Cuaderno de bitácora – Página 16
Llevaba varios días viajando por Bolivia cargando, en el mejor de los sentidos, el libro “Las Venas Abiertas de América Latina”, de Eduardo Galeano.
Por aquel entonces no solo me resultaba impactante conocer la historia tal como la vivieron los ‘perdedores’, sino que además me servía como despensa para entender la historia desde un punto de vista diferente, sumándole más sentido al camino que llevaba tiempo recorriendo.

Recuerdo un martes en mitad de la noche, duchándome con agua hirviendo para poder entrar en calor y desvelado. Estaba en una de las haciendas más coloniales de la ciudad de Potosí, y que, en su día, los españoles dejaron como herencia tras haberse llevado la plata, el oro y todo lo que se pusiera por delante en lo que se había convertido aquella ‘pobre ciudad’. No era capaz de dormir entre la mezcla de frío, malestar e imaginación que crecía en mí recordando lo que había visto aquel día.
Según me dijo Jhony, uno de los mineros que había trabajado en las minas de Cerro Rico durante casi seis años, «aquí vinieron y se llevaron todo. Esta era la ciudad más rica de toda Sudamérica, incluso más que París; y hoy en día es una de las más pobres; los españoles venían y con ellos traían esclavos negros porque eran mucho más fuertes que los propios bolivianos, y una vez aquí les hacían trabajar para sacar de los cerros todo el oro y la plata. Incluso encontraron la veta más grande del mundo de estaño, y fue toda una revolución. Murió mucha gente, pero de eso, -dice el mismo Jhony-, procuramos no hablar».

Es curioso Potosí a la vez que misterioso; una vez comienzas a caminar por el casco antiguo de la ciudad, tienes la sensación de estar paseando por la España colonial, donde cada adoquín debe tener una historia por contar, y tras todo lo que me habían contado y leído, visualizaba de forma directa cómo sería la vida allí hace 400 años. Me encantan los misterios, y estoy seguro de que a ti también.
Las ‘cholitas’ -mujeres que visten con la típica indumentaria Boliviana- regentaban cientos de puestos callejeros vendiendo todo tipo de productos, y se escondían de forma poco disimulada cuando notaban que el objetivo de mi cámara las apunta, no me sentía cómodo.

Me costó entender porqué, hasta que caí en la conclusión propia que Bolivia es un pueblo que ha sufrido mucho en el pasado, da la sensación de que se han congelado en el tiempo, y los que venimos de fuera observamos su vida como un museo, donde, según mi criterio todo lo que uno observa podría carecer de un precio elevado, pero no de valor. Admiro esa virtud que existe cuando las cosas se distinguen por su valor más que por su precio.
Cuando echas la vista al fondo desde cualquier parte de la ciudad, puedes observar el enorme Cerro Rico, de un aspecto cobre rojizo. En su interior hay todo un ‘queso gouda’, lleno de galerías donde a día de hoy los mineros aún trabajan a pico y pala con sus propias manos para seguir buscando el poco oro y plata que queda. Debido a que hay tanto mineral en la tierra, es muy recomendable no beber agua del grifo, porque viene con muchos metales y puede darte, si te descuidas, más de un problema estomacal… como fue mi caso.

En la ciudad existen tours programados cuyo beneficio va destinado íntegramente a los mineros. Entrar en aquella mina te alerta de inmediato, recorres cada galería casi a gatas y, si eres capaz de ver a los muchachos más jóvenes trabajar, se te puede escapar alguna lágrima, es una realidad dura y actual. Es admirable, pero no le resta ninguna pena. Aún hay niños trabajando en algunas de esas minas, con la cara manchada y las manos llenas de cicatrices; el único acto de bondad que puedes tener con ellos es llevarles algo de comer o beber, que previamente compras en el mercado minero antes de ingresar en las minas. Y cuando ves todo aquello te preguntas cómo es posible que el país haya llegado a ese nivel, y te llenas de impotencia. La realidad a veces te sorprende, más aún cuando descubres que esos mismos niños son los primeros que se manifiestan frente al “palacio de gobierno” para permitirles poder trabajar por unos 20 pesos al día, el equivalente a 2 euros y medio. Muy triste.
«La Pacha Mama es nuestra diosa- seguía diciéndome Jhony, -todo vuelve a ella, y los bolivianos mostramos ofrendas continuamente para agradecerle-.
Si caminas por las calles de la ciudad puedes ver fetos de llamas expuestas al sol, la gente tira azúcar a la entrada de sus comercios y bañan con alcohol algunas de las figuras religiosas como el tío, una representación del colono español en forma de ‘diablo’, al que ornamentan con hojas de coca y cigarrillos encendidos».

Puede que Potosí sea una ciudad pobre, y sus venas sigan abiertas a día de hoy con la imagen de un pasado próspero y lleno de fortuna. Actualmente, a pesar de que la ciudad se bañe de testimonios envueltos en un continuo pesar de calles llenas de tierra y polvo rojo, esconde una historia rica de la cual, por respeto y derecho, deberíamos de aprender.
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