Opinión Redactores Teresa Álvarez Olías

El turismo y su impacto global

Todos los países de nuestro planeta han comprendido que el potencial que albergan en su paisaje natural, artístico y humano es una fuente de desarrollo económico primordial.

A estas alturas de un fabuloso verano podemos evaluar nuestra ansia generalizada de vacaciones, que tiene su respuesta en un movimiento universal, en la industria, que se llama turismo. Todos los países de nuestro planeta han comprendido que el potencial que albergan en su paisaje natural, artístico y humano es una fuente de desarrollo económico primordial.

La población de La Tierra se ha multiplicado en el último siglo y con ella la variedad inmensa de situaciones personales, que en las redes y medios sociales encuentran canales comunes de información y difusión para pasar sus días libres.

Históricamente, las causas del turismo a gran escala que disfrutamos, pueden ser: el nomadismo constante de nuestros ancestros por selvas y glaciares, buscando tierras fértiles y fauna comestible, el amor a la naturaleza de la que procedemos (nos fascinan el mar, los ríos, las montañas, los valles a refugio de tempestades y seísmos), las ganas de libertad y soledad e incluso la huida de la vida cotidiana, como un deseo juvenil de higiene mental.

La tecnología y la estabilidad política, aliadas de la aeronáutica, la legalidad y las telecomunicaciones han convertido, durante las últimas décadas, en posibilidad real y universal el gusto por viajar. Ese conjunto de circunstancias ha democratizado este sueño y podemos comprobarlo al contemplar equipajes sobre ruedas por todas partes: en vehículos, en aeropuertos, en estaciones y en las calles de nuestras ciudades.

Los seres humanos hacemos las maletas en caso de turismo vacacional o emigración por destinos profesionales, por becas de estudios, por huir de las guerras, por ansia cultural, por promoción de las obras de arte propias, libros o proyectos personales, por ampliación de conocimientos y práctica de idiomas y desde luego por negocios.

Cuando viajamos conocemos otras culturas y entornos, inevitablemente probamos la gastronomía del lugar de destino, realizamos comparaciones políticas, costumbristas y religiosas, interactuamos con la población autóctona visitada, cambiamos o intercambiamos moneda y desde luego, esta es la otra cara del asunto, también degradamos el paisaje, no solo por nuestra huella de carbono en otras zonas de residencia, sino, sobre todo, por el uso de combustible contaminante en aviones, barcos y vehículos terrestres.

Al viajar tanta población turista, los municipios erigen para ella hoteles, campings, pisos baratos, mansiones de ensueño, resorts, restaurantes, medios y plataformas de transporte, que revolucionan los viejos clichés de asistencia al forastero esporádico y sirven también para el propio desarrollo de sus habitantes.

El turismo trae aires distintos a la población local, crea riqueza, idilios, amistades y siembra en las personas nuevas ideas, pero, por supuesto, también puede conllevar delincuencia a pequeña y gran escala. Cuando se abre la puerta de casa, puede entrar ayuda, sol, lluvia, viento o polvo.

La afluencia de viajes por vacaciones está masificando las ciudades portuarias y las emblemáticas, así Barcelona, New York, Venecia, Toledo, El Cairo, Sidney, entre otras miles, presentan riadas de personas que visitan establecimientos de comida, museos, templos, discotecas, calles peatonales, centros comerciales y de ocio a ritmo frenético, en una universalización de los tesoros culturales y paisajísticos locales, que deviene también en la subida sistemática del precio del alquiler y compra de las viviendas, en una masificación del transporte y tránsito en la almendra ciudadana, en un deterioro de la limpieza y en degradación, incluso ,de la convivencia, por contaminación acústica y aérea.

Un ejemplo evidente de todo ello es la llegada de seguidores de dos equipos rivales a una tercera urbe ofrecida como sede de campeonato futbolístico o mejor, la celebración de los juegos olímpicos correspondientes. Miles de personas se movilizan en estos encuentros: deportistas, curiosos, periodistas, parados en busca de empleo, camareros…todo tipo de perfiles profesionales que revolucionan monumentos históricos, bares clásicos, portales de vecinos en el casco antiguo, entradas de metro y vestíbulos de hoteles en un conglomerado de situaciones ventajosas para la economía y la competición deportiva, pero también desastrosas para la estabilidad emocional de los residentes, por todo el ruido y la suciedad sobrevenidas.

Otro ejemplo de impacto ambiental y humano por este concepto es el atraque de barcos cruceros continuos, de miles y miles de pasajeros, en puertos mediterráneos, donde la renovación del agua marina no es la misma que en océanos abiertos y donde la enorme y diaria afluencia de personas precisa de la llegada, conservación obligada y cocinado de toneladas de alimentos. Ningún ayuntamiento es inmune a este desafío y los plenos municipales, por esta causa, reflejan la variedad de opiniones que se manejan a favor y en contra de la llegada de turistas de esta manera casi invasiva.

Turistas a bordo de un crucero

La hospitalidad mejora la vida de anfitriones y visitantes, de alguna manera saca de nosotros los mejores sentimientos y nos acerca al extranjero, que históricamente siempre era el invasor y el enemigo al que había que combatir. Además refuerza el patrimonio histórico propio, que se expone con orgullo y fomenta el intercambio cultural, así destacamos en este sentido las ferias internacionales de libros y moda, los festivales de cine, música y teatro o las ceremonias religiosas en las sedes de ciudades emblemáticas, como Jerusalén, La Meca, Santiago o Roma.

Viajamos por gusto y por necesidad de ampliar horizontes, por satisfacer nuestro anhelo primario de conocer otros mundos (la conquista del espacio tiene ya no sólo a científicos, sino también a destacados y adinerados turistas en lista de espera). Pero es preciso meditar sobre el deterioro del medio ambiente y ordenar la afluencia de multitudes en iglesias, cuevas antiquísimas, museos, centros de ciudades antiguas, playas, incluso en las montañas más altas del planeta o en monumentos que definen nuestra civilización: El Partenón, la Gran Muralla, Altamira, Las Pirámides de Egipto o el templo inglés de la edad de Piedra.

Al generalizarse los viajes a grandes distancias hemos abierto la puerta de la expansión del conocimiento universal. El intercambio masivo de ideas nos beneficia como especie, nos regenera, pero es preciso no destrozar el planeta y establecer normas que lo respeten, para que siga siendo el deleite de nuestros hijos.

Teresa Álvarez Olías


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