David Flecha - Editorial Amarante
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Machu Picchu, donde el tiempo se detiene

Tenía la sensación -que había perdido hace tiempo- de que por un momento, el tiempo se detenía.

Cuaderno de bitácora – Página 13

Subir al Machu Picchu puedes hacerlo desde el mismo Aguascalientes en bus, como cualquier otro turista… pero no tiene el mismo encanto que si lo haces a pie por el camino que cruza la enorme pista de tierra y polvo, aunque la paliza de subir sin apenas desayunar y con todo lo que llevaba detrás, te lo aseguro, está más que servida, -y eso que yo tengo las piernas más fuertes que el vinagre-, de eso puedes estar bien seguro.

-El autobús es para los turistas-, me decía… -No quieres té… ¡pues toma dos tazas! -Después de aquella matadora subida, con la ropa empapada, y sin apenas haber comido, hice el ingreso al mismísimo Machu Pichu.

Nada más ver aquella maravilla -porque no tiene otro nombre-, se me quitó el frío, el hambre y el cansancio de golpe. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme: -pero y esto… ¿cómo han podido ser capaces de hacerlo?, ¿cómo han subido todas estas piedras?, ¿cómo han llegado a ser capaces de descubrirlo?. Alucinaba con cada pregunta formulada.

Me quedé en shock un largo rato, estaba presenciando una de las mayores obras de la historia del mundo mientras continuamente me hacía preguntas a cada cual más misteriosa Tiempo después, desde la parte más alta, me senté sobre una piedra calentada por el sol mientras intentaba visualizar como sería aquella ciudad en el pasado. Tenía la sensación -que había perdido hace tiempo- de que por un momento, el tiempo se detenía, y la prisa por llegar o volver ya no entraba en mis planes; -el reloj no puede limitar las emociones en momentos así-, de lo contrario creo que no me lo habría perdonado.

Después de haber tenido ese momento de calma y equilibrio, y que merecido y dilatado, llegó, claro está, la otra parte; se acerca un grupo de llamas…así que lo menos que se te ocurre es hacerte un ‘selfie’; lo que vino después derivó en bailar el baile del delfín en plena colina; ¡ni la mismísima Wendy Sulca lo habría hecho mejor!… ya lo ves, estaba inspirado (esto último es muy posible que solo los peruanos lo comprendan).

Lo cierto es que ver todo aquello -dejando la broma a un lado-, era increíble; la pena es que poco a poco el lugar se va llenando de gente y pierde gran parte de su encanto. No sientes la misma energía que al principio, cuando te ves prácticamente solo contemplando aquella cumbre junto con sus ríos al fondo. Es espectacular, y es cierto lo anteriormente dicho, se transmite una energía difícil de describir.

Debió de ser aquella sensación, que aún recuerdo a día de hoy, la que hizo que me interesara tanto por la cultura Inca. A partir del día en que visité aquel promontorio no he dejado de leer y escuchar podcast sobre su historia.

Ya de regreso, rehice el camino de ida bien feliz hacia Aguascalientesa Cuzco por la misma carretera del día anterior y rodeado de toda aquella selva, -no sin antes tomarme al menos una buena sopa de mote y jurel en uno de sus mercados-. Después de haber pasado por lo duro que se me hizo llegar hasta allí, el sol calentaba justo lo necesario, mi camisa ya estaba seca, y costara lo que me costara cumplí con el objetivo llegar hasta allí para poder conocerlo y contarlo.

Al llegar a Cuzco, hambriento como un perro de calle, tuve la suerte de coincidir con dos tipos bien ‘relocos’; 

Leo y Fran eran dos argentinos que llevaban viajando como tres meses por Sudamérica, trabajan por el camino y viven así… sobre la marcha…-, aquel plato de pasta que Fran preparó aquella noche mientras sonaba Calle 13 de fondo y teníamos la ciudad de Cuzco a vista de pájaro, me supo a gloria; no porque el ‘pive’ fuera un gran cocinero… sino que en momentos como ese, te das cuenta a veces de que la felicidad se esconde muchas veces en los pequeños detalles, sobretodo cuando hay hambre y sed de por medio y tienes con que remediarlas.

David Flecha

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