No hace mucho vi una imagen muy pintoresca que pretendía representar a nuestra sociedad, a la sociedad española actual. A modo de viñeta de tebeo, como si de una escena de Mortadelo y Filemón se tratara, la imagen mostraba el hundimiento del Titanic, cuando aún se podía ver parte del barco sobre las aguas. En esa situación, los personajes que se mantenían a flote, agarrándose a donde podían, hablaban entre ellos. Cada cual daba su opinión o proponía cómo salir de aquel inminente desenlace, pero ninguno se paraba a escuchar al de al lado y mucho menos intención ponían en tomar medidas al respecto. A simple vista podría parecer una escena cómica, y no sé si la intención de los creadores fue tal, pero a poco que analicemos la ilustración, la realidad que se nos muestra adquiere dimensiones alarmantes. Que cada cual quiera decidir por sí mismo en situaciones en las que todos nos vemos afectados es dar por hecho que somos seres asociales y que nuestras acciones no van a afectar a los demás.
Afirma un antiguo proverbio chino que: «El leve aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo».
Esta frase sintetizaría el llamado Efecto Mariposa, según el cual todos los acontecimientos están relacionados y nos van a repercutir más tarde o más temprano. Llegados a este punto, deberíamos detenernos y pensar un poco más en lo que hacemos y en lo que dejamos de hacer.
Fue en marzo cuando a nuestra vida, la pandemia llegó para trastocarla. De tener tanto tiempo libre, de tener tantas horas ociosas encerrados en casa, parecía, o al menos eso creí yo, que era el momento perfecto para meditar. De vital importancia para el trago que nos ha tocado vivir. Meditar, detener nuestro ritmo frenético y observar con atención lo que nos rodea y sentir, prestar atención a esa voz que es solo nuestra y que callamos una y otra vez dándole prioridad a voces externas que nos manipulan y nos hacen caer en caminos equivocados.
Agosto ya casi está llegando a su fin y la cosa no parece haber mejorado mucho. Los grotescos memes, las canciones clamando por la resistencia y la fuerza (aborrecidas de tanto oírlas), los hábitos de confinamiento divulgados por las redes (y cumplidos a la hora justa, un día tras otro) y los videos con su carga ridícula, (algunos, no todos, y quizás fruto de la desesperación) de la época de reclusión, han quedado como testigos de esos meses.
Pero, ¿y qué hay de las intenciones de mejorar? ¿No sirvió de nada comprobar la gran manifestación de la naturaleza y sus seres, recuperando fuerza y alegría? Da la sensación de que todo quedó en meros deseos de año nuevo, promesas que se hacen pero que no hay voluntad para cumplirlos. Lo peor, a mi entender, no queda ahí, lo peor es que el virus sigue presente, que existen nuevos rebrotes y que no hemos aprendido nada acerca de la unión y la consideración para nuestros congéneres.
La cosa se complica, esto es un caos en el que cada cual cree tener la razón y se limita a cumplir las normas, normalmente movidos por el miedo a las multas. ¡Sería tan sencillo si de una vez nos diéramos cuenta de que todos somos uno!
Y quede claro que esta afirmación no pretende llevar carga sermocinal, es más, todo lo contrario, es de lo más pragmática y es que o remamos todos en la misma dirección o lo del Titanic se va a quedar en mantilla para lo que nos puede pasar a nosotros. Y no es ser catastrofista, es verla venir, es dar voces en el desierto y sufrir porque nadie escucha.
Que de algo hay que morir, dice más de uno al hablar de la situación tan incierta que nos maneja, y eso está también, mientras antes se asuma sin dramatismo que somos seres finitos tanto mejor, pero el que se ponga en riesgo al menos que no implique a los demás.
Si de algo debemos estar conscientes es que en todo esto los vulnerables somos nosotros, el ego a estas alturas de la película ya debería haber descendido de su torre de prepotencia y mirada ciega, para asumir que somos leves suspiros en un espacio y tiempo infinito. La vida es un préstamo, nada nos asegura estar aquí mañana, curioso detalle que muchos no creen y que de tomar en cuenta, seguramente valorarían de otra manera.
¡Ay, la vida!… La vida es una frágil barca a veces vapuleada por terribles tormentas que la alejan de un puerto seguro, y otras veces acaricia la fina arena de una playa acogedora. Es, la vida, una sorpresa tras otra, regalo finito que nos es dado y que muchas veces no saboreamos, ni apreciamos, ni sentimos.
Au fait, se disait-il a lui-même, il parait que
mon destin est de mourir en rêvant.
(De hecho, se decía a sí mismo, parece que mi destino es morir soñando).
(Stendhal, Le Rouge et le Noir, LXX, «La tranquillité»)
Morir soñando, sí, mas si se sueña
morir, la muerte es sueño; una ventana
hacia el vacío; no soñar; nirvana;
del tiempo al fin la eternidad se adueña.
Vivir el día de hoy bajo la enseña
del ayer deshaciéndose en mañana;
vivir encadenado a la desgana
¿es acaso vivir? ¿y esto qué enseña?
¿Soñar la muerte no es matar el sueño?
¿Vivir el sueño no es matar la vida?
¿A qué poner en ello tanto empeño?:
¿aprender lo que al punto al fin se olvida
escudriñando el implacable ceño
-cielo desierto- del eterno Dueño?
Miguel de Unamuno

Vivimos en una eterna dualidad que enfrenta vida y muerte, tema constante de poetas y poetisas. La búsqueda del sentido de la vida, de la razón por la que vinimos a este mundo, debería ser asignatura obligada. Quizás, una vez identificado lo que nos mueve a seguir adelante, valoremos más nuestra vida y por ende la de los demás, que como nosotros, también tienen un camino que recorrer.
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