente a mis estanterías o trastero. Compré cientos de libros, y aunque no leí todos, ninguno fue revendido a la vieja librería porque había aprendido de Charles Dickens que no hay crimen más horrendo que devolver al orfanato a un niño por quienes lo habían adoptado inicialmente.
Y el hábito siguió, y hoy día compro en librerías, compro online, pero no dejo de peregrinar a las librerías de lance. Es un viaje delicioso y que presenta ventajas innegables. Lo viejo tiene belleza.
La primera es que, a diferencia de las librerías modernas y comerciales, no hay publicidad ni persuasiva estrategia de venta, ni existe el agresivo marketing editorial para impulsarnos a comprar la última obra del autor más reputado de la editorial más manipuladora. Los visitantes somos pescadores en río revuelto, que no vamos a cotos reservados. El cebo más habitual suele ser las ofertas globales de venta casi “al peso” (“A un euro”, “Pague tres y llévese cinco”, etc; incluso mi adorada librería Gaztambide de Madrid anunciaba con originalidad y humor en un estante situado en la acera: “Llévese los libros que desee y pague lo que quiera”).
La segunda ventaja radica en que en las librerías de ocasión impera la democracia caótica. Todos los libros son iguales, pues todos están sumidos en el caos ordenado por territorios temáticos.
A lo sumo, el librero, que suele estar impregnado de la calma y desgaste de los libros que almacena, se molesta en clasificarlos en bloque, normalmente sin primorosos rótulos pues basta su índice para apuntar la zona donde están las novelas, los libros de poesía o historia.
La ventaja más evidente es el precio que resulta escandalosamente bajo para la carga de creatividad que encierra.
Y otra ventaja no desdeñable es psicológica. No hay duda que leer un libro que ha costado poco, pues poco cuesta dejarlo si no nos interesa. Todos tenemos el sesgo confirmatorio de nuestras elecciones y lo que nos cuesta mucho tendemos a darle la oportunidad de demostrarnos que lo vale y sobre todo, que no nos hemos equivocado. Por eso, leer un libro de viejo es como amar a una persona por lo que vale y no por su dinero; como el amor puro, es una lectura generosa la que nos espera.
Y cómo no, la libertad de deambular entre libros. Hoy día las librerías podrían clasificarse entre las grandes superficies donde ningún dependiente se acerca y todo está sospechosamente ordenado, luminoso y artificial, y las pequeñas librerías con sus flamantes libros y en que normalmente los libreros confunden la cortesía con el atosigamiento. Y junto a ellas, está el territorio mas asilvestrado, el de las librerías de lance, donde realmente resulta delicioso moverse como paseante en el bosque, alerta pero sin rumbo fijo, disfrutando de lo que se ve y toca pero sin necesidad de hoja de ruta ni guía.
Pero lo que más me gusta de las librerías de viejo es que despiertan mi espíritu aventurero y explorador. No sé lo que me espera pero es rarísimo que me adentre en la jungla de esas librerías y salga con las manos vacías. Siempre se encuentra algo interesante, en los estantes superiores o en los bajos, o agazapado entre dos libros que parecen tenerlo prisionero, o enterrado bajo una montaña de libros grises… allí está ese libro que nos devuelve al pasado o que se ocupa de una materia inédita o que sencillamente nos invita a asomarnos al interior como quien se ve atraído para visitar un museo por ser el día de visitas gratis o con descuento.
Tanto vagar entre libros me proporciona una extraña habilidad de cazador tradicional. Examino las estanterías a vista de pájaro, y cuando atisbo una presa, me lanzo a ella, y la hojeo en cinco segundos que me sirven para valorar de forma sencilla e instintiva las condiciones del libro y si me gustará.
Así y todo, es un placer agridulce pues en ocasiones me dan ramalazos de tristeza porque unos libros que van cargados de aventuras, información, diversión o poesía, que fueron laboriosamente creados, soñados y escritos con pluma y sangre, y que nacieron bellísimos en una imprenta, pasando por primorosos escaparates, ahora sean como huérfanos que nadie adopta. Triste.
Así y todo, seguiré visitando mis viejas librerías de lance, sin vergüenza y sin dar explicaciones, y seguiré visitándolas porque los libros envejecen mas lento que las personas y me temo que llegará el día en que estaremos equiparados, el visitante y los visitados.
Me gusta fantasear pensando en una novela de ficción donde el mundo está gobernado por libros, algo así, como “El Planeta de los simios” (Pierre Boulle, 1963; que inspiró la película). En ese mundo de papel, los seres humanos aguardamos en estanterías para el uso de los libros que buscan lectores. Y claro, hay centros comerciales donde aguarda la mercancía formada por lectores voraces, con buena vista y que paladean cada línea; esos lectores son pagados a buen precio por los libros, porque a todo libro le gusta un buen lector. Pero en ese planeta también hay “carnicerías de viejo” donde aguardan lectores de carne y hueso, unos viejecitos, otros jovencitos que se cansan o no le gusta leer, otros maduritos que leen temas grises o frívolos… todos quietos y amontonados en las estanterías, y cuando un libro se adentra escudriñando entre ellos, (y les “ojea” en vez de “hojear”) quizá encuentre allí un lector valioso, deseoso de ser llevado por ese libro a su biblioteca donde permitirle enfrascarse en su lectura. Y ese Libro con sus portadas sonrientes, será feliz de haber hallado ese lector dormido.
Sirva esto de cuento de navidad, y sirva para felicitar a los autores, lectores y amigos de Editorial Amarante.
Los libros nunca envejecen porque son como almas que siempre andan en busca de alguien que los ame tal y como son.